Humanidades

Del personaje a la persona. La referencia a personas reales en textos narrativos factuales

From character to person. A contribution to the study of characterization of real people in factual narrative texts

Martín Ignacio Koval
Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas (Conicet) / Universidad de Buenos Aires (UBA) / Universidad Nacional Arturo Jauretche (UNAJ), Argentina

Del personaje a la persona. La referencia a personas reales en textos narrativos factuales

NÓESIS. REVISTA DE CIENCIAS SOCIALES, vol. 31, núm. 61, pp. 226-242, 2022

Universidad Autónoma de Ciudad Juárez

Recepción: 26 Febrero 2021

Aprobación: 15 Abril 2021

Resumen: En este trabajo proponemos algunos argumentos a favor de la diferenciación terminológica entre agentes de entornos ficcionales (personajes) y de entornos factuales (personas, actores, etc.), y, asimismo –y no obstante–, sugerimos la aplicabilidad de las herramientas de la narratología clásica para textos factuales periodísticos. Luego, proponemos un modelo analítico-descriptivo –concebido solo como provisorio– que, si bien recurre a herramientas tradicionales de la narratología “en sentido estricto” (es decir, la que se ocupa exclusivamente de textos ficcionales), intenta hacer justicia a la mencionada diferencia categorial entre textos ficcionales y factuales, en la medida en que se acompaña, en la presentación, de una serie de mediaciones que permiten hacer la extrapolación de un entorno a otro. Este modelo será explicado a partir del análisis de un fragmento de una crónica periodística de reciente publicación, referida a la muerte del futbolista argentino Diego Maradona.

Palabras clave: factualidad, personaje, persona, caracterización, reacción afectiva.

Abstract: In this paper, we propose some arguments in favor of the terminological differentiation between agents in fictional settings (characters) and those in factual settings (people, actors, etc.), and nevertheless, we suggest the applicability of the tools of narratology to factual journalistic texts. Then, we propose an analytical-descriptive model -conceived only as provisional- which, although it resorts to traditional tools of narratology "in the strict sense" (that is, the one that deals exclusively with fictional texts), tries to do justice to the aforementioned categorical difference between fictional and factual texts insofar as it is accompanied, in the presentation, by a series of mediations that allow the extrapolation from one setting to the other. This model will be explained based on of the analysis of a fragment of a recently published journalistic chronicle, referring to the death of the Argentine soccer player Diego Maradona.

Keywords: factuality, character, person, characterization, affective reaction.

Introducción

Es curioso que el padre de la narratología clásica, Gerard Genette, tan propenso a la precisión terminológica, no distinga entre el personaje (de una novela, por ejemplo) y una persona real que protagoniza un suceso en un texto factual: llama a ambos, indistintamente, “personaje” (Genette, 1990, pp. 764-766.). El teórico francés no busca una terminología que le permita dar cuenta, en el plano de los elementos del mundo narrado, de la desemejanza que existe entre entornos factuales y ficcionales a nivel pragmático, que él mismo reconoce, respectivamente, a partir de la identidad o no identidad entre narrador y autor. Esta situación está muy extendida en la bibliografía sobre narrativa factual (cf., por ejemplo, Renner y Schupp, 2017). Lo que nos preguntamos aquí es si realmente es deseable “olvidar” de tal modo la diferencia ontológica que existe entre los seres ficticios (inventados por un novelista, por ejemplo) y los reales a los que alude (por ejemplo) un narrador en una crónica periodística.

El “llamado” a la indistinción lexical de Genette tiene la ventaja –de la que también nosotros nos valemos– de que abre la posibilidad de abordar a los actores de los textos factuales y ficcionales, si se hacen las mediaciones pertinentes, con las mismas categorías de análisis de la narratología “en sentido estricto”.[2] Pero, más allá de esto, entendemos que, para referir a los actores de los textos factuales, hay razones de peso para usar una terminología específica, que dé cuenta de la diferencia categorial que existe entre un personaje y una persona real. Entre estas, están la etimología y el significado de la palabra castellana “personaje”, la diferente pretensión de verdad y la cuestión de la incompletitud versus completitud ontológica, como veremos a continuación. Esta decisión metodológica tiene, a su vez, incidencia sobre el uso de las herramientas de análisis de la narratología, que deben usarse con el cuidado de no olvidar el cambio de entorno.

El presente trabajo intenta contribuir –de manera aún rudimentaria– al estudio de los actores de los textos factuales en general y, en particular, de un género discursivo específico del ámbito periodístico: la crónica. Para ello, en primer lugar, se fundamenta la necesidad de no hablar de “personaje” en el terreno de la factualidad, sino de “persona” o “actor”. Luego, partiendo de los aportes de Rimmon-Kenan (1983) y Per Krogh Hansen (2000), se propone un modelo de análisis de actores de textos factuales que tiene en cuenta la caracterización directa (dimensión del “decir”), la indirecta (dimensión del “mostrar”) y la reacción afectivo-evaluativa del lector. Al ir explicando cada una de estas tres categorías del proceso de caracterización se reflexionará, al mismo tiempo, acerca de las mediaciones teóricas que deben hacerse para llevar a cabo la extrapolación de los entornos ficcionales a los factuales, así como sobre las consecuencias que estas tienen para el análisis textual concreto.

1. Personaje y persona

En griego, existe la palabra prósopon(griego antiguo: πρόσωπον), que significa literalmente “delante de la cara” o “delante de la máscara”; pero, si bien comenzó designando la máscara a través de la cual salía la voz del actor en el teatro griego clásico, el término acabó por referir también al actor que la usaba. En la lengua latina, el término fue traducido por la forma persōna, que significa “máscara”, pero también “carácter” o “personalidad”, y, asimismo, “personaje”. En realidad, así pues, la palabra castellana “personaje” proviene de una de las acepciones de la latina persōna,[3] como puede constatarse al comparar las siguientes entradas de, respectivamente, el diccionario Vox (latín-español) y la RAE (Real Academia Española):

persōna -æ f.: máscara de actor, * t h e a || personaje de un drama; papel || [fig.] papel [desempeñado en la sociedad], actual posición (personam tenere, tueri, desempeñar un papel; alicui aliquam personam imponere, hacer desempeñar a uno un papel; sustinere gravem personam, p. gravitatis, desempeñar un papel serio, asumir una postura seria; civitatis personam gerere, representar al Estado) || carácter, personalidad. (Vox, 1982)

personaje 1. m. Persona de distinción, calidad o representación en la vida pública. / 2. m. Cada uno de los seres reales o imaginarios que figuran en una obra literaria, teatral o cinematográfica. / 3. m. Persona singular que destaca por su forma peculiar de ser o de actuar. El boticario del pueblo es todo un personaje. (Real Academia Española, s.f.)

Las palabras persōna y personaje refieren en algunos casos, como se ve, a algo cercano a la idea de “rol” o “papel”, ya sea que este sea desempeñado en la ficción (en un drama o en un texto narrativo) o en la sociedad. En latín, esta noción de rol aplica a la sociedad en general; en el español actual, en cambio, tan solo a las “personas de distinción”. La acepción de “carácter, personalidad” del término latino es asumida en español por la palabra “persona”, pero no por “personaje”. Tanto en persōna como personaje está implicada la idea de una máscara en tanto ocultamiento del “verdadero” yo: el actor que se coloca una máscara simula por unos instantes ser otro individuo distinto de él, y lo mismo ocurre con las apariciones públicas de una “persona de distinción” como un político, un futbolista reconocido o un actor de Hollywood.

Lo cierto es que, al menos en el español rioplatense actual, en el entorno factual del lenguaje cotidiano la palabra “personaje” prácticamente no se usa para referirse a las apariciones públicas de, por ejemplo, un político o un famoso; por el contrario, es empleada casi exclusivamente en la tercera acepción que proporciona la RAE. Así, decimos de alguien que “es un personaje” para referirnos a sus conductas erráticas o a su personalidad extraña o rara, por fuera de lo “normal”; y casi siempre lo hacemos en un sentido cómico o, incluso, en algunos contextos, afectuoso. En ambos casos, el significado del término parece dar cuenta de la dificultad que experimenta alguien para describir a la persona aludida, en vista, justamente, de la extrañeza que le produce su conducta o su forma de ser.

Estas breves consideraciones sirven para recordar que, en entornos no ficcionales (factuales), los hablantes del castellano usamos la palabra “personaje” solo para casos acotados y casi siempre como subjetivema; más allá de eso, el uso del término es exclusivo de entornos ficcionales como el de una novela o un film. Este hecho, por sí solo, debería bastar para evitar el uso del término “personaje” en contextos discursivos factuales, por ir esto en contra de la intuición y del sentido común. Es intuitivamente absurdo referirse a San Martín en un libro de historia o a un ladrón de una crónica policial con la palabra “personaje”. El personaje es, por definición, una entidad ficticia (por lo que decir “personaje ficcional” es, en realidad, redundante). La teoría de la narración debe tratar de eludir las ambigüedades terminológicas, así como evitar recurrir a usos anti-intuitivos de sus conceptos fundamentales.

No es deseable llamar “personaje” tanto a un ser real (por ejemplo, de una crónica que se refiera a algún suceso vivido por el consagrado actor Harrison Ford) como a uno imaginario (por ejemplo, el señor Jones en el film Indiana Jones y la última cruzada, protagonizado por Ford). La razón principal para esta negativa es la de prevenir el borrado postmoderno de los límites entre lo factual y lo ficcional, entre lo real y lo imaginario o inventado, al que es tan propensa la panficcionalidad. Es casi que autoevidente, pero no está de más repetirlo: lo que se predica acerca de un personaje, que es, de nuevo, un objeto ficticio, tiene una pretensión de verdad diferente de aquello que se predica sobre una persona real; no es posible olvidar sencillamente “la diferencia categorial entre los agentes de los textos factuales y los de los ficcionales” (Martínez y Scheffel, 2011, p. 192).

Además, el personaje existe solo dentro de los límites de un relato, lo que se puede constatar por el hecho de que, por más que lo busquemos incansablemente, nunca daremos con Indiana Jones ni con sus descendientes; pero sí podríamos hablar, si tuviéramos los medios para contactarlo, con Leopoldo Luque, el último médico de Diego Maradona (o con Harrison Ford), a quien nos referiremos más adelante. La persona real puede ser protagonista de una crónica, pero existe físicamente más allá de ella. La presencia textual de un ser humano en un texto factual es solo una manifestación más de su existencia real: esta no se acaba en aquella, como sucede con los personajes de una novela o un film, que por más que sigan existiendo en el recuerdo del lector o del espectador por mucho tiempo, no pueden habitar el mundo real según lo conocemos.

En resumen, se puede afirmar que el Maradona que protagoniza una crónica sobre algún suceso de su vida (por ejemplo, las dos últimas semanas de su vida, como veremos) y el Robinson Crusoe de la novela homónima de Daniel Defoe son entidades textuales, pero el primero solo lo es, por así decir, durante el tiempo que dura la lectura (sin dejar, paralelamente, de existir, en el mundo real), mientras que el segundo está “confinado” eternamente a la textualidad. Esta es una forma de entender el problema de la incompletitud versus completitud ontológica:[4] por lo general, no tenemos una fuente externa al texto con la que contrastar o completar lo que en el Robinson Crusoe se dice sobre el héroe (= incompletitud);[5] en cambio, disponemos de miles de documentos ajenos a la crónica sobre Maradona que nos sirven para hacernos una idea global del futbolista y para corroborar o completar aspectos no explicados en la crónica (= completitud).[6]

Está también el hecho de que el personaje no tiene por qué ser antropomórfico; esto queda claro en la definición que propone Jens Eder: “Un personaje es un objeto ficticio reconocible al que se le atribuye intencionalidad” (2008, p. 60). Eder propone esta definición “operativa” de personaje, justamente, para hacer justicia al hecho de que también los animales, las máquinas, los seres fantásticos o los monstruos pueden ser personajes de textos ficcionales.[7] En la misma línea, se ha definido al personaje como un ser de un mundo ficcional “al que la audiencia le adscribe intencionalidad o capacidad de acción” (Eder et. al., 2010, p. 11). Esta amplitud de criterio, por supuesto, no aplica para entornos factuales, en los que –al menos por ahora– solo los seres humanos pueden participar como actores.[8] Este es un hecho que refuerza la diferencia categorial existente entre personajes y actores de textos factuales, y que, además, da cuenta del hecho de que estos últimos conforman un conjunto mucho más restringido que el de los personajes.

De modo que podemos reservar el uso del término “personaje” para la ficción y, en entornos factuales, hablar sencillamente de personas o emplear o bien el nombre propio o algún sucedáneo suyo, o bien la noción de actor (o “actora”), entendido por la RAE como el “participante de una acción o suceso”. Podemos hablar de actores principales de un evento (o protagonistas) y secundarios/as. La palabra “actor” refleja también (como la de “personaje”) la idea de una representación, pero está inconfundiblemente ligada a la factualidad: incluso el actor teatral es una persona real, que, en su caso, interpreta un rol, encarna a un personaje, que se halla, por su parte, en otro nivel de realidad. Así como el personaje es un existente del mundo ficcional –y, por ello, una entidad ficticia–, el actor lo es del mundo narrado factual –lo que lo convierte en una entidad real–: lo que diferencia a uno del otro es que este último existe más allá de las fronteras textuales.

Lo que antecede no quita, como dijimos, que muchas de las categorías narratológicas que se usan para la caracterización de personajes (ficcionales) no sean o no puedan resultar útiles para el análisis de textos factuales.[9] En buena medida, esto es así porque dichas categorías surgieron históricamente bajo dos perspectivas que son, como demuestra Rimmon-Kenan (2002, p. 35), perfectamente complementarias, si bien en diferentes planos: el de la historia y el del relato o texto. En fin, dos paradigmas que –agregamos– resultan también aplicables a entornos factuales: el que considera que los personajes son funciones vinculadas a la acción (enfoques semióticos) y el que los concibe como imitaciones de personas reales, habilitando por ende su abordaje mediante teorías psicológicas, psicoanalíticas y/o psicosociales de la personalidad (enfoques miméticos).

Entre los que, en la línea de la Poética(335-323 a. C.) de Aristóteles, consideran que el personaje es una función de la acción resaltan, a comienzos del siglo XX, los formalistas rusos Vladimir Propp y Boris Tomashevsky, así como, en las décadas de 1960 y 1970, los estructuralistas franceses Claude Bremond, Claude Lévi-Strauss, Algirdas Greimas, Tzvetan Todorov y el ya mencionado Genette. El abordaje “psicologista” más famoso es el que hizo C. Bradley en 1904 con relación a los personajes de los dramas de Shakespeare, especulando acerca de sus motivaciones psicológicas inconscientes, así como sobre su pasado y su futuro más allá del texto. Sin llegar a este extremo de dudosa cientificidad, Seymour Chatman (1978) considera a los personajes “imitaciones construidas” (1990, p. 126) que, en tanto tales, son independientes de la acción; en consecuencia, los analiza recurriendo a la teoría de la personalidad de Gordon W. Allport.[10]

La figura de Roland Barthes es singular porque, en el lapso de pocos años, adopta una y otra posición. Así en la famosa introducción al número 8 de la revista Communications (1966) afirma que “[e]l análisis estructural, muy cuidadoso de no definir al personaje en términos de esencia psicológica, se ha esforzado hasta hoy... en definir al personaje no como a un ‘ser’, sino como un ‘participante’” (1970, p. 29). No obstante, en S/Z (1970), si bien es cierto que nunca deja de concebir al personaje como un signo lingüístico, llega a decir lo contrario, es decir, que “lo propio del relato no es la acción, sino el personaje como Nombre Propio”, lo cual “puede servir mucho a la crítica psicológica” (1980, p. 60).

Lo cierto es que esta llamativa oscilación no parece ser arbitraria; más bien, la adopción alternativa de ambas perspectivas por parte de Barthes parece hablar a favor de la tesis de su complementariedad. Las perspectivas semiótica y mimética son complementarias (por el hecho de que son utilizables en dos planos diferentes) y, agregamos, aplicables a entornos factuales, siempre y cuando no se pierda de vista la distinción ontológica entre la naturaleza del personaje y la del actor de un texto factual. Esta distinción, a su vez, tiene una serie de consecuencias para la interpretación misma: sobre todo, implica llevar a cabo algunas mediaciones teóricas y metodológicas en el uso de las categorías provistas por aquellas perspectivas, como advierte Rimmon-Kenan (2002, p. 3).[11] Por supuesto, no pretendemos haber zanjado esta difícil cuestión por medio de este artículo. La tarea de sistematizar aquellas mediaciones sigue siendo un desiderátum de la teoría de la narración.

2. Hacia un modelo de caracterización de personas reales

En la bibliografía disponible sobre la caracterización de personajes no se presta mucha atención a los puntos en común y las divergencias que existen entre entornos factuales y ficcionales. Según lo que hemos podido constatar, no existen publicaciones en las que se proponga, de manera sistemática, un modelo de caracterización de actores para textos factuales: es una cuenta pendiente de la teoría de la narración. En muchos abordajes teóricos sobre la narración periodística, no se le suele dar la importancia que de hecho tiene, a nuestro entender.[12] En lo que sigue, con la intención de comenzar a mejorar esta situación –por supuesto, de manera muy provisoria–, basándonos en parte en los modelos de Rimmon-Kenan (1983) y de Per Krogh Hansen (2000),[13] proponemos un abordaje analítico de las personas involucradas en textos factuales. El siguiente cuadro divide la caracterización de una persona en un texto factual en dos niveles (superficie textual o texto, de un lado, e inferencia o caracterización propiamente dicha, de otro) y tres categorías: mostrar y decir, que explicaremos a continuación (2.1.), y reacción afectivo-evaluativa, de la que nos ocuparemos en el próximo subapartado (2.2.).

Cuadro 1
Modelo de caracterización de personas reales
Modelo de caracterización de personas reales
Fuente: Elaboración propia

2.1. El “decir” y el “mostrar” o los rasgos atribuidos y atribuibles

La distinción entre “mostrar” y “decir” se retrotrae a las conocidas consideraciones de Henry James sobre el point of view (que pueden reconstruirse a partir de algunos de los prólogos a sus novelas) y, sobre todo, de su amigo Percy Lubbock, quien en su La fuerza de la ficción (1921) distingue dos usos diferentes del punto de vista: “en un caso el lector se enfrenta al narrador y le escucha, en el otro se enfrenta a la historia y la observa” (Lubbock, 1957, p. 111). La primera posibilidad es la del decir (“telling”), vinculada a lo que, a partir de Genette, se conoce como modo narrativo, que implica que el lector tiene acceso al mundo narrado a través del filtro explícito del narrador, que narrativiza el relato. La segunda es la del mostrar (“showing”), que se vincula, en cambio, al modo dramático, es decir, aquella modalidad por la cual el lector parece estar viendo los hechos delante de sí, escénicamente, y se “olvida”, al menos por unos momentos, de que hay un narrador contando una historia.

Los narradores –muy típicos del siglo XIX– que se dejan “ver” por medio de comentarios no miméticos (es decir, frases que no reponen información del mundo narrado sino que se refieren a aspectos diversos de la realidad extratextual) o de su omnisciencia son ejemplos del “decir”, como los casos de J. W. Goethe o León Tolstói. Gustave Flaubert o, ya en el siglo XX, Ernest Hemingway, son dos cultores del “mostrar”. Hay que decir que la distinción de James-Lubbock entre “decir” y “mostrar” así como la de Genette entre modo narrativo y modo dramático se retrotraen a La República (ca. 380 a. C.) de Platón. Allí, refiriéndose a La Ilíada (s. VIII a. C.) de Homero, Platón distinguía entre una modalidad en la que “habla el propio poeta, que no intenta siquiera inducirnos a pensar que sea otro y no él quien habla” y otra en la que “habla como si él fuese Crises y procura por todos los medios que creamos que quien pronuncia las palabras no es Homero, sino el anciano sacerdote” (1992, p. 164). La primera es la narración simple (haple diegesis); la segunda, la narración imitativa o mimesis.

Es importante distinguir entre cualidades “atribuibles” y “atribuidas”. Las cualidades atribuidas nunca deberían ser tomadas como definitivas por parte del lector, ya que obedecen a la perspectiva, muchas veces interesada y/o parcial, o de otras personas involucradas en los acontecimientos (llamadas caractantes en los entornos ficcionales) o del narrador. En los entornos factuales, más allá de la pretensión de verdad, también debemos desconfiar (y, en ciertas formas del periodismo contemporáneo, por ejemplo, quizás más) de la imparcialidad de las atribuciones. Las cualidades atribuibles –es cierto– tampoco deberían ser entendidas como definitivas, pero parecen ser menos subjetivas por el hecho de que son inferibles o bien de las acciones de los actores, o bien de lo que dicen (de qué y cómo lo dicen), o del aspecto exterior. No de otra manera atribuimos rasgos de carácter o de personalidad a las personas con las que interactuamos a diario: con todo lo problemática que es, parece ser una manera más fiable de caracterizar a un ser humano que el basarnos en lo que dicen otros.

No queremos decir con esto que haya que desconfiar siempre de las cualidades atribuidas y nunca de las atribuibles, o que estas no puedan conducir a error. Es más, seguramente, el hecho de que las cualidades atribuibles nos parezcan menos subjetivas sea un fenómeno de recepción que está determinado en un sentido histórico-cultural: quizás como corolario de la emergencia del individualismo moderno en la segunda mitad del siglo XVIII, tendamos a confiar más en lo que vemos que en lo que nos dicen.

Lo anterior, como sugiere Chatman, atañe tanto a entornos factuales como ficcionales. La inferencia que busca determinar rasgos del carácter o de la personalidad es un proceso compartido por la ficción y la factualidad. Para conocer al personaje ficticio Hamlet, el príncipe de Dinamarca, debemos hacer un trabajo interpretativo a partir de los datos que se aportan en la tragedia Hamlet (1603), de William Shakespeare. Lo cierto es que “[e]l mismo principio funciona cuando se acaba de conocer a alguien: leemos entre sus líneas, por así decirlo; formamos hipótesis en base a lo que sabemos y vemos; intentamos comprenderlos, predecir sus acciones, etcétera” (Chatman, 1990, p. 126).

Es necesario precisar a qué nos referimos, en el cuadro, con “cualidad”: podemos tomarla, sin más, como sinónimo de rasgo, que Chatman –basándose en la teoría de la personalidad de Allport–define como una “cualidad personal relativamente estable y duradera”; el rasgo es distinguible, así, de “fenómenos psicológicos más efímeros, como sentimientos, estados de ánimo, pensamientos, motivos temporales, actitudes y cosas parecidas” (Chatman, 1990, p. 135). El rasgo, además, se vincula a la noción de hábito; es, de hecho, “un gran sistema de hábitos interdependientes” (ibíd., p. 131): se supone que de un conjunto de hábitos es posible inferir un rasgo. Así, en el cuento “Los guantes de goma” (1909), del escritor uruguayo Horacio Quiroga, en una casa alborotada por la aparición de la viruela, la hija mayor, Desdémona, una muchacha nerviosa y miedosa, adquiere el funesto hábito de lavarse frenéticamente las manos, de lo que inferimos –con poca probabilidad de equivocarnos– el rasgo {+ obsesiva}.

A fin de apreciar por medio de un ejemplo del ámbito periodístico el modo en que se combinan, en primera instancia, las dimensiones del decir y el mostrar en el proceso de caracterización de personas en un entorno factual, podemos echar un vistazo al fragmento de una crónica sobre las últimas dos semanas de vida del futbolista argentino Diego Maradona, publicada en el portal del diario La Vanguardia el 29 de noviembre de 2020: “Así murió Diego Maradona”, de Martín Voogd. En el pasaje que citamos a continuación, el foco está puesto en la particular relación que tenían el ídolo popular y su último médico, el neurocirujano Leopoldo Luque:

Su último médico, Leopoldo Luque, era uno de los pocos a los que escuchaba en los últimos tiempos. Hubo química. Hubo amor de padre a hijo. Pero Diego no siempre acataba las órdenes. Fue quien lo operó del hematoma subdural, pero también fue quien trató en los últimos años de remendar ese cuerpo percudido por los excesos y por el fútbol cruel de los tiempos de Maradona. Luque lograba ordenarlo muchas veces. Pero otras tantas Diego lo gambeteaba como a los ingleses y hasta incluso lo evitaba.

El jueves de la semana previa a la muerte, Luque lo fue a ver y Maradona estaba en la cama. El médico lo invitó a que se levantara y Maradona se levantó. Pero para echarlo de la casa. Hasta amenazó con pegarle si no se iba inmediatamente. Le tiró, incluso, un manotazo que no llegó a destino. Cuando vio que el doctor manoteaba un paquete de galletitas antes de dejar la casa, lanzó: “Este Luque es un hijo de puta... Que se vaya a comer a su casa”.

Así era la relación desde que se conocieron en 2016: amor, odio y otra vez amor. Al rato se le pasaba y el Diez lo llamaba para hacer las paces. Se volvieron a ver tres días después.

Luque oficiaba como intermediario para que el Maradona Dios se convirtiera en el Diego terrenal. Abría el juego con otros especialistas que trataban de rodearlo para que se diera cuenta de que había que parar un poco la máquina. Pocos lograron ganarse esa confianza que parecía ser exclusiva del neurocirujano. (Voogd, 2020, s.p.)

En primer lugar, la caracterización se lleva a cabo mediante lo que podemos describir como estrategia del “decir”. Si bien no se atribuyen rasgos de manera totalmente explícita (no se los llama por su nombre) a Maradona, se dice que “no siempre acataba las órdenes” (→ desobediente), que “evitaba” a su médico (→ evasivo), que había un “Maradona Dios” y otro “terrenal” (→ personalidad escindida), que no se daba cuenta por sí solo de que “había que parar un poco la máquina” (→ inconsciente, irresponsable; infantil, dependiente), y que no muchos accedían a tener su confianza (→ desconfiado). El predominio del pretérito imperfecto (en el primer párrafo y en los últimos dos), que genera distancia (= modo narrativo) por el hecho de que se usa para describir el marco de la acción principal del fragmento, que tiene lugar en el segundo párrafo, induce a pensar que estos rasgos son atribuidos por el narrador a Maradona (= decir) y no que son simplemente atribuibles por el lector (= mostrar).[14]

En segundo lugar, la caracterización se realiza por el “mostrar” (= modo dramático): en el segundo párrafo, se relata que Maradona, enfermo como estaba, hizo el esfuerzo de levantarse para echar al médico (al que llamaría pocos días después) y que incluso lo insulta al ver que “manoteaba un paquete de galletitas” (hecho que, por su parte, permite caracterizar a Luque como mezquino). A partir de estas acciones, el lector se siente inclinado a atribuirle a Maradona estos rasgos u otros más o menos parecidos: {colérico, iracundo, intempestivo, etc.}. Pero no solo hay acciones en juego; también aparece la dimensión expresiva: el futbolista insulta, habla de un modo grosero, lo que lleva a que el rasgo {vulgar} sea también atribuible al ídolo.

En el breve fragmento analizado, así pues, Maradona es intensamente caracterizado, tanto mediante el decir como por el mostrar. Llama la atención que la imagen que esas líneas transmiten del idolatrado futbolista es bastante negativa, al menos, si los referimos objetivamente a los parámetros de nuestra cultura urbana moderna, que, podemos suponer, no valora positivamente ni la vulgaridad ni la acción irreflexiva “en caliente”; por otro lado, contrasta con el tono general laudatorio y reivindicatorio de la crónica tomada en un sentido global. El conjunto de rasgos con los que se caracteriza a Maradona en las líneas citadas puede ser descripto, así pues, de la siguiente manera:


Lo cierto es que no siempre las crónicas (o los textos factuales en general) refieren a personas tan conocidas, tan ricamente caracterizadas y que tengan un rol tan protagónico al interior del texto como Maradona en la crónica de Voogd. Además, muchas veces, en algunos textos factuales que abarcan largos segmentos temporales se narra cómo los actores se van transformando o van cambiando en ciertos aspectos a través del tiempo. Finalmente, lo más común es que también aparezcan fugazmente actores más menos anónimos e irrelevantes en consideración de la acción principal que está siendo narrada, es decir, que en un texto convivan actores de desigual importancia. Estas breves reflexiones de índole más bien intuitiva nos sirven para afirmar que hay tres criterios adicionales que se deberían tener en cuenta para analizar a un personaje o a una persona real: la complejidad, el dinamismo y la importancia.

Las primeras dos nociones, que remiten grosso modo a la famosa distinción entre personajes planos (“flat characters”) y personajes redondos (“round characters”), postulada por J. M. Forster en su libro Aspectos de la novela, de 1927 (cf. 1955, pp. 43-82), son explicadas por Martínez y Scheffel de este modo: “Un personaje puede ser más complejo o más simple, en función de cuántas y cuán variadas cualidades se le adjudiquen. Y puede ser más dinámico o más estático, según cuánto cambie con el correr de la historia o si permanece constante” (2011, p. 195). Si trasladamos esto al análisis de los actores de los textos factuales que componen nuestro corpus, podemos decir que Maradona es complejo y estático, mientras que, por ejemplo, la cocinera Monona, que aparece en otro pasaje de la crónica, es simple además de estática.

El hecho de que Maradona es “complejo” queda claro por la cantidad de rasgos que hemos podido atribuirle; su carácter estático parece obedecer al hecho de que la crónica relata un breve periodo temporal: el de las semanas previas a su muerte, lo cual vuelve muy difícil la posibilidad de un desarrollo o cambio sustancial. Monona es “simple”. Lo es porque solo podemos atribuirle uno o dos rasgos: es importante aclarar que si un actor es “simple” o “complejo” no lo es de manera “esencial”, por su identidad, sino únicamente en función de la información textual (directa e indirecta) de la que disponemos. De Monona se dice que “se había transformado en una especie de madre postiza, que lo consentía y que fue quien le preparó unos sánguches [sic.] de miga como esa última cena que Diego jamás llegó a degustar” (Voogd, 2020), de lo que se deduce lo siguiente:

Monona = {contenedora; inclinada a consentir, “malcriadora”}.

La importancia de un actor puede ser “medida” recurriendo a criterios cuantitativos similares a los que se usan para el estudio de la categoría “tiempo” en la narratología tradicional: por la cantidad de espacio, es decir, de tiempo de la narración que se le dedica (¿Qué porcentaje del total textual está referido al actor?), así como por la frecuencia de aparición (¿Cuántas veces se vuelve a referir al actor?). En seguida, se nos podrá decir que un actor puede ser importante sin que aparezca mucho ni muchas veces en el texto, es decir, por razones cualitativas; pero esta es más bien la excepción, y, cuando es así, en general la relevancia del actor se explica por criterios extratextuales, como, por ejemplo, cuando (como también en el caso de Maradona) uno de los actores que aparecen en la crónica es una figura pública, un alto dignatario, alguien con mucho poder o una persona famosa. En algún sentido, el caso de la importancia cualitativade un actor de un texto factual (por ejemplo, si en una crónica se mencionara a Maradona una única vez) parece guardar alguna relación con la utilización de personajes históricos en textos ficcionales.[15]

El hecho de basar la determinación de la importancia de un personaje o actor sobre criterios cuantitativos puede encontrar alguna justificación en la psicología de grupos: los individuos importantes en los grupos (ya sea líderes o personas que le dan cohesión al grupo por alguna otra razón) son las personas que hacen o dicen más cosas, o, si no, aquellas de las que más hablan (o aquellas en las que más piensan) las otras. Se deben tener en cuenta, fundamentalmente, los pasajes del texto en los que aquel hace, dice o piensa algo. Pero, también, aquellos segmentos textuales en los que los otros actores dicen o piensan o hacen algo en función de él; así como los comentarios que el narrador pueda hacer, eventualmente. E, incluso, si fuera el caso, las partes en que la narración esté focalizada internamente en dicho actor,[16] como, por ejemplo, si hay un fragmento en que se describe algo (una casa, una ciudad, un paisaje natural o lo que fuere) y se lo hace de manera reconocible desde el punto de vista particular, personal del actor del que se trate.

2.2. La reacción afectivo-evaluativa

La caracterización es un recurso importante no solo como mecanismo de autenticación (si el narrador conoce tales detalles, es porque ha investigado mucho), sino más aún para atraer al lector (es decir, al consumidor) al hacerlo sentir simpatía o antipatía por el actor: de una u otra forma, el autor involucra afectivamente al lector con lo que sucede, que es lo que en definitiva “busca” este último que ocurra cuando lee un texto narrativo, de manera muchas veces inconsciente, para poder tener deseos de seguir leyendo. Así, al menos en nuestra cultura, el carácter de Monona, la cuidadora de Maradona, como mujer sencilla y que tiene actitudes maternales desinteresadas hacia el futbolista provoca –en general, aunque no de manera necesaria– simpatía en el lector.

En esto, la crónica o, en general, el periodismo literario se acerca a la prensa sensacionalista y a la Soft News,que busca siempre reponer el detalle para despertar emociones en el lector, quien se siente, así, más cercano a los hechos. Por ejemplo, ante un choque en la autopista Buenos Aires-La Plata, si la prensa informativa dice: “Un automóvil chocó contra un micro de larga distancia”, la prensa amarilla podría poner: “El viejo automóvil celeste del comerciante jubilado Carlos T. chocó contra un micro de larga distancia que regresaba de Mar del Plata”. En este último caso, el hecho de saber que quien chocó es un jubilado y que su automóvil era viejo incita a un determinado posicionamiento emocional y evaluativo del lector, que, con todo, es en muchos casos impredecible.[17]

El proceso de caracterización de una persona de un texto factual o de un personaje ficticio, así pues, no tiene lugar únicamente “en el texto” sino también, por así decir, en la mente del receptor. Ya hemos aludido al hecho de que este va “completando” la caracterización de los personajes o personas a partir del modo en que el texto lo vaya guiando, pero también al comparar a los participantes con rasgos de la personalidad de otras personas reales o de él mismo, es decir, a partir de su conocimiento de la psique humana y del mundo en general. Con todo, además, el lector puede identificarse o no, puede sentir mucha afinidad por alguna persona o personaje[18] o, por el contrario, puede sentir aversión; y emite juicios de valor en consonancia con esas emociones:[19] es decir, no solo usa su intelecto para completar posibles brechas informativas mediante inferencias, sino que también reacciona emocional y valorativamente.

La incompletitud ontológica de los textos ficcionales nos debería inducir a pensar que, en ciertos casos, el proceso de completamiento de la información faltante por parte del lector es mucho más intenso en los textos ficcionales que en los factuales. Esto queda claro si comparamos a Robinson Crusoe con el caso de una persona tan conocida como Maradona: así, por poner un ejemplo, necesitamos reponer –de manera inconsciente, claro está– muchos aspectos externos del personaje de Defoe para que lo que se nos dice acerca de él resulte inteligible; en cambio, conocemos cómo luce Maradona por haberlo visto hasta el cansancio en la televisión, por lo que no bien leemos su nombre escrito en una crónica nos lo representamos con claridad sin necesidad de hacer un esfuerzo para tener delante nuestro su imagen mental.

A modo de hipótesis, podemos postular que la reacción afectivo-evaluativa del receptor ante los actores de un texto factual (al menos, cuando estos actores son conocidos o famosos en el mundo extratextual y/o cuando forman parte del medio sociocultural en que vivimos) es más intensa que la que se pueda tener ante personajes ficticios. De ser cierto, esto se podría deber a que el actor de un texto factual se vincula de un modo mucho más inmediato con nuestras vidas en tanto seres sociales. Es decir, nos interpela en tanto habitantes de una comunidad de receptores (de un barrio, una ciudad, una nación, etc.), y es comprensible que en este caso el proceso de reacción emocional se intensifique hasta el punto de opacar, trastornar o determinar en un cierto sentido los procesos inferenciales de caracterización.

Es por esto que podemos decir que, en los entornos factuales, en determinadas circunstancias, la caracterización comienza[20] y/o se resignifica de manera decisivaen la mente del lector, que tiene a su disposición diversas vías de acceso a las personas involucradas y no solo el texto que tiene ante sus ojos. En los entornos ficcionales, en cambio, en la medida en que el relato no proporciona tan solo un acceso más al mundo narrado sino el único posible, con la excepción de los casos de personajes cuya fama excede (y antecede) al texto, no es posible tener ideas preconcebidas. Además, por tratarse de “vidas” que transcurren en otro nivel ontológico, los personajes que las “viven” no resultan con tanta facilidad (ni con tanta intensidad) víctimas de los juicios del lector, que están determinados entre otras cosas por la época histórica, su constitución psicológica, su milieu sociocultural y sus compromisos ideológicos.

Se nos podrá decir que los personajes de, por ejemplo, la famosísima serie de televisión española La casa de papel (2017-2020), de Álex Pina, provocaron un fuerte involucramiento emocional en la audiencia, hecho manifestado en numerosos acontecimientos públicos a lo ancho del mundo. Pero, sin dudas, esta reacción emotiva colectiva –personas que lloran por la muerte de un personaje o que se enfadan íntimamente con un personaje como lo harían con un pariente o un amigo– está provocada en parte por los actores reales que encarnan a aquellos personajes. Nuestra hipótesis recién propuesta es en todo caso válida para los personajes de textos literarios y no los de films o series televisivas, que, por razones obvias, impactan mucho más intensamente en los receptores, en tanto estos pueden ver sus cuerpos, oír su voz, etc.

El término reacción afectivo-evaluativa refiere al modo en que el lector completa el proceso de caracterización adoptando una determinada postura emocional hacia los participantes, que es muchas veces decisiva para la comprensión global del texto (Eder/Jannidis/Schneider, 2010, pp. 47-48), y emitiendo ciertos juicios de valor que se corresponden con esas emociones. Si uno quisiera establecer cuál es la imagen del ídolo que prevalece a fin de cuentas en la mente del lector al leer la crónica (o, al menos, el fragmento) sobre Maradona, lo que en última instancia resulta determinante pareciera ser la concepción previa que el lector tiene del futbolista. Aquí es donde entran en juego factores históricos, psicológicos, socioculturales e ideológicos que en los entornos factuales resultan decisivos y, en general, como hemos dicho, influyen notoriamente sobre el sentido de las inferencias y sobre el modo en que se decodifica todo el texto.[21]

Así, es esperable que alguien ajeno al mundo del fútbol o que, por ejemplo, sea antikirchnerista,[22] decodifique los rasgos enumerados –a causa de las conocidas definiciones políticas de Maradona, muy cercano a figuras como Néstor y Cristina Kirchner, Fidel Castro y Hugo Chávez– como propios de una persona despreciable; por el contrario, un lector que haya vivido como motivo de felicidad el Mundial de fútbol de México 1986, ganado por Argentina, o que sea un votante del Frente de Todos (la actual coalición política en ejercicio del poder, que incluye a los kirchneristas), los interprete como propios de una personalidad admirable por lo “inclasificable” o por un presunto carácter de sincera “desfachatez” que también habrá sabido apreciar, quizás, en las críticas públicas del futbolista al “imperialismo”.

Ni la caracterización directa (en la que se nombra el rasgo) ni la indirecta (es decir, aquella que requiere de una inferencia del lector) son condición sine qua non de la acción. Pero la segunda, es decir, la atribución de rasgos por parte del lector a partir de su conocimiento previo del mundo es, en algún punto, inevitable, por lo que es imposible concebir un texto sin que sus actores sean caracterizados; con todo, además, es parcialmente incontrolable, ya que el narrador no puede saber qué rasgo atribuirá finalmente el lector al personaje, por mucho que lo guíe en una determinada dirección. Es por la primera razón (su no-necesidad) que la caracterización tiene la misma naturaleza que el detalle. Por la segunda razón (el carácter inevitable y parcialmente incontrolable), podemos decir que es un tipo de detalle particular: por más que el autor no quiera atribuir un determinado rasgo a un actor, sabe que el lector lo hará, aunque no sepa exactamente cómo. La caracterización es, así, un tipo de detalle de aparición inevitable y no totalmente controlable.

El carácter de “parcialmente no controlable” se acentúa aún más en la reacción emocional y valorativa. A decir verdad, esta no implica una atribución de rasgos, sino una resignificación de las características atribuidas (por el narrador u otros actores del texto) y atribuibles (a partir de las acciones, el aspecto externo, lo dicho o pensado y modo de hablar). Es un aspecto sobre el que el narrador, sobre la base de su conocimiento de las determinaciones histórico-culturales que operan en la mente de su lector ideal, puede incidir atribuyendo explícitamente determinados rasgos al actor o “mostrándolo” en el acto de hacer o decir determinadas cosas y no otras. Pero siempre hay un plus que excede su control. En lo que respecta estrictamente a esto último (a aquello que está más allá de la intención del narrador), la publicación de la crónica por parte del periodista semeja el salto al vacío: el narrador nunca estará completamente seguro del sentido último que el receptor atribuirá a los participantes, más allá de que lo que se relate –en caso de que algo así sea posible– no pretenda ser más que un “espejo” de la realidad.

Conclusión

Lo que hemos querido hacer en este trabajo es proponer una dirección en la que sería posible abordar a los actores de los textos factuales, extrañamente olvidados por la teoría de la narración, que ha llegado incluso al absurdo intuitivo y lógico de llamarlos “personajes”. Los actores reales de una anécdota, un libro de historia, una noticia o una crónica periodística se diferencian en un sentido etimológico, lógico y ontológico de los personajes ficticios de una novela, un cuento o un film. Esta ha sido la premisa fundamental de nuestro trabajo. La segunda premisa en que se sustentó esta contribución es que las herramientas de la narratología clásica son útiles también para entornos factuales, pero que, a causa de lo anterior, la extrapolación requiere que se hagan ciertas mediaciones teóricas con implicancias para el análisis concreto.

La caracterización directa e indirecta parece funcionar en la factualidad de manera similar a lo que es el caso en la ficcionalidad. En ambos casos, el narrador atribuye rasgos explícitamente, o guía al lector a que se los atribuya en un determinado sentido, sin por ello estar nunca por completo seguro de si esto se realizará del modo en que lo desea. En lo que respecta a la reacción afectivo-evaluativa, se aprecian con mayor claridad las diferencias entre la recepción de textos ficcionales y un tipo de texto factual como lo es la crónica periodística. Así, por solo mencionar la más relevante, la completitud ontológica de una persona en una crónica periodística implica que la reacción afectivo-evaluativa tenga un peso decisivo en la decodificación de un texto factual, al punto de resignificar las características tanto atribuidas como atribuibles al actor del que se trate, al menos cuando este tiene ciertas características como la de ser una figura relevante en la comunidad de receptores a la que pertenece el lector.

Esta es, por supuesto, tan solo una pequeña e incipiente contribución a un campo de estudios que, creemos, aún no ha sido explorado adecuadamente por la teoría de la narración. Es esperable que comiencen a surgir abordajes sistemáticos no solo de los actores reales de textos factuales y del modo en que se lleva a cabo su caracterización, sino también de la aplicabilidad de las categorías típicas de la narratología como la perspectiva o focalización, el manejo del tiempo, la distancia, la voz narrativa y etcétera, que han sido exhaustivamente estudiadas para la textualidad ficcional, pero que no han recibido su merecida atención en la factualidad. Es necesario, además, sistematizar la serie de mediaciones que deben realizarse para extrapolar las herramientas de la narratología clásica (o, también, postclásica) a entornos factuales. Es posible que la comprensión de todos estos fenómenos sirva para entender mejor la producción de sentido en la comunicación social y, en particular, el modo en que los medios masivos de comunicación, que juegan hoy un rol fundamental (tanto positivo como negativo) en el funcionamiento democrático, interactúan con las subjetividades.

Referencias

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Notas

2 Así llama Genette a la narratología que solo toma como objeto los textos narrativos ficcionales (Genette, 1990, p. 756).
3 La situación en español es análoga a la del francés, que usa el término “personnage”. En inglés, en cambio, se emplea “character”, que proviene del griego charaktér, “sello” o “estampado”, que en sentido figurado refiere al sello de la personalidad, entendido como lo propio y único de una determinada persona. En alemán, al fin, la palabra es “Figur”, que viene del término latino “figura”, con el que se alude a una forma que contrasta con un fondo.
4 Cf. Martínez y Scheffel, 2011, p. 193; Eder et. al., 2010, pp. 11-12.
5 Jamás podremos saber la dirección exacta de la casa en la que vivían los padres de Crusoe en York, Inglaterra, por la sencilla razón de que no se nos proporciona esa información en la novela homónima de Daniel Defoe. Cf., para esto, Martínez y Scheffel, 2011, pp. 193-194.
6 Decimos “por lo general” porque muchas veces la crítica literaria tiene justamente la función de “completar” lo no explicado en el texto fuente.
7 Así, por ejemplo, Jerry Lee, el perro policía del film Superagente K-9 de Rod Daniel (1989), Peter el Rojo en el relato Informe para una academia (1917) de Franz Kafka, o, de manera más extrema a causa del tipo de animal en cuestión, el león Simba en el film El rey león (1994) de Rob Minkoff y Rogers Allers; la supercomputadora Hal 9000 en la novela y el film 2001: Una odisea del espacio (1968), de Arthur C. Clarke y Stanley Kubrick, respectivamente; o los orcos en El señor de los anillos de J. R. R. Tolkien (publ. 1954/55).
8 Es posible que en el futuro los robots protagonicen acciones como actores intencionales de nuestra realidad cotidiana, pero todavía no hemos llegado a eso. Sí se podría pensar en una crónica periodística protagonizada por un perro que, por ejemplo, rescata a un niño caído en un pozo; pero esto constituye una excepción en los entornos factuales.
9 Es, en definitiva, lo que Genette parece pensar, al punto de utilizar tan indistintamente el término “personaje”.
10 En la misma línea mimética, Smith considera que un personaje es un “análogo ficticio de un agente humano” (1995, p. 17).
11 Así dice en Narrative Fiction (1983) el propio autor, acerca de las limitaciones de su contribución: “[A]lgunos de los procedimientos usados en el análisis de la ficción pueden ser aplicados a textos convencionalmente definidos como ‘no ficción’. No obstante, en la medida en que tales textos poseen características que les son específicas, quedan fuera del alcance de este libro” (2002, p. 3).
12 Así, por solo poner un ejemplo relevante reciente, ni, en general, en el libro Erzählen. Ein interdiziplinäres Handbuch (2017), compilado por Matías Martínez, ni, en particular, en el capítulo “Journalismus”, de Renner y Schupp, hay una reflexión en torno a la especificidad de los actores de un texto factual como una crónica o un reportaje, sino que, de manera sorpresiva, se emplea en término “Figur”, es decir, la palabra alemana para “personaje” (2017, pp. 122-132).
13 El planteo de Rimmon-Kenan, a decir verdad, está basado en el modelo propuesto por Joseph Ewen en un texto que solo está accesible en hebreo: El personaje en la narrativa (1980), publicado en Tel Aviv por la editorial Sifri’at Po’alim.
14 Un ejemplo más claro de caracterización mediante el “decir” es uno de los subtítulos de la crónica de Voogd: “Un ser indomable”.
15 Se recordará que Barthes señala que la escasa importancia cuantitativa de Napoleón en La comedia humana (1830) de Balzac “es la que confiere al personaje histórico su peso exacto de realidad: esta escasez es la medida de su autenticidad” (1980, p. 84).
16 La focalización interna está marcada por la perspectiva de tercera persona que, con todo, permite un acceso a la subjetividad del personaje (Cf. Genette, 1989, pp. 244ss.).
17 Así, la frase recién citada podría dar lugar a las siguientes caracterizaciones de sentido contrario: Carlos T. = {socialmente “olvidado”; bajos recursos; desinterés por lo material) / Carlos T. = {viejo; irresponsable; desquiciado}. Cf., para este tema, Renner / Schupp, 2017, pp. 122-132.
18 Como ocurrió, en forma extrema, en la época de publicación de Las penas del joven Werther (1774) de J. W. Goethe
19 Como suele ser el caso, por ejemplo, con los villanos de las novelas góticas al estilo del advenedizo Manfred en El castillo de Otranto (1764) de Horace Walpole.
20 Cuando ya se conoce a la persona involucrada y se tiene una idea previa sobre ella.
21 La reacción ante un personaje o una persona también depende, como dijimos, del medio específico: no es lo mismo leer acerca de un actor (e imaginárselo) que verlo en la TV o controlarlo con una consola de videojuego (Eder et. al., 2010, p. 49). Finalmente, también puede verse determinada por el procedimiento estético por el cual el personaje o persona es presentado; pero en los entornos factuales esta dimensión no parece ser tan importante, por la misma razón a la que nos venimos refiriendo: el texto en cuestión (una crónica, por ejemplo) es solo una entre muchas vías de acceso al actor.
22 El kirchnerismo es un movimiento político al interior del peronismo que gobernó la Argentina durante la presidencia de Néstor Kirchner (2003-2007) y las de su esposa, Cristina Fernández (entre 2007 y 2015). En 2019, el kirchnerismo retomó el poder como parte de una agrupación más amplia, el Frente de Todos, con Alberto Fernández como presidente.
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