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Luis G. Urbina, la definición de un género literario
Luis G. Urbina, definition of a literary genre
Nóesis. Revista de Ciencias Sociales y Humanidades, vol. 25, núm. 49, pp. 160-178, 2016
Universidad Autónoma de Ciudad Juárez



Recepción: 21 Enero 2014

Aprobación: 13 Agosto 2014

Resumen: El artículo es una aproximación crítica a las crónicas del autor mexicano Luis G. Urbina; investigación que encontró su origen en la importancia de la crónica modernista como espacio creativo y reflexivo cuyas características y alcances aún hoy generan un sinnúmero de trabajos críticos. Tanto José Martí como Manuel Gutiérrez Nájera y otros de los autores emblemáticos del modernismo, han sido escrutados y valorados a lo largo de estos años. Sin embargo, Urbina ha permanecido relegado a las historias de la literatura y a las bibliotecas, lo cual sugiere un casi nulo conocimiento de su obra. En este ensayo se analizan algunos de los textos incluidos en su libro Cuentos vividos y crónicas soñadas, publicado en 1915, para contribuir a la revalorización y difusión de su obra a 150 años de su nacimiento.

Palabras clave: Urbina, Modernismo, Literatura mexicana, Crónicas.

Abstract: The following is a critical approach to the chronicles written by Mexican author Luis G. Urbina; research that found its origin in the importance of modernist chronicle as creative and thoughtful space whose characteristics and scope still generate a number of critical works. Both José Martí and Manuel Gutiérrez Nájera and other iconic authors of Latin American modernism, were counted and valued throughout the years. However, Urbina has been relegated to the histories of literature and libraries, suggesting almost no knowledge of his work. This paper discusses some of the texts included in his book Cuentos vividos y crónicas soñadas (Tales lived and dreamed chronic), published in 1915, to contribute to the presentation and dissemination of his work, 150 years after his birth.

Keywords: Urbina, Modernism, Mexican Literature, Chronicles.

Pórtico: La crónica modernista1

Hablar de crónica modernista es hablar de un espacio literario constituido por una multiplicidad de géneros, que obedece a reglas tan libres y tan ceñidas como el mismo cronista le diera.

Nada hay menos seguro que delimitar con rigor las fronteras del género. Colinda la crónica con muchas manifestaciones en prosa que, en un grado y otro, pueden serle vecinas: el ensayo, la crítica, el relato, el apunte descriptivo, el poema en prosa. O mejor sería decir: se aprovecha ocasionalmente de ellas, o deriva sin acaso pretenderlo el autor hacia cualquiera de esas modalidades (Jiménez, 1987: 546).

Es así como la crónica se establece como un lugar de concentración, sin embargo, dicha característica de mixtura deviene en una unidad singular y autónoma, moderna en sí misma. Por otro lado, los autores modernistas convirtieron o dieron forma a sus crónicas como un apéndice de su obra poética. Es decir, lo prosístico no excluía lo poético, las preocupaciones estéticas, la forma de abordar el mundo o la realidad vivida. La columna semanal no era precisamente la obra de un periodista como tal. El escritor modernista se excluía de los patrones que regían a los reporteros y a los demás trabajadores del medio impreso. Lo primordial en la labor del escritor fue aprovechar dicho espacio, utilizarlo a partir de su propia poética, de su estilo. Por ello las crónicas no pueden ni deben ser excluidas de la obra total de cada autor, en ellas está la crítica de su tiempo, la valoración estética de sus contemporáneos, la descripción de los días modernistas, y sobre todo, la realización de la literatura cuyo valor supera lo meramente temporal. A pesar de ser textos sujetos a un tiempo preciso, el tratamiento prosístico se eleva para formular un texto literario que se desprende de lo momentáneo para instalarse en lo literario, en ello radica la importancia de las crónicas; más allá de su significación histórica, son expresiones artísticas, individuales y complementarias de la obra poética del autor. De este modo, la crónica habría de aportar no sólo una práctica de escritura a los modernistas, sino una conciencia concreta de su instrumento y nuevas formas de percepción. Porque terminó cambiando incluso la concepción de los temas poetizables: el hecho concreto, lo prosaico, la vida diaria, el instante, todo es capaz de convertirse en poesía, pasado a través ‘del alma’ del poeta (Rotker, 1992: 125).

Espacio de expresión personal, la crónica debía también ser concebida teniendo en cuenta al receptor de los textos; por lo tanto, este género tuvo mayor difusión y pudo ser leído por una cantidad significativa de lectores. De no ser por las crónicas, el vínculo entre el escritor y el lector se hubiera hecho mínimo, sólo para aquellos que tenían al alcance las ediciones poéticas. Por ello, al darse cuenta de la accesibilidad de sus textos, el escritor tomaba parte fundamental en la instrucción del público lector, la crónica se volvió no sólo espacio creativo, sino crítico. El escritor se esmeraba en el trabajo verbal, en las imágenes utilizadas, en la creación literaria como tal; atendiendo paralelamente a la proximidad de los temas a tratar, al entendimiento con el lector. Sin embargo, en la práctica no siempre se lograba dicha agilidad ya que, espacio de experimentación literaria, la crónica contenía asimismo las inquietudes estilísticas del autor, lo cual se expresaba, en algunas ocasiones, en complejidad.

Urbina, cronista

A finales de 1914 Luis G. Urbina (Ciudad de México, 1865-Madrid, 1934) comienza a realizar una primera antología de crónicas como parte de un proyecto que abarcaría la compilación de sus prosas escritas a lo largo de 28 años en las publicaciones periódicas del país.2

Este primer volumen precedería a otros cuatro, separados por tema. Los cinco volúmenes tendrían el objetivo de poner a la mano de sus lectores las mejores crónicas y ensayos que el autor habría de rescatar de su amplia producción periodística. El primero estaría compuesto de “escarceos de imaginación y ejercicios de estilo”; el segundo y el tercero de crónicas y crítica teatral; un cuarto de “rápidos esbozos de psicología”, y un último de crítica literaria (Urbina, 1988: XIII).

Tal y como lo advierte Urbina en el prólogo de Cuentos vividos y crónicas soñadas, la labor consistía no sólo en recuperar todos los textos aparecidos en casi tres décadas, sino corregir y elegir un corpus que diera cuenta de su pensamiento y su estilo: “Como trapero que picaba basura, recogí, a la buena de Dios, de un fárrago de papeles viejos, algunos centenares de artículos míos, los que juzgué de vida más amplia que la efímera que les dio la impresión instantánea” (Urbina, 1988: XIII).

“Literatura de pompa de jabón” había llamado Urbina a todas las crónicas escogidas para su primer volumen de prosa. Quizá tenga que ver con una cuestión que permea todo el libro, y esto es la ausencia de noticias. La crónica para Urbina no era el medio por el cual detallaba o recreaba los eventos de la semana. Comprendía un horizonte amplio de temas y tratamiento. Si bien hay en las crónicas problemas de su momento presente, se evaden aquellas noticias violentas o las notas frívolas. La crónica para el poeta fue el medio para evocar su vida, para advertir a su público lector de las vicisitudes de ese mundo actual, y para realizar bocetos impresionistas de la naturaleza. Literatura de pompa de jabón en el sentido de que es la imaginación la que eleva la crónica, en tanto es, según Urbina, instantánea, frágil, perecedera. Sin embargo, la crónica de Urbina trasciende su presente al estar encallada en la ilusión, la esperanza, el amor idílico, la imaginación y el asombro ante la belleza.

Asimismo, la crónica es concebida como una plática íntima, personal, donde el cronista relata lo ocurrido o lo imaginado como si estuviese en la cercanía de sus amigos, o mejor aún, de una amiga ideal. Por consiguiente, la tarea del cronista consistía en “coger en el lento arroyuelo del noticierismo algunas doradas arenillas de ilusión para espolvorear en ellas esta charla confidencial, que es a manera de repositorio, en la batahola constante de mi vida ordinaria”, (Urbina, 1988: 49) ya que las crónicas son impresiones del día, escarceos literarios a través de los acontecimientos, urdimbres retóricas en torno de la vida que pasa; y, aunque, a veces, entro en subjetivismos impertinentes, cuido de no soltar el hilo de la oportunidad, y con él muevo, a manera de titiritero experto, las marionetas epilépticas de la revista hebdomadaria (Urbina, 1988: 115).

Urbina no sólo requería que su imaginación y su memoria estuviesen al alcance de sus lectores; la crónica debería estar escrita en una prosa cuya hermosura atrajera a la lectura y cuyo entendimiento estuviese claro, sin rebuscamientos:

Gusto de encontrar un vocablo hermoso, refulgente y pulido, como una hoja de acero; me extasío al hallarme en los rincones del entendimiento, hurgando y removiendo en el bazar del lenguaje, un epíteto claro y sonoro, como una placa de cristal a través de la que se vean las cosas engastadas en iris (Urbina, 1988: 71).

En este sentido, hay en Urbina una preocupación constante sobre el lenguaje que le era necesario a la crónica. Por ello, y muchas veces también como disculpa por centrarse más en el trabajo formal de la prosa, entre la crónica misma incluía un párrafo que lo definiera y lo ubicara frente al lector por ese su “oficio de incansable buscador retórico, de afanoso platero de tropos y metáforas, de pulidor de vidrios y gemas en los vocablos rudos y groseros, de paciente miniaturista de frases irisadas y suaves, de amoroso batihoja del lenguaje” (Urbina, 1988: 213).

En la elección de los temas a tratar Urbina desechaba las noticias que no fueran de su agrado personal, ya que creía que no ayudaban en nada a los lectores a su integridad como personas.

Este periódico no es callejero [...] Suele asomarse para ver lo que pasa en el arroyo; y hasta toma instantáneas de episodios populares, y hasta se ocupa, de cuando en cuando, en poner márgenes retóricos a cuadros vulgares de la vía pública pero todo ello lo hace, cuando lo hace, por un espíritu de piedad, por un afán de mejoramiento humano, por una tendencia espontánea para señalar un mal para su corrección; de dar, como puede y sabe, una lección moral (Urbina, 1988: 138).

Es preciso anotar que en este volumen Urbina realizó una selección de prosas que se ciñese a su visión ideal de crónica; por consiguiente, las noticias de asuntos criminales las confinó en un volumen posterior, Psiquis enferma,3 donde realiza pequeños cuadros sociológicos de nota roja y de vicios de la sociedad.

En Cuentos vividos... el hilo conductor de los textos es la imaginación, la memoria y la aprehensión la naturaleza. Por lo tanto esas noticias que pasan oscuras y viscosas, vulgares y repugnantes, esas sabandijas de la gacetilla —la riña callejera, el robo rateril, la estafa común, el escándalo de la cortesana, el suicidio de un degenerado— son demasiado groseras y fuertes para morder el anzuelo de oro de una crónica. Lo romperían (Urbina, 1988: 50).

Este conflicto entre la realidad y la imaginación Urbina lo resolvía de manera virtuosa, por ello el título del libro, la superposición de los planos cronísticos. Es decir, “la realidad suele tener empeño en vencer a la imaginación; pero la realidad no puede hacer más que parodias torpes de los poemas de la fantasía. Entre lo soñado y lo vivido hay la misma diferencia que entre una estrella y una piedra preciosa” (Urbina, 1988: 229). En un mismo plano, la realidad y la fantasía convergen para definir una crónica cuya belleza y magnificencia admiren al lector. En este sentido, podemos ver la elección del tema a tratar en dos momentos: “la semana vacía de asuntos, me provoca a correr por los campos de la fantasía” (Urbina, 1988: 115) y, en contraparte, “no haré aquí, no, señor, una impresión rojiza y oscura de los dos sucesos culminantes de la semana” (Urbina, 1988: 137). En estos dos párrafos podemos ver que la intención de Urbina en la crónica no era una labor periodística simplemente. Estaba, claro, supeditado a lo semanal, pero en esa subordinación Urbina se acercaba más a lo subjetivo, a lo imaginado, por ello el subtítulo de las “Crónicas soñadas”: “Subjetivismos”, ya que, a pesar de las noticias, el interés de su crónica está en lo reflexionado a partir de lo visto como parte de la vida cotidiana. Más allá de ser una torre de marfil, el autor rehace con su crónica el mundo objetivo, la utiliza para dejarse ir a los terrenos de la fantasía; “cuando nada nos confía la realidad, la ilusión se encarga de distraernos. Nos forjamos en estos días mustios y fríos, la historia legendaria que cada uno lleva en el fondo de su espíritu. [...] Estos son los días de las aventuras interiores, de los episodios ideales” (Urbina, 1988: 52).

Es así como a partir del contexto presente o vivido, Urbina desarrollaba la crónica al poner a vuelo la pluma y la imaginación:

Esta crónica mía, está tejida de discreteos y sutilezas. Es como un flirt literario en el que suelo poner más de mí mismo que en las otras labores periodísticas, [...] el asunto es sólo un pretexto para ir de un lado a otro del universo imaginativo, que, con ser tan vasto, suele recorrerse en locos vuelos de fantasía (Urbina, 1988: 49).

Urbina detalla en un párrafo la preeminencia de la imaginación sobre lo real: “Lo entrevisto en la fantasía, sin contornos precisos y en un abismo de plata virgen, se impone a lo que perciben nuestros sentidos, en el bullicio de la vida real, con lineamientos marcados y tintes seguros” (Urbina, 1988: 245). En este sentido, lo emocional otorgado por la imaginación será más pertinente para la crónica ideal. Por ser un texto cuyo detalle está en la decoración prosística, en la belleza de la crónica como objeto artístico, las reflexiones, las hondas reflexiones sobre el acontecer moderno y la sociedad se evaden. Primero, por el interés propio de Urbina frente a sus crónicas: “Yo no soy más que un cronista; he recibido una impresión y la anoto: No me creo obligado a hacer tantas filosofías sobre asuntos que no conozco” (Urbina, 1988: 234); y, segundo, por la naturaleza propia de las crónicas: “El asunto de un artículo de periódico es a manera de un globo cautivo. Cuando empiezan a soplar vientos de filosofía, y el globo quiere romper sus ataduras, es prudente hacerlo descender. Pudiera escaparse” (Urbina, 1988: 239).

Hemos dicho que Urbina elaboraba su crónica como si fuese una plática íntima, como confidencia. Por ello el autor, utilizando una fórmula retórica, entabla un diálogo con una “amiga ideal que me acompañas a todas partes” (Urbina, 1988: 51). A partir de esa presencia imaginaria, Urbina demarca los tonos y las reflexiones que vertería en la columna. En este sentido, el autor defiende la supervivencia de lo emotivo y lo bello, simbolizado esto por lo femenino y lo infantil.

Estas hojas atadas y arregladas para formar un número de revista, van a ser, en su mayor parte, un pasatiempo de buenas almas; las abrirán manos femeninas o infantiles; las leerán ojos tranquilos. Estas páginas llevan unos granos de ilusión a los corazones sencillos, a los que todavía laten al ritmo de un verso suave y fragante que se columpia en la fantasía, como en un jardín una flor mecida por un hálito de brisa (Urbina, 1988: 137).

Por ello, más que centrarse en la noticia, anclará su prosa en la imaginación y la fantasía; esto es, aboga por el ensueño como alimento del espíritu frente a los embates deshumanizadores de la modernidad.

Tú quieres que te cuente cuentos serenos, claros, graciosos y puros. Tú quieres que te haga la vida romántica, ¿no es eso? Tú quieres que te hable no de los engaños y desengaños del mundo, sino de las esperanzas, bellas por remotas, de los soñadores, dulces por altos e intangibles (Urbina, 1988: 139).

Temas: crónicas de ciudad

La crónica también fue el medio por el cual el literato aprehendió la transformación urbana, física y social, de finales del siglo XIX. A veces dicha labor orillaba a Urbina a la crítica, aunque velada, de su tiempo y de la sociedad. En “El Ministro y los poetas” el autor evoca la suciedad y lo intransitable que era el paseo por el bosque de Chapultepec en la ciudad de México, y agradece al Ministro de Economía el haber adoquinado y el haber embellecido con flores y árboles los caminos del bosque para la recreación de los individuos y sobre todo de los poetas, porque en esa belleza moderna —la restauración de un bosque que parecía más bien una selva inexpugnable— está la mano del hombre que realza la naturaleza para el regocijo de los artistas y del paseante en general —“la selva en ruinas se convirtió en mansión primaveral y en alcázar feérico y deslumbrante” (Urbina, 1988: 126). Esta crónica es más que nada una carta de agradecimiento al ministro, que en su carácter de hombre de progreso reconvierte lo salvaje según los cánones estéticos de belleza del momento: “a mí, poco ducho en penetrarme de las graves cuestiones de la finanza, me conquistó — años ha que me conquistó— el hombre que tan cariñosamente cuida los árboles, y muestra gusto tan exquisito en plantar flores, y con tan delicada finura mima y hermosea el bosque” (Urbina, 1988: 127).

“Instantáneas de invierno” es un texto donde Urbina realiza una recreación de la ciudad y de sus habitantes en la temporada invernal, detallando las diferencias entre los inviernos europeos y los mexicanos; capta el sentimiento popular por dicha estación y transmite su emoción por esa atmósfera, que es más bien una “dulce melancolía de la primavera”, un invierno peculiar donde no hay descanso ni de la tierra que aún da flores hermosas, ya que Nuestra tierra es una perpetua enamorada del cielo; lo ve siempre tan lindo, tan azul, tan bruñido y luminoso por el día, y tan lleno de estrellas por la noche, que todo su afán es acercarse a él para besarlo. Y sus deseos pequeños, sus caprichos infinitos de amante, sus múltiples y variadas tentaciones, salen a la superficie en pétalos de todas las formas, en hojas de todos los colores, en cálices de todas las esencias. Y por eso hay siempre flores en nuestros jardines; son promesas de besos (Urbina, 1988: 135).

Sin embargo, en su deseo está el invierno blanco, aquel frío que concibe leyendas. Esta es una crónica de especial belleza, matizada a partir de una emoción literaria, que aprehende tanto su sentir y sus anhelos, como lo urbano cotidiano.

“Mérida entre dos luces” —perteneciente al conjunto “Croquis de un viaje”— responde a la impresión que le causó un viaje a aquellas tierras. Urbina describe el asombro que le suscitó la población que, a sus ojos, se encontraba entre la modernidad y la tradición. Sin más referentes urbanos que los de la ciudad de México, el autor se extasía haciendo un listado de los elementos de la localidad:

Por el día esta ciudad se ve moderna, modernísima. [...] Las casas, limpias, nuevas, recién pintadas de temples claros; los pavimentos, de gris terso, sin quebraduras, sin máculas; [...] las plazas, los jardines, a la inglesa, [...] las calles, derechas eso sí, y formando avenidas rectas que cuadriculan con exactitud matemática la ciudad [...] El lujo aseado y la elegancia armónica y virginal de las cosas, dan a la capital yucateca una simpática fisonomía de novedad, de higiene, de limpieza (Urbina, 1988: 109-110).

Después de esta vista panorámica, el cronista se detiene en la descripción de la gente, que en estricta armonía y concordancia idílica realiza sus actividades diarias:

lo que personaliza y distingue al pueblo yucateco es su laboriosidad alegre, su franca disposición para el trabajo, su risueña voluntad para cumplir fielmente la tarea, su hábito de moverse en el diario trajín, y su inclinación a crearse necesidades que cubrir, a aspirar, a tender al mejoramiento (Urbina, 1988: 111).

Pero, entre todas estas refulgencias, el autor hace hincapié en “las dos luces” de Mérida: el progreso y la valoración del pasado. Ya que Mérida “no destruye, no derrumba, recompone y retoca, [...] Mérida es, a pesar del progreso, la muy noble y leal ciudad, cubierta de recuerdos heroicos y de románticas y caballerescas memorias” (Urbina, 1988: 114).

De este modo, la aprehensión de lo urbano está directamente relacionada con lo social. La crónica de ciudad realizada por Urbina, en este caso una población del interior del país, tiene que ver con las impresiones que de la arquitectura, de los artificios humanos y de las emociones sugeridas por la contemplación le vienen. Sin embargo, frente a la novedad, sea ésta de la localidad visitada o de los eventos citadinos, el autor se inserta en su tiempo y en su sociedad nombrando lo que observa.

El paseante —sujeto curioso— sale en la crónica a expandir los límites de su interioridad. De paseo, no sólo reifica el flujo de la ciudad, convirtiéndola en materia de consumo, e incorporándola a ese curioso estuche —o vitrina— que es la crónica. Además el cronista-paseante, en el divagar turístico que lo individualiza y distingue de la masa urbana, busca —en el rostro de ciertos otros— las señas de una virtual identidad compartida (Ramos, 1989: 131).

Temas: crónicas de naturaleza

Uno de los temas fundamentales en la crónica de Urbina es la naturaleza. El autor destinó muchas de sus páginas a captar lo observado en sus viajes, a transmitir el deleite de los sentidos originado por los elementos del paisaje y sus variaciones cromáticas. No son, así, un mero cuadro plasmado por medio de la palabra, descripción minuciosa del paisaje, sino que consisten en recreación emocional de lo experimentado al contemplar lo portentoso de la naturaleza. Antonio Castro Leal comenta que “el paisaje de Urbina pertenece ya a una época impresionista: la anotación es más rápida, las luces más nerviosas y cambiantes; toques sabios equilibran el paisaje o le dan relieve y profundidad en sus contrastes luminosos o sombríos” (Urbina, 1969: 11).

“Croquis de un viaje”, conjunto de cuatro crónicas escritas a partir de una gira realizada por el sureste del país, son ejemplos significativos del gran número de prosas que el autor escribió sobre la naturaleza. En estos textos Urbina intenta apropiarse de lo ajeno —el paisaje de la región— por medio del color y expresar así su estado de ánimo. Tres de estos textos están escritos en Campeche desde tres puntos de observación distintos: en la orilla del mar, en la plaza central del poblado y en la cima de una montaña. De este modo, pretende aprehender la totalidad del espacio visitado y así construir con la prosa las emociones que aquel viaje le prodigó.

En la crónica “En charla con el mar” el autor personifica al mar como su amigo e intenta descifrar los matices cromáticos de la inmensidad oceánica: “¿Qué color es éste?” se pregunta; “es un verde diluido en albura, brumosa que aquí y allá, de pronto, inesperadamente, al salto de una onda, al brinco de un rayo de luz, brilla y chispea con fuegos efímeros y repentinas transparencias” (Urbina, 1988: 92). Sin embargo, “esto que sucede aquí, a mis pies, no es lo mismo que pasa un poco más allá, donde las aguas de azul lapislázuli, de compacto y firme azul, tiemblan dulce y rítmicamente con movimientos de seda vieja” (Urbina, 1988: 92). Y pareciera que contesta fraternalmente a Manuel Gutiérrez Nájera cuando éste declara: “¿creéis que el agua es una misma?

¿No veis que hay una azul, y otra verde, y otra color de rosa, y otra color de oro, y otra plomiza, y otra blanca[?]” (Gutiérrez Nájera, 1992: 156). Entonces el autor utiliza correspondencias cromáticas con los metales y las piedras preciosas para captar los matices del momento a describir:

el sol cae con violencia impaciente y, poco a poco, la sangre de rubí del ocaso —que las nubes oscuras estrían con rígidas y rizadas bandeletas, como fantásticas y enormes salamandras— se hace enfermiza y anémica, y convierte sus oros y púrpuras fulgurantes, en pálidos violetas, en vinosos lilas, en cloróticos ocres, en tibios y románticos amatistes [sic], en cremas desteñidos, en lánguidas y otoñales rosas. [...] A partir de este instante, la policromía marina va uniformando su tonalidad en oscuros amarantos con salpicaduras de diamante, y un cabrilleo metálico reverbera en las confusas lejanías. El cielo profundo oscurece los zafiros de su bóveda, y en el pedazo más limpio y hondo, parpadea, con irisaciones de joya, el pensativo Sirio (Urbina, 1988: 93-94).

Los esbozos de naturaleza de Urbina se centran en la mezcla vertiginosa de los colores, como en trazos múltiples que ayudan a la composición del cuadro en su totalidad. Cuando destina la observación y el interés literario en el paisaje como tema de su crónica busca aprehender los efectos variables de la luz y el color por medio de la palabra. Esto es, nombrar las tonalidades y los contrastes, hacer perdurable lo fugaz. Por consiguiente se puede decir que el impresionismo es la técnica de la instantánea cromática [del modernismo], la de figurar los acordes vibratorios, la inestabilidad óptica del color ambiental. Corresponde a una visión móvil, exenta de contornos fijos, sólo representable a través de lo inacabado: del apunte, [...] del boceto. La sensibilidad impresionista impone el rechazo de la sucesión y de la distinción, abolidas por un simultaneísmo sensual que se deleita en la notación inmediata y espontánea de estímulos evanescentes (Yurkievich, 1997: 23).

En “Mediodía costeño” describe de este modo la multiplicidad de verdes en la plaza central de Campeche. “El verde es el matiz que resalta, mejor dicho, los verdes son los matices, porque hay un verde oscuro, brillante, jugoso, y otro verde flavo, tristón y opaco, y otro verde seco, complicado de carmines, y otro verde húmedo y fresco, verde submarino y soñador” (Urbina, 1988: 98). También hace una descripción somera de los elementos arquitectónicos del poblado: las calzadas, los faroles, las tazas de la fuente, los portales, la catedral y la capilla. Asimismo, en la tercera crónica de este conjunto, “Una tarde en ‘La Eminencia’”, Urbina se deleita con la caída de la tarde: “El ámbar nítido y esplendente del Ocaso, dora a fuego la remota franja del mar. Al Norte y al Oriente, el firmamento, sin tonalidades ígneas, es de nácar. Las olas son de un azul de Sajonia con extensas y tenues manchas de luz que tienen reverberaciones cobrizas” (Urbina, 1988: 101).

Cabe advertir que la descripción de las variaciones cromáticas no está exenta de reflexión personal. Ante la impresionante magnitud de la naturaleza, Urbina se cuestiona por sus preocupaciones humanas. En un imaginario diálogo con el mar, éste le reprende:

—¿Y qué es tu vida, pobre diablillo del mundo, qué es tu vida? Mídela con la mía; compara tu dolor con mi grandeza; piensa en tu destino contemplando mi horizonte; pon tu pensamiento sobre la línea donde me junto con el cielo.

¿Verdad que todo dentro de ti se empequeñece, se desvanece, se esconde? Eres un átomo que sufre, un átomo, y te quejas como una montaña. Arroja sobre mí tus penas, y tus memorias, y tus esperanzas, y tus desilusiones, y verás cómo caben en el hueco de una ola (Urbina, 1988: 94).

En este sentido, al igual que Gutiérrez Nájera, Urbina busca “expresar los aspectos plásticos del color, y, al mismo tiempo, deshacerse de las restricciones del mundo material y recrearse en la contemplación de un color en abstracto. Este color simboliza una condición anímica” (Schulman, 1968: 149).

Tres lagos, un ejercicio de correspondencias

Uno de los poemas más notables de Luis G. Urbina es “El poema del lago”, en el que desarrolla a plenitud todos sus propósitos estéticos. En Cuentos vividos... se encuentra “Frente al Chapala”, antecedente de lo que sería ese proyecto literario. Manuel Gutiérrez Nájera escribe con anterioridad una crónica sobre un paseo en el lago de Pátzcuaro.4 La forma de captar las particularidades de dicho espacio natural entre los dos escritores no diverge sustancialmente, aunque el tema de las crónicas sea distinto. Lo interesante es observar los medios estilísticos por medio de los cuales accedieron a la representación de un lago y de algunos de sus elementos.

Gutiérrez Nájera escribe en su crónica: “¿Por qué no atribuir color a las sensaciones, si el color es lo que pinta, lo que habla en voz más alta a los ojos, y por los ojos al espíritu?” (Gutiérrez Nájera, 1992: 153). Tiempo después Urbina trataría de describir en su crónica lo que “larga y perezosamente estoy sintiendo en esta soledad azul y verde, en la que bebe mi espíritu, sorbo a sorbo, un poco de descanso y olvido” (Urbina, 1988: 85). Ya que “aquí en el campo [...] toma uno, por la sugestión del medio que le rodea, ese aspecto de las plantas, de los árboles, de las flores. [...] Entramos en la existencia vegetativa como en un sueño de placidez vaga, [...] en el que las cosas fraternizan con nosotros” (Urbina, 1988: 86). De este modo el autor comienza la apreciación del paisaje natural intentando sumergirse en los mismos elementos que observa para detallarlos y así encontrar un remanso de belleza en su propia existencia, quizá como una evasión que viaja bajo el derrotero de la naturaleza.

El primer elemento de fascinación lo constituye la policromía del agua: “No me canso de ver frente a mí el agua que ondula, ligeramente emblanquecida por una luz brumosa, perlada” (Urbina, 1988: 87). Comenta Urbina en un primer acercamiento; posteriormente continuará la idea en su poema: “Es un gran vidrio glauco, y es terso y transparente, / y copia, espejeante, la playa florecida, / con un matiz tan rico, tan claro, tan valiente, / que el agua da, a colores y a formas, nueva vida” (Pacheco, 1978: 112). Sin embargo, “El lago soñoliento no canta sotto voce; / no tiembla. Vive en una tranquilidad que asombra” (Pacheco, 1978: 112) ; “el lago no está colérico, ni triste; no tiene mal humor, no amaneció cansado de su noche de insomnio” (Urbina, 1988: 87). No obstante, en ese sosiego del agua asoma un leve temblor; Gutiérrez Nájera lo advierte: “¿Veis una ola? Pues es el ejército de una nación de gotas, que se echa encima de otra para conquistarla” (Gutiérrez Nájera, 1992: 153). La descripción metafórica del suceso en Urbina es más lúdica que agresiva:

Una ola, en su efímera falda de cristal, trae el penacho; lo deja, no, lo deposita en la húmeda tierra de la orilla: vase cantando; pero cátate que ahí llega otra ola corriendo, y adelanta también su clara falda, y en ella quiere atrapar el pingajo de hierba, que se agazapa en la arena, como con tentáculos, con sus mojadas ramazones (Urbina, 1988: 87).

Posteriormente, en la inmensidad del lago aparece una embarcación: “una canoa, con la vela hinchada, como una ala que se encorva, va rumbo al Oriente con rapidez de pájaro; un bote, semiborrado por la distancia, brinca en las olas, moviendo a compás sus delgadas patas de insecto” (Urbina, 1988: 89). Imagen que se encuentra anteriormente en Gutiérrez Nájera: “Vemos moverse las palitas de los remos, y pescador y chalupa se nos figuran un palmípedo que chapotea zambullido en el agua” (Gutiérrez Nájera, 1992: 153). Al otorgarle figura de insecto a la embarcación, Urbina y Gutiérrez Nájera —en una profunda correspondencia— revelan el anhelo de darle vida a lo inanimado; es decir, hacer frente a lo mecánico (moderno) por medio del recurso literario que naturaliza al mundo; volver al origen, a lo sustancial y bello que convive en la naturaleza.

En la escena narrada por Urbina se encuentra un elemento que requirió profundización poética; en la crónica es apenas una duda: “De no sé de dónde, débil y aflautada, viene la voz de una mujer que canta” (Urbina, 1988: 89); en el poema es un soneto completo:

En el silencio triste de la noche que empieza, se oye una voz que viene de lejos, de una mancha distinta en las penumbras solemnes, de una lancha que sobre el horizonte su mástil endereza.

Bronca es la voz, de un timbre de salvaje fiereza; mas al cruzar del lago por la sonora plancha, yo no sé en qué misterios musicales, ensancha la canción, su doliente y adorable tristeza.

Solloza humanos duelos la popular y ruda canción, y los desgrana sobre la noche muda... son del dolor perenne, los viejos estribillos.

Un alma primitiva cantando está un tormento; y es una voz que lleva por acompañamiento el diálogo estridente de los insomnes grillos (Pacheco, 1978: 120).

Así, la crónica de Urbina es un esbozo cuya lectura enriquece el poema en tanto da cuenta del proceso creativo del autor. Por otro lado, resultan esclarecedoras las correspondencias con el texto de Gutiérrez Nájera, ya que es evidente la influencia y el recorrido de un mismo sendero literario en tanto apreciación de la naturaleza y su conversión en crónica.

A través de este breve paseo por algunas crónicas, se ha visto que la imaginación modernista de Urbina es una continua apropiación de la belleza, ya sea en lo que la naturaleza le ofrece o en lo que en la fantasía encuentra. Espacio de memoria, lugar donde convive lo moderno con lo romántico, la crónica de este autor se deleita en su interior amoroso, en la forma de aprehender lo humano, en defender la importancia de las emociones como una forma de humanizar su presente, moderno por mecánico. La imaginación de Urbina, de este modo, anida en el sentimiento y la conciencia de la palabra, se expresa como modernista, siente como romántico. En la narración de su presente, ante la novedad y lo cotidiano, la crónica —artificio luminoso— y la belleza, sea en la palabra o en lo narrado, encuentran fragilidad y eternidad.

Referencias

Gutiérrez Nájera, Manuel. 1992. Cuentos, crónicas y ensayos. México D.F.: UNAM. (Biblioteca del Estudiante Universitario, 20).

Jiménez, José Olivio. 1987. El ensayo y la crónica del modernismo. En Iñigo Madrigal, Luis (coord.), Historia de la literatura hispanoamericana, Tomo II, Del neoclasicismo al modernismo, pp. 537-548. Madrid: Cátedra.

Pacheco, José Emilio. 1978. Antología del modernismo [1884-1921]. México D.F.: UNAM (Biblioteca del Estudiante Universitario, 90).

Ramos, Julio. 1989. Desencuentros de la modernidad en América Latina. Literatura y política en el siglo XIX. México D.F.: Fondo de Cultura Económica.

Rotker, Susana. 1992. Fundación de una escritura. Las crónicas de José Martí. La Habana: Casa de las Américas.

Schulman, Ivan. 1968. Génesis del modernismo. Martí, Nájera, Silva, Casal. México D.F.: El Colegio de México-Washington University Press.

Urbina, Luis G. 1988. Cuentos vividos y crónicas soñadas. Edición y prólogo de Antonio Castro Leal. México D.F.: Porrúa Hnos. (Colección de Escritores Mexicanos, 35).

Urbina, Luis G. 1969. Los cien mejores poemas de... Selección, prólogo y notas de Antonio Castro Leal. México D.F.: Aguilar.

Yurkievich, Saúl. 1996. La movediza modernidad. Madrid: Taurus.

Yurkievich, Saúl. 1997. Suma crítica. México D.F.: Fondo de Cultura Económica.

Notas

1 Este ensayo es resultado de una investigación de mayor aliento titulada “La imaginación modernista en Luis G. Urbina”, que realicé en 2003, sobre el libro de Urbina Cuentos vividos y crónicas soñadas. Disponible en: http://uploads.worldlibrary.net/uploads/pdf/20121201012523urbina1994_pdf.pdf.
2 La primera crónica firmada por Urbina se encuentra en La Juventud Literaria, México, 3 de julio de 1887.
3 Urbina, Luis G. 1923. Psiquis enferma, México: El libro francés.
4 “El lago de Pátzcuaro”, publicado en Revista Azul, 8 de julio de 1894; “Frente al Chapala”, escrita en 1905, y “El poema del lago”, escrito en 1907.


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