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La imagen de la mujer caída en algunas obras de la literatura mexicana
The Fallen Woman’s Image in some Mexican Literature’s Works
Nóesis. Revista de Ciencias Sociales y Humanidades, vol. 25, núm. 49, pp. 180-203, 2016
Universidad Autónoma de Ciudad Juárez



Recepción: 04 Diciembre 2013

Aprobación: 27 Julio 2014

Resumen: En este ensayo se hace una revisión de las formas en las que se fue conformando en la literatura mexicana del siglo xix la imagen de la mujer caída, con claras reminiscencias religiosas. Textos de Payno, Vicente Riva Palacio, Rafael Delgado, Tablada, entre otros, integran el corpus del que se parte para este trabajo. Se analiza cómo se filtran en las obras preocupaciones de índole social y cómo, con frecuencia, se daba una deriva hacia perspectivas morales y condenatorias de la mujer prostituida. Se busca, en todo momento, reconstruir el diálogo polémico que sostuvo el arte verbal con la profusión discursiva de índole científica y moral de la época y se rastrean las reminiscencias de esta imagen en algunas obras del siglo xx.

Palabras clave: Prostitución, Ángel, Mujeres.

Abstract: This paper is a review of the ways in which the image of the fallen woman with evident religious reminiscences has been developed throughout the nineteenth century in Mexican literature. Texts by Payno, Vicente Riva Palacio, Rafael Delgado, Tablada, among others, make up the corpus for this work, which discusses how concerns of social nature seep into the literature and how often it become a drift toward moral and condemning perspectives of the prostituted woman. At all times, this essay attempts to rebuild the controversial dialogue that was held between the verbal art and the profuse scientific and moral discourse of that time by tracking the reminiscences of this image in some of the works of the twentieth century.

Keywords: Prostitution, Women, Angel.

En la creación de una obra literaria confluyen múltiples discursos que se gestan en las disciplinas científicas, en las iglesias, en las charlas familiares, en los discursos políticos y morales que día a día se pronuncian. El arte verbal construye sus sentidos en esa heterogeneidad de visiones, las organiza, las pone a discutir y conforma una unidad que ofrece un punto de vista particular sobre el mundo, de ahí la complejidad de las obras literarias y por eso lo impertinente de querer reducir el sentido a una de las perspectivas, a una de las orientaciones filosóficas o religiosas que palpitan en su seno. Lo que sí es indiscutible es que la literatura labra imágenes artísticas que regresan a la vida social de donde las toma, pero regresan reelaboradas, con mayor riqueza significativa. No hay más que pensar en el loco, por ejemplo, que desde siempre se ha paseado por las calles de todos los pueblos y ciudades del mundo, pero sólo la literatura ha sabido verlo en profundidad y por ello es la única que ha sido capaz de llevarlo a lo más alto de sus posibilidades significativas; ahí está el Quijote como el ejemplo paradigmático de toda la poesía que puede encerrar la creación artística de un loco universal.

Quiero analizar en este artículo algunos aspectos relacionados con el motivo de la mujer caída por la enorme importancia que ha tenido para la literatura mexicana, no sólo en lo temático, sino en tanto creación de una de las imágenes artísticas cuyas resonancias en la vida social han sido extraordinarias. La indagación de las formas en las que se ha construido esta imagen puede arrojar luces acerca de la conflictiva relación del arte verbal con el mundo social concreto en el que vive, del que se alimenta y que a su vez nutre. Centraré mi atención en algunas obras literarias escritas en el siglo xix, principalmente, porque es en este momento en el que se forja la imagen y adquiere su máximo esplendor, aunque tenga sus derivaciones a lo largo del siglo xx, sobre todo en el cine. El presente trabajo no tiene pretensiones de exhaustividad, pues es demasiado amplio el material que podría ser objeto de estudio, de ahí que solamente haré alusión a algunas obras que han sido importantes en nuestra historia literaria y que han aportado una visión particular en la elaboración de la imagen de la mujer caída. Por lo demás, debo señalar que no pienso que esto haya sido un fenómeno exclusivo de México: todo lo contrario, se trata de un verdadero fantasma que recorrió prácticamente todas las literaturas occidentales. ¿Cómo y por qué encendió la imaginación poética la vida de las mujeres prostituidas? ¿De qué está hecha la imagen de la mujer caída? ¿Por qué esa efusión en un mundo que ponderaba tanto la decencia, el pudor, la abnegación y la maternidad como fin supremo de la mujer? ¿Fue sólo la atracción morbosa de bohemios románticos que enfebrecidos iban a los burdeles a celebrar el lado oscuro y silenciado de la vida, o lo hacían porque en realidad, como señalaba a principios xx Luis Lara y Pardo,1 ignoraban las terribles consecuencias económicas y sociales que traía aparejado el fenómeno? Voy a intentar trazar algunas de las posibles rutas de indagación de esta faceta de nuestra literatura.

Se han hecho ya muchos estudios donde se analiza el problema del ejército de mujeres empobrecidas que a lo largo del siglo xix no tenía más remedio que salir a las calles a buscar su sustento, ofreciendo servicios sexuales, por las condiciones de extrema explotación en las fábricas, en las tabacaleras, en el servicio doméstico, por la falta de educación y de perspectivas para alcanzar una vida medianamente satisfactoria. El hambre, la indigencia, la orfandad son realidades que empujaron a muchas mujeres a lanzarse a la prostitución; esto lo alcanzaron a ver con suma claridad algunos de los escritores del siglo xix y así lo consignaron en algunas de sus páginas.

Manuel Payno escribió en 1843 un breve relato en el que hace una indagación reflexiva sobre los orígenes y el destino de la prostituta, “La niña indigente”. Este texto no ha sido reconocido en todo momento como cuento, sino como un tipo de ensayo de índole moral.2 El tono que permea todo el escrito es de compasión y constituye una apelación a su lector para despertarle sentimientos de piedad ante la “¡pobre niña!” que vaga por las calles pidiendo limosna: “hermosa como los primeros albores de la mañana de primavera, gentil como la palma del desierto y pura como los sentimientos de la religión” (Payno, 2003: 306).

Como puede apreciarse, desde el principio de la descripción, el hablante establece con claridad la pureza y la hermosura natural de la niña sacrificada por la indiferencia de la sociedad que no se conmueve ante la pobreza infantil:

¿Sabéis lo que hace la sociedad con la niña indigente? — pregunta indignado este narrador— La sociedad la desprecia, la rechaza, no la admite ni en sus salones, ni en sus bailes, ni en sus banquetes, hasta que la pobre niña, huérfana, desesperada, casi moribunda, deja mancillar su santa castidad, y vende su virtud por el oro; entonces la sociedad le abre las puertas, deja en la entrada de los salones sus harapos de mendiga, y se presenta con los vestidos de oro y terciopelo de reina (306-307).

Obsérvese cómo se crea el dramatismo con las oposiciones entre la inocencia virginal, la pobreza extrema y la vida de opulencia con la que se representa a las cortesanas. Tal vez no hubiera sido tan atractiva para los lectores del momento la representación de una prostituta callejera, empobrecida, por ello tienden más a verla como cortesana triunfal, elegante y coronada por una sociedad hipócrita. Son los extremos, entre miseria y pompa, los que avivan la imaginación colectiva.

El escrito de Payno, con ser tan breve, sienta otro de los motivos que serán recurrentes en la construcción de la imagen de la mujer que vive de su cuerpo: el pesar y la culpa silenciosos que siempre habrán de atormentarla, sin importar que desde el principio sea presentada como víctima de la sociedad injusta: “pero si vierais cuántos remordimientos turbaron sus placeres; si pudierais conocer el sacrificio que le costaban las caricias que prodigaba a los amantes; si hubieseis visto su corazón inquieto y destilando sangre, mientras su rostro aparentaba contento en medio de los ruidosos placeres…” (307). Y es que, finalmente, no puede dejar de insinuarse que se eligió esta forma de vida por el atractivo, incluso el deslumbramiento ante los trajes vistosos y los objetos voluptuosos obtenidos por el pecado. De ahí el sentido de la culpa. La oposición entre placer y dolor moral va a ser una constante en la configuración de la meretriz literaria. Ningún escritor pudo permitirse recrear solamente el lado gozoso y festivo de las vidas en el burdel. Todos sintieron el impulso de plasmar el lado doloroso de esta forma de vida. Y por fin, el otro motivo que habría de ser tan frecuente en la recreación de la mujer galante: su inevitable destino trágico. En algunos escritores ese destino se alcanza en una vejez miserable, en otros tomaría el rostro de la enfermedad y la muerte dolorosa. Payno elige el de la vuelta a la indigencia. En este condensado texto, el escritor establece, entonces, las principales coordenadas con las que se habría de ir construyendo la imagen de la mujer caída que aquí apenas se anuncia. Sin embargo, no fue el único texto que Payno escribió sobre el asunto, lo que revela el nivel de interés del autor por estos casos. Se puede citar el relato breve “Los primeros ensueños”, en el que recrea otra historia de una muchacha de bien, pero desobediente de los dictados paternos al enamorarse y huir con un don Juan seductor que, inevitablemente, habría de abandonarla después. Aquí no aparece el motivo de la vida fastuosa de la mujer que se vende, sino el anuncio de la degradación inminente.

“Pintar todo lo que siguió a esta escena, sería paso a paso la vida de prostitución y de luto de Rosa, es cosa que se resiste a mi pluma […] Rosa murió víctima de su credulidad, un instante de gozo lo pagó con muchos años de expiación y miseria” (Payno, 2003: 348), concluye rotundo el narrador. Así, la doncella que da un paso en falso ha de sucumbir al abismo de la deshonra, argumento formidable para reforzar el discurso social imperante de la necesidad del control sobre los cuerpos femeninos y sus deseos.

Vicente Riva Palacio incluyó en sus Cuentos del General uno especialmente atractivo y bien logrado que gira alrededor del agudo problema de la pobreza extrema de dos mujeres trabajadoras, madre e hija, que terminan vencidas por la fatalidad y caen en el abismo de la deshonra. Me refiero al cuento “La máquina de coser”. El cuento recrea cómo se cifra en este instrumento la posibilidad de contar con una forma honrada de ganarse la vida; las mujeres encontraban en la máquina su fuente de ingresos, aunque fueran sumamente escasos. Cuando empeñan la máquina y no pueden rescatarla, las víctimas de la pobreza se hunden sin remedio. Sin embargo, en este cuento, el narrador no condena a sus personajes por una supuesta tendencia congénita a la maldad, pues la prostitución no se asocia aquí a la condición biológica, se ve sólo como el resultado de la pobreza, la carencia de apoyos que sufre un par de mujeres solas. El cuento termina cuando la joven prostituida recibe su vieja máquina de coser, porque un bondadoso general pensó que haría una buena obra desempeñando la máquina y devolviéndola a su dueña original. Sin embargo, la muchacha recibe la máquina demasiado tarde, cuando ya se ha prostituido, por ello decide donarla a una joven doncella necesitada, para que pueda salvar su honra: “Que se la regalen a esa muchacha honrada; que se la regalen, que muchas veces la falta de una máquina de coser precipita a una joven en el camino del vicio…” (Riva Palacio, 1997: 60).

No deja de ser significativo que también en el cuento de Riva Palacio se represente la prostitución como un mundo de opulencia, ligado al gozo y al placer: “En un alegre piso primero de la calle del Barquillo había habido un almuerzo animadísimo: era la casa de Celeste, que era el nombre de guerra de la hermosa propietaria de aquel nido de amores […] La sobremesa se había prolongado; sonaban carcajadas y ruido de copas…” (59). En la imaginación artística decimonónica no parece caber la posibilidad de que las mujeres que se venden sigan hundidas en los abismos de la pobreza radical. Prostitución equivale en el horizonte de esta ideología a suntuosidad, aunque siempre conlleve dolor y remordimiento y esta idea va a tener larga vida en la literatura mexicana.

Ya declinando el siglo xix se publicó una novela que forma parte de la lista de obras fundamentales de la literatura mexicana decimonónica que recrea otra faceta del problema y le da un enfoque distinto de los anteriores; introducirá matices a la vez que afianzará el mito de la mujer caída: me refiero a La calandria de Rafael Delgado. En esta novela no asistimos al proceso de degradación moral de una muchacha, ella prefiere morir antes de permitirlo. Pero toda la obra juega con la tensión provocada por la inminencia de la caída y la esperanza de que se salve; aquí la caída se configura como la pérdida de la honra, lo peor que puede ocurrirle a una doncella. Desde las primeras páginas de la novela está creado el conflicto: Carmen, lavandera, pobre aunque hija natural de un rico, de belleza excepcional, está al borde de quedar en el desamparo y las mujeres de la vecindad discurren sobre su destino en tales condiciones:

–Bueno; pero yo pregunto –dijo la Petrita–: ¿y si se muere la enferma, con quién se queda Carmen? ¡La pobre no tiene ni quien vea por ella!...

–¡Y luego! –hizo notar doña Pancha– ¡con esa carita de manzana, tan coscolina y tan alegre!

–Carne para los lobos, hija… (Delgado, 1995: 82).

Debió ser muy atractivo para los lectores del xix y principios del xx seguir los pasos del despeñadero de una muchacha indefensa, joven, bonita y casta, de ahí la conveniencia de dejar asentado desde el principio que la novela girará alrededor de este conflicto.

El narrador, típico decimonónico, acecha la inminencia de la caída y no evita participar con sus juicios que parecen provenir más del autor. Por ello, hacia la mitad de la novela, los lectores podemos asistir a los primeros indicios de la metamorfosis de la muchacha:

Alberto y Magdalena habían transformado a la Calandria. Ya no era aquella joven de otros días, tímida, soñadora y sencilla; quedaba en ella todavía algo como un reflejo de la regocijada ingenuidad de otro tiempo; ingenuidad rayana en ligereza, a través de la cual un observador profundo habría descubierto fatales tendencias, y que era como el encanto principal de aquella hermosura pálida y de aquella juventud siempre festiva, iluminada por unos ojos negros, rasgados, en cuyas pupilas centelleaba a veces deslumbrador relámpago de lúbricos anhelos (284).

Y lo que aquí ha anotado el narrador es fundamental en la consolidación de la imagen de la mujer caída: no sólo es una víctima de la injusticia de la organización social, es que hay en su naturaleza una tendencia oscura, casi un instinto que la encamina hacia la perdición: los “lúbricos anhelos”. Y la lujuria no sólo es de la carne, es una malsana inclinación por la riqueza y los vestidos fastuosos. Por eso Carmen, la Calandria, se deja seducir y engañar por Alberto, el joven rico que la pretende pero sólo para saciar su deseo pasajero.

A Carmen, concubina, abandonada por su amante, sólo le falta descender el último escalón, se nos presenta en la inminencia de la debacle, y así lo chismorrean en el pueblo: “–¿En qué vendrá a parar? El día menos pensado la deja ese señor y… –Parará en lo que todas… ¡ya usted sabe!” (520). En esta novela todavía no asistimos a la posibilidad de que ese descenso definitivo se nombre; el narrador y sus personajes son pudorosos, el oficio no puede entrar con todas sus letras en las páginas de la literatura edificante, por eso sólo se alude con discreción, pero sin ambigüedad —ningún lector, por inocente que fuese, podía ignorar qué evocan esas referencias. Así se consigna el asedio que sufría la muchacha mancillada: “[…] le hizo proposiciones de ésas que ofenden horriblemente a una mujer que se estima” (520). Faltaban unos cuantos años y un poco más de audacia para que la trama de la novela pudiera centrarse en el siguiente escalón de la mujer caída. Aquí estamos apenas en el aviso, en la inminencia de la caída porque la Calandria se salva de la última deshonra con un suicidio feo pero tranquilizador.

La castidad era el bien más preciado que una mujer tenía para ofrecer en el mercado social, moneda necesaria para formar una familia —y no podía aspirar a destino más alto—; si perdía la virginidad en un rapto lujurioso o por despecho, cerraba las puertas a un matrimonio decente y honroso. En uno de esos arrebatos se podía perder todo, el futuro, la dignidad, el respeto y se precipitaba en el abismo del vicio y la depravación. De la deshonra a la prostitución no había más que un pequeño escalón en este horizonte ideológico. Esto era la mujer caída. Y ¿por qué resultaba tan atractiva su imagen en la confección de tramas novelescas? ¿Qué evocaba esta figura?

Evidentemente la fórmula “mujer caída” es parte de una ecuación que está teñida de fuertes connotaciones religiosas: Lucifer fue el ángel hermoso que se llenó de soberbia y se rebeló contra dios, por lo que fue expulsado del cielo; arrastró en su caída un ejército de ángeles rebeldes. Los ángeles caídos fueron creados con una naturaleza buena, formaban parte de la obra divina, pero ellos fueron construyendo su perdición al elegir voluntariamente el mal. La rebelión tuvo dimensiones tan demoniacas que buscaba destruir la obra divina y con ello perder al hombre a través del pecado. La imaginación occidental está llena de ángeles caídos, ha sido tal vez uno de los mitos más productivos en el imaginario colectivo. Todos los que desobedecen, los que se llenan de soberbia, los que se entregan a la lujuria y a las perversiones están emparentados con el ángel caído porque inevitablemente acaba mal. Y la mujer desobediente, mala, licenciosa es la más nítida cristalización de este mito.

La mujer fue creada, dentro de los planes divinos, para ser hermosa, buena, obediente, asexual, el ángel del hogar; de ahí que no haya nada más lamentable que este plan se descarrile con la imprudencia femenina de dejarse ir en el declive de las tentaciones.3 Para los poetas del siglo xix y principios del xx fue también muy fructífera la evocación de la imagen de la mujer mala, frente al anhelo confesado una y otra vez de encontrar la pureza, la inocencia. De modo discreto y elegante, el poeta Manuel José Othón poetiza la oposición en su celebrado “Idilio salvaje”:

Si vienes del dolor y en él nutriste tu corazón, bien vengas al salvaje desierto, donde apenas un miraje de lo que fue mi juventud existe.

Más si acaso no vienes de tan lejos y en tu alma aún del placer quedan los dejos, puedes tornar a tu revuelto mundo (Othón, 1990: 223).

El yo poético proclama, así, que sólo puede encontrar alivio y consuelo en el entendimiento de un amor curtido en el dolor. La inminencia de la vejez lo empuja a rechazar un amor ligado con los placeres que forman parte del “revuelto mundo”. Pero sería inútil citar más textos donde se vea esta valoración de la pureza femenina porque casi cualquier poema del xix que elija el lector dará fe de ello.4

Si, como vemos, la castidad y la pureza femeninas resultaba motivo frecuente para la inspiración poética, la meretriz tenía, forzosamente, que aparecer en el imaginario artístico y social ubicada en el otro polo de la ecuación. Mujer de vientre infecundo —aunque la prostituta real solía tener hijos, varios, la literatura nunca la quiso ver así—, maldita por su dedicación al placer y la lujuria, habitante de la noche, pero al fin de cuentas, sumamente útil, como lo expresó Tablada sin más:

Las prostitutas

Ángeles de la Guarda

de las tímidas vírgenes;

ellas detienen la embestida

de los demonios y sobre el burdel

se levantan las casas de cristal

donde sueñan las niñas... (Tablada, 1971: 573).

En estos versos se expresa con suma nitidez y concisión poética la dilatada discusión médica y jurídica que atravesó todo el siglo xix y buena parte del xx, sobre la pertinencia y la necesidad de permitir el ejercicio de la prostitución para salvaguardar la honra de las muchachas decentes. El poeta no tiene duda y suma la voz del arte a esta pugna, desde una visión empática hacia estos ángeles que han debido caer sacrificados para que puedan ser los perfectos guardianes de la castidad ajena.

En otro poema, “La mujer tatuada”, Tablada recreaba la imagen de la prostituta deteniéndose en su cuerpo como si fuese un mapa por el que han transitado viajeros que dejaron huellas de su paso, de sus nombres, de sus besos:

La arcilla de su seno

está llena de huellas digitales,

y todo su cuerpo de jeroglíficos

de colibríes, besos

de sus amantes niños… (Tablada, 1971: 516)

Un tumulto ha pasado por el cuerpo de la mujer pública sin dejar, sin embargo, nada para florecer porque el vientre de ella está habitado por una triste planta del desierto, símbolo de su incapacidad para ser madre, que debiera ser el destino natural de las mujeres:

En su vientre está la equino-cáctea,

en su vientre infecundo

¡tan blanco como la Vía Láctea

llena de mundos…! (517).

Si la mujer ha sido portadora de un cuerpo que la ha hecho altamente sospechosa para la ciencia y para las religiones, lo que la convirtió en objeto de múltiples discursos, sin derecho a la palabra, la muer pública ha sido ubicada en un extremo radical: es pura corporalidad que puede ser fragmentada en el recorrido visual de poetas y escritores, porque su cuerpo, desde antes, ha sido cosificado por los clientes que lo han alquilado. Nadie tiene menos derecho a la palabra que ella y nunca se la dieron ni en el debate social ni como personaje de la literatura.

Llama mucho la atención el modo en el que algunos poetas finiseculares se valieron de la imagen de la mujer pública y envilecida para enarbolar un discurso retador de las convenciones sociales, porque declarar amor o simpatía por ella sacudía la institución familiar, que ha sido el centro de la vida social. Es memorable el poema “A una ramera” que compuso Antonio Plaza, en el que combina todos los signos que se han atribuido a la mujer pecadora y reta a la sociedad con la declaración de amor por ella. Pero a esta imagen añade con suma nitidez un elemento más que estará presente en la tradición literaria mexicana: la comparación imposible entre la mujer pecadora que el hablante poético ha elegido como su amada y la madre, el verdadero ángel del hogar:

Sólo tengo una madre. ¡Me ama tanto!

Sus pechos mi niñez alimentaron,

Y mi sed apagó su tierno llanto,

Y sus vigilias hombre me formaron.

A ese ángel para mí tan santo,

Última fe de creencias que pasaron

A ese ángel de bondad, ¡Quién lo creyera!

Olvido por tu amor… ¡loca ramera! (Plaza)

En la madre se resumen todas las virtudes que pueden atribuirse a la mujer, por ello se acude a esta comparación en momentos de extrema exaltación poética, con lo que se hará contrastar más nítidamente la indignidad de la mujer pública.

El aspecto que más cautivó a los hombres decimonónicos es, sin duda, el de la imagen de una mujer que ejercía la sexualidad, a quien se imaginaba con conocimientos y experiencia sobre el placer, que por tanto, se tornaba amenazante, poderosa, seductora. Así la quisieron imaginar muchos artistas y es el ángulo desde el que labraron su perfil en las páginas de cuentos y novelas. Sin embargo, la caída tenía que ser completa, no bastaba con diseñar la imagen de la sensualidad, en la opulencia, entre sedas y copas de champaña. Se debía castigar para cerrar el ciclo, por eso casi toda prostituta literaria termina mal, padeciendo dolores inimaginables, muriendo repudiada, incluso por quien dice amarla, en el abandono, muy lejos de los placeres disfrutados.

Manuel Gutiérrez Nájera, como buen escritor de su tiempo, hombre pendiente de su mundo, cronista asiduo de lo que observaba en su entorno, amante del refinamiento, no pudo sustraerse a la tentación de labrar en algunos textos aunque fueran bocetos de la mujer caída. No alcanzan a ser imágenes plenas porque se trata de breves escritos periodísticos, entre la crónica y el relato, en los que apunta algunos rasgos heredados de la tradición romántica, pero muy a tono con el espíritu modernista. No se olvide que los escritores modernistas eran, ante todo, hombres de mundo, refinados estilistas que forzosamente sintieron atracción por recrear un detalle de la vida de alguna cortesana triunfadora en los más altos círculos sociales, pero jamás de la ramera de los arrabales.

“En la calle” es un cuento construido a partir de la fusión de dos crónicas periodísticas que el autor había publicado independientemente: el efecto del cuento se consigue al establecer un contraste dramático entre, por un lado, una mujer, casi niña, que agoniza de tuberculosis en una casa pobre, sin alegría ni porvenir y, por el otro, el bullicio callejero, donde transita Cecilia en su fino landó, rumbo a las carreras, reclinada “en los mullidos almohadones, con el regodeo y deleite de una mujer que antes de sentir el contacto de la seda, sintió los araños de la jerga” (Gutiérrez, 1987: 187). He aquí los dos polos alrededor de los cuales ha girado la imaginación sobre el destino de las mujeres pobres: una buena, decente y otra que eligió el mal camino con tal de eludir los rigores de la pobreza. Sin embargo, Gutiérrez Nájera añade el elemento trágico de la inminencia de la muerte de la muchacha pobre para hacer más agudo el contraste. Así, mientras una agoniza, la otra se eleva a la vida deleitosa del champagne, encajes y sedas. A tal punto se levanta en su opulencia la cortesana que ante la pregunta sobre la identidad de la mujer, un amigo filósofo contesta, “Una duquesa o una prostituta” con lo que se significa el acceso a la vida pública y los placeres de los que disfrutan las mujeres ricas. Al final se nos revela que la moribunda y Cecilia, la mujer de mundo, son hermanas, y en esta solución se contraponen los dos mundos de un modo drástico: pobreza y enfermedad, frente a la vida agitada y suntuosa de la prostitución.

En “Historia de un dominó”, publicado en 1883, el Duque Job juega a trazar desde la primera línea el paralelismo entre la mujer y el traje lustroso, nuevo, atractivo que va por primera vez al baile: “Era rojo… ¡como el pudor!” (241). El apretado texto va a recrear la vida bulliciosa de ese dominó como un claro símbolo de la vida de algunas mujeres: “a fuerza de gotas de Borgoña y gotas de Champagne, el dominó perdió su lustre virginal, su color fue palideciendo [...]. Su precio bajó”. Es así como el narrador lo verá deambular en los sitios más bajos: “El pobre dominó se alquilaba con dificultad, a dos pesetas por la noche”; es testigo del descenso y lo hará pasar por la cárcel y el hospital, hasta acabar en la ruina total. La equiparación vuelve a ser explícita al final, al revelar con todas sus letras el sentido moral que quiere imprimir a su fábula: “¡Pobre mujer! ¡Tu suerte es parecida a la de esos brillantes dominós! Tú no lo puedes comprender ahora: ¡las ideas tristes resbalan por tu cerebro, como resbala el agua llovediza por la seda de una sombrilla japonesa!” (242). Este texto deja que aflore a la superficie el sentido moral que busca revelar: el despeñadero al que inevitablemente conduce a las mujeres una vida de placeres; pero por encima de este nivel evidente, es digno de resaltarse la elección de Gutiérrez Nájera de estetizar el asunto, con lo que lo proyecta a un plano de trascendencia más allá de la mera crónica periodística, y este gesto da la apertura a varias posibilidades significativas del texto.5

Ahora bien, éstos no son los únicos textos en los que el poeta dedicó su atención a labrar destellos de la figura de la cortesana; podría decirse que fue una constante en su obra narrativa, pues en distintos escritos que fue publicando a fines del xix en los periódicos, la figura de la mujer elegante, radiantemente hermosa, que va de amante en amante por interés económico, ejerció gran fascinación en Gutiérrez Nájera y por ello la hacía aparecer en sus reflexiones morales, en sus crónicas y cuentos incipientes. Recrea esta figura también en “Madame Venus”, aunque el personaje no llega a ser propiamente una prostituta, pero sí una mujer mala, hermosa, sensual, enriquecida por la explotación de que ha hecho víctimas a los hombres que se han cruzado en su vida.

No es gratuito que el único intento dentro del género novelístico de Gutiérrez Nájera fuera precisamente el relato de una mujer caída. Por donde se sube al cielo, publicada en 1882 por entregas en El noticioso y editada en 1987 por la UNAM, es, según anota la investigadora Belem Clark —a quien debemos el descubrimiento—, “la primera novela modernista” (xl). Y, en efecto, la recreación de un mundo fastuoso, pletórico de minucias preciosistas ofrece esta obra como un magnífico ejemplar de la estética modernista en la novela: “Frente por frente del piano hay un enorme espejo, en cuyo marco, lleno de flores y arabescos de oro, está preciosamente cincelado un pasaje de la fábula: ‘El robo de Ganimedes’. Sobre una mesilla de papier mâché, barnizada con laca de coromandel, hay cuatro platos de porcelana china, con almendras y dulces confitados” (Gutiérrez, 1994: 11-12). El mundo de la cortesana, enriquecida y ostentosa resulta altamente atractivo para el proyecto esteticista del modernismo.

Asistimos, una vez más, al bosquejo de la imagen de la mujer caída en su honra y en su dignidad, pero elevada en riqueza y fastos. Magda, la protagonista, es una huérfana que no recibió la educación que la hubiera salvado, por ello se dedica a trabajar como ‘cómica’, aunque en realidad vive de la venta de su cuerpo. Deshonrada, conoce el amor verdadero, lo que la lleva a la crisis que la lanzará a un laberinto interior en busca de su redención. La obra no concluye ni cierra la historia, su final es abierto, pero está claramente indicada la posibilidad de que Magda se redima en su arrepentimiento y en esta solución el autor se distancia del acostumbrado castigo final en la muerte o en la enfermedad. Sin embargo, toda la tensión de la novela se construye alrededor del sufrimiento de Magda por no poder alcanzar el amor puro y casto al que aspira porque ya ha sido envilecida: “Aquel espíritu de niña estaba ya manchado por el áspero vino de las bacanales, por el cieno pegajoso del arroyo, por todos los sedimentos asquerosos de la vida” (42). La educación está en el centro del interés de Gutiérrez Nájera y muchos de sus escritos, crónicas y cuentos, se orientan a recrear las consecuencias de su falta. Por donde se sube al cielo no es la excepción. Toda la obra está atravesada por reflexiones sobre el problema de la mala educación de las mujeres que las llevan al camino de la deshonra, de tal suerte que almas endebles, que reciben malos ejemplos y ningún auxilio educativo o religioso, terminan por caer: “¿Qué iba a hacer?

–se pregunta el narrador sobre su personaje– En el colegio, no había aprendido más que a coser, bordar y zurcir ramos. […] La religión, únicamente, pudiera haber salvado a aquella ánima que, cerrando los ojos y entumida por el frío, pasaba el puente desquebrajado encima del abismo. La mujer, aun bajo el punto de vista humano, ha menester de un auxilio religioso, o mejor dicho, místico” (18).

Belem Clark de Lara anota que si bien esta novela no es la primera en tratar el tema de la prostitución, “sí es la primera que pretende que la sociedad tome conciencia de su parte de culpabilidad en la ‘caída’ de las jóvenes desamparadas, y que ‘permita’ que éstas puedan redimirse” (xlv). Y, en efecto, la obra además de ser un detallado alegato vívido de los peligros que acechan a las muchachas que no reciben instrucción moral ni religiosa, se detiene con especial interés en exponer las dificultades que supone la redención de estas mujeres, por el rechazo social. La novela de Gutiérrez Nájera es excepcional en este corpus de obras dirigidas a recrear la imagen de la mujer caída porque el acento está puesto en el problema social, más que en el detalle de la perversión de la prostituta, aunque haya acudido a la mayoría de los motivos con los que se configuraba la imagen de la mujer licenciosa.

En este punto vale la pena hacer un paréntesis para revisar las relaciones complejas entre los discursos literarios y los científicos del momento, porque sin duda se trata de un espacio de pugnas y de influencias mutuas. Es claro que los científicos sociales y los médicos higienistas se afanaban para demostrar por todas las vías posibles la inferioridad psicológica y moral de la prostituta, con lo que se justificaba la persecución de la que se las hacía objeto, a la vez que se buscaba contrarrestar la idealización romántica en la que, según los estudiosos, incurrían los novelistas al pintarlas como ángeles caídos. Las sirvientas se venden aunque tengan fácilmente la vida resuelta —sus necesidades eran mínimas, pensaba Luis Lara y Pardo—, porque “la servidumbre constituye por sí misma un grado, aunque menos acentuado, de degeneración” (Lara, 1908: 112). Entonces, de una explicación que se pretendía objetiva y basada en la biología se derivaba, invariablemente, hacia la argumentación moral de tintes racistas y clasistas.

La pugna entre discurso científico y arte verbal se orientaba también hacia el motivo de la prostituta como víctima y con férreos argumentos clasistas no se dudaba en ubicar los orígenes de ésta en el escalón más bajo de las clases sociales, con lo que se suponía demostrada la inclinación perversa de los pobres. Luis Lara y Pardo discute la imagen labrada por los literatos con estos argumentos:

¿Sucedería lo mismo [la idealización], si todo el mundo supiera que cada una de esas mujeres no es princesa, ni un ángel caído, ni una víctima, ni una sacrificada? Ya lo hemos visto. Cada una de esas mujeres, con excepciones que, cuando se presentan, llegan a hacer época en los anales del demi-monde mexicano, ha sido cocinera, lavandera, frutera; o hija de un jornalero, del peón esclavo que pertenece, él y su familia, incondicionalmente al capataz o al mayordomo (57).

Y con estos razonamientos se buscaba combatir la simpatía que, desde su punto de vista, sentían los escritores enamorados de la bohemia y de los bajos fondos. Algunos artistas hallaban que en la seducción primera y en el posterior abandono, como hemos visto, radicaba el destino de la mujer engañada por galanes poco escrupulosos, quienes además solían ser ricos; entonces, el médico también se ocupó de atacar esta idea, pues les parecía una idea ennoblecedora de la imagen de la prostituta, así que no dudaba en afirmar contundente: “La virginidad la arrebata, no los ricos, ni los generosos, ni los elegantes, ni los apolíneos, sino los obreros, los sirvientes, la hez social” (57). Con esto se encanallaba más a las mujeres seducidas y se buscaba cerrar el paso a la idealización construida una y otra vez por los novelistas.

En lo que sí coincidían literatos y científicos era en la imaginación del final trágico de las cortesanas. Para ambos toda caída llevaba a la enfermedad y a la muerte, consecuencias naturales de una vida desordenada. La carencia de posibilidades reales para una gran cantidad de mujeres que no tenía acceso ni a la educación ni a un modo digno de ganarse la vida las empujaba a las calles a vender su cuerpo, aunque fuera por unos cuantos pesos y esta era una realidad agobiante y dramática que se vivía en las naciones al finalizar el siglo xix y principiar el xx. De ahí la proliferación de discursos de toda índole acerca del fenómeno; sin embargo, en general, ni la literatura ni la ciencia del momento consideraba en toda su magnitud la raíz del problema, así que mientras los científicos derivaban hacia lo moral y justificaban la penalización, los literatos idealizaban y cubrían de velos las condiciones sociales y económicas de estas mujeres y en ambos casos se entreveía siempre el final trágico: estaban condenadas de antemano, había que hacerlas pagar por el rompimiento del pacto de obediencia y castidad impuesto al sexo femenino.

Federico Gamboa, habitante de dos siglos, heredero de toda esta tradición romántica, adaptador de algunos presupuestos del naturalismo al catolicismo ferviente que practicaba, logra concretar con el mayor de los éxitos la imagen acabada de la prostituta literaria más memorable de las letras mexicanas: en Santa incorporó todos los discursos sociales posibles, acrisoló la tradición acumulada con lo que le dio el perfil definitivo a la imagen de la prostituta que habría de perdurar en la imaginación colectiva a lo largo de todo el siglo xx y se habría de perpetuar en canciones, en el cine, hasta ir derivando en novelas de menor calidad. Santa es originalmente el ángel puro y casto, la belleza, la inocencia encarnadas en esa muchacha pueblerina que habita un mundo en los márgenes de la modernidad y de la realidad; el idilio se derrumba con el amorío clandestino de Santa y su aborto, lo que la lleva a la expulsión del edén donde vivía. Pero Gamboa se entretiene con especial cuidado en el triunfo apoteósico de su personaje como la prostituta más cara y codiciada de la gran ciudad corrompida; recrea su belleza glorificada y los placeres de los que vive rodeada; sus intentos de volver a la vida decente, fallidos porque eran errados desde su raíz; el proceso de degradación hasta llegar a los niveles más bajos en la caída, para acabar en el castigo de la enfermedad dolorosa, la muerte y la redención final.

No me detendré demasiado en Santa porque ha sido una novela muy estudiada desde distintas perspectivas y con mucho provecho (como ejemplo, véase el libro editado por Rafael Olea, Santa, Santa nuestra). Aludo aquí a ella porque es el punto culminante de una larga historia en la formación de la imagen de la mujer caída y porque me interesa recuperar, justamente, el cariz religioso que vuelve a adquirir la metáfora: si Santa cayó, como ángel rebelde —después del engaño que sufrió con su joven don Juan, fue suya la elección de irse al burdel—, sólo puede redimirse por la fe de Hipólito que la salva después de su muerte, con lo que el círculo se cierra. Santa vuelve a ser santificada por obra de los rezos fervientes de su amante, hasta elevarla al nivel de la Virgen:

Y seguro del remedio, radiante, en cruz los brazos y de cara al cielo, encomendó el alma de la amada, cuyo nombre puso en sus labios la plegaria sencilla, magnífica, excelsa, que nuestras madres nos enseñan cuando niños, y que ni todas las vicisitudes juntas nos hacen olvidar: Santa María, Madre de Dios…” (Gamboa, 2002: 362).

Santa y la madre de dios se fusionan en una para redimir a los pecadores. No sin razón apuntó Epple a propósito de la novela: “[...] la única salvación que se le propone [a la mujer] es la reinserción al orden católico premoderno, pero desde una perspectiva de redención elegíaca” (Epple, 1999: 41). No parece haber otro camino cuando la mujer ha caído.

Como puede apreciarse en este sucinto recorrido del trayecto de la mujer caída que fue conformando la literatura, desde el siglo xix hasta llegar al xx, ha habido dos motivos fundamentales alrededor de los cuales se presentan múltiples variaciones. Primero: la mujer caída como una víctima que debe suscitar la compasión y conmover a los lectores piadosos. Todo ángel caído es resultado del engaño de hombres poco escrupulosos que la abandonan una vez deshonrada, lo que la deja sin ninguna posibilidad de conseguir un matrimonio conveniente; o bien, ha sido orillada a la prostitución porque la pobreza le cerró los caminos de la decencia. El segundo motivo es el de la minuciosa delectación en la vida suntuosa y de placeres que vive la mujer triunfadora con su cuerpo encanallado. Los literatos decimonónicos decidieron rodear a la cortesana de vinos caros, sedas crujientes, cojines mullidos con el propósito de hacer más contundente y dramática la caída final. La literatura no permitió la entrada a sus páginas de la prostituta proletaria, callejera o de burdeles miserables, sino hasta muy avanzado el siglo xx, con la escritura de Revueltas o más tardíamente con los cronistas de la ciudad monstruosa, como Armando Ramírez.6

Entre estos dos polos emerge una ambigüedad constante que casi ningún escritor pudo eludir: por un lado, está la empatía compasiva por esa mujer víctima de su circunstancia y, por otro, el rechazo temeroso a quien se imaginan poderosa y destructiva por su potencial demoniaco. La mujer caída resulta amenazante, por eso se le niega la voz y los autores irrumpen en el mundo ficticio para imponer la suya, para juzgarla y para cerrarle cualquier resquicio de redención, como no sea después de muerta, luego de la segunda y definitiva caída en la enfermedad, la cárcel y una agonía pavorosa.7 A veces se vela esta etapa, pero siempre está ahí latiendo, recordándole al lector que no puede haber final feliz en estos casos, ni puede restaurarse la armonía que se rompió con la primera caída de la muchacha. La armonía y el orden sólo se restablecen con la muerte.

Ahora bien, no obstante la insistencia con la que se ha señalado el dejo condenatorio que siempre aparece en estas obras, vale la pena destacar el hecho de que la literatura, a pesar de todo, no estuvo nunca sometida a los dictados de la moral ni se dejó supeditar a los dictámenes de la ciencia, y la prueba está en que desde muy diversos frentes se intentó hacer callar a los escritores porque no se decidían a señalar con el dedo flamígero a la mujer pública; se les censuraba por la simpatía que destilaba en las páginas de novelas y cuentos, aunque fuera una simpatía atravesada por la lástima paternal. Los discursos hegemónicos hubieran deseado una cruzada homogeneizada para desterrar el vicio y el crimen, aunque reconocieran la necesidad social de la prostitución. Les parecía que la literatura no hacía sino cubrir con un velo embellecedor la vida de estas mujeres condenables y por tanto, en el fondo, se convertía en una invitación a llevar una vida licenciosa.

Aunque los autores de esta etapa no pudieran otorgarle voz y tuvieran que condenar a la prostituta, fueron construyendo los caminos para hacer posible la entrada a la literatura de visiones encontradas y sobre todo, lograron crear un impresionante mosaico de imágenes palpitantes que todavía siguen siendo referentes en nuestro universo cultural, sin los cuales es imposible entender la vida en México en los dos siglos pasados.

Referencias

Azuela, Mariano. 1993. María Luisa, Impresiones de un estudiante. Obras completas, tomo II. México: Fondo de Cultura Económica.

Delgado, Rafael. 1995. La calandria. Ed. Manuel Sol. México: Universidad Veracruzana.

Epple, Juan Armando. 1999. De Santa a Mariana: la ciudad de México como utopía traicionada. Revista Chilena de Literatura. 54: 31-42.

Gamboa, Federico. 2002. Santa. Ed. Javier Ordiz. Madrid: Cátedra.

González, Aníbal. 2001. Abusos y admoniciones. Ética y escritura en la narrativa hispanoamericana moderna. México: Siglo XXI.

Guerrero, Julio. 1901. La génesis del crimen en México. Estudio de psiquiatría social. París-México: Librería de la Vda. de Ch. Bouret.

Gutiérrez Nájera, Manuel. 1987. Cuentos completos. México: Fondo de Cultura Económica.

Guerrero, Julio. 1994. Por donde se sube al cielo (1882). Obras XI. Narrativa I. Ed. Ana Elena Díaz Alejo. México: UNAM.

Lara y pardo, Luis. 1908. La prostitución en México. Estudios de higiene social. México: Imprenta de la Vda. de Ch. Bouret.

Olea Franco, Rafael (ed.). 2005. Santa, Santa nuestra. México: El Colegio de México.

Othón, Manuel José. 1990. Idilio salvaje. En Poemas rústicos, editado por Joaquín Antonio Peñalosa, pp. 222-229. Xalapa: Universidad Veracruzana.

Payno, Manuel. 2003. La niña indigente y los primeros ensueños. Escritos literarios II. Obras completas, t. xiv. México: Conaculta.

Plaza, Antonio. “A una ramera”. http://heron5.tripod.com/plaza1.htm#A%20una%20ramera.

Ramírez Rodríguez, Armando. 1973. Crónica de los chorrocientos mil días del barrio de Tepito. México: Novaro.

Riva Palacio, Vicente. 1997. La máquina de coser. En Cuentos del General. Obras escogidas, tomo VII., compilado por José Ortiz Monasterio, pp.55-60. México: Conaculta-UNAM-Instituto Mexiquense de Cultura, II Dr. José María Luis Mora.

Storni, Alfonsina. 1998. Tú me quieres blanca. En Poesía feminista del mundo hispánico (desde la edad media hasta la actualidad), editado por Ángel Flores y Kate Flores, pp. 154-156. México: Siglo XXI.

Tablada, José Juan. 1971. Obras 1-Poesía. Rec., ed., notas Héctor Valdés. México: UNAM.

Notas

1 Uno de los estudiosos más importantes del fenómeno de la prostitución en el México porfiriano.
2 De hecho en la edición del Conaculta aparece clasificado bajo el título de “estudios morales” en los que se agrupa una serie de textos a caballo entre el cuento que apenas aflora, reflexiones moralistas con observaciones costumbristas. Y la denominación deriva del propio Payno quien eligió ese nombre para clasificar una serie de ensayos sobre la mujer.
3 Es imposible no traer a colación aquella meticulosa descripción que hizo el psiquiatra Julio Guerrero sobre los rasgos que debía tener la mujer ideal y lo cito en extenso para que se aprecie con toda claridad los valores dominantes a principios del siglo xx: “La señora decente, que es como se designa a la mujer mexicana que reúne estas condiciones, y que en ella resume las más preciadas cualidades de nuestra sociedad, tiene también un tipo nacional. De estatura más bien alta que baja; esbeltas de talle y seno turgente, la tez de un pálido trigueño que sonrosan con facilidad los rubores de la modestia; pelo negro ó castaño oscuro, suave, largo y abundante, pies y manos pequeños, ojos negros rasgados, y de miradas entornadas, en los que brillan las ideas más puras; van y vienen constantemente, con su andar nervioso, por los corredores llenos de macetas y pájaros, ó bajo los portieres de las piezas, llevando al niño asido de su falda y difundiendo vida y contento en la casa donde reinan sobre esposos, hermanos, hijos y servidumbre con el imperio indisputable del amor” (Guerrero, 1901: 181). No hay mejor resumen que condense lo que desde la ciencia se formulaba como la imagen ideal de la mujer y que, por cierto, el mismo psiquiatra identificaba con la mujer de las clases dirigentes.
4 Y las propias mujeres lo sabían con suma claridad, la prueba es que también hicieron poemas contestando e impugnando burlonamente esta aspiración masculina:

Tú me quieres alba;

me quieres de espumas; me quieres de nácar.

Que sea azucena, sobre todas, casta. De perfume tenue.

Corola cerrada (Storni, 1998: 154).

5 Aníbal González hizo un interesante estudio sobre las relaciones entre la ética y la estética en la escritura del modernista y en él resalta la constante alusión y preocupación de Gutiérrez Nájera por el Otro y apunta: “En particular la categoría del Otro en Nájera está compuesta por las mujeres, los niños, los ancianos y los pobres, pero también por los lectores y en última instancia, yo argumentaría, por una versión personificada de la escritura misma” (González, 2001: 50). Y en ese orden de ideas, la lectura que hará el crítico se orienta a demostrar este proceso de personificación de la escritura en una niña indefensa, explotada en el circo, en el cuento “La hija del aire”. La propuesta hermenéutica de González es sumamente sugerente y se podría pensar que el texto “El dominó” que he traído a colación sería susceptible de una interpretación de este tipo, lo que sin duda enriquecería sus posibilidades de lectura, pero no es esto lo que ahora persigo, sino rastrear el proceso de creación de la imagen de la mujer caída en la literatura y las connotaciones que va adquiriendo esta figura.
6 En su Crónica de los chorrocientos días del barrio de Tepito (Ramírez, 1973: 1973), deja un espacio para relatar la historia de una prostituta de los bajos fondos y el relato lo hilvana la voz de ella.
7 Mariano Azuela también escribió por lo menos tres obras en las que recrea la decadencia de sendas mujeres caídas en la prostitución (María Luisa, Impresiones de un estudiante y la Malahora). En la primera va sembrando una serie de aseveraciones que revelan su absoluta pertenencia al horizonte ideológico del porfiriato: “Así como al despertar de sus sentidos no había podido resistir la influencia de su raza degenerada, detenida solamente por artificios de educación, al encontrar en el alcohol el remedio de sus penas, una vez dado el primer paso, nada ni nadie sería capaz de contenerla; y empujada por la maldita herencia quedaría hundida para siempre.

Su voluntad de hembra valiente y noble en las tormentas de la vida cayó rendida al primer golpe asestado por su sentimiento netamente humano; pero el de maza de su amor infortunado le arrancó la última resistencia. Y como pluma flotante, siguió los impulsos del huracán” (Azuela, 1993: 745). En Impresiones de un estudiante se detiene a recrear con especial atención el momento de la enfermedad incurable de la mujer (tuberculosis) de la que morirá sin remedio. En ningún caso hay salvación para esas mujeres víctimas de su herencia de sangre y de sus imprudencias.



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