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Espacios de violencia, espacios del habitar
Spaces of violence, spaces of dwelling
NÓESIS. REVISTA DE CIENCIAS SOCIALES, vol. 29, núm. 58, pp. 150-170, 2020
Universidad Autónoma de Ciudad Juárez

Humanidades


Recepción: 27 Marzo 2019

Aprobación: 05 Septiembre 2019

DOI: https://doi.org/10.20983/noesis.2020.2.7

Resumen: En este texto buscamos mostrar la necesidad de reconsiderar el espacio como categoría fundamental para evaluar lo común y la violencia que actualmente se ejerce contra éste. La consideración sobre el espacio surge históricamente del análisis filosófico del lenguaje en el siglo XX. A partir de ahí, sin embargo, se perfila un pensamiento más general sobre la estructura y, de ahí, sobre la espacialidad, que debe alcanzar la misma dignidad filosófica que el tiempo. Sobre esta base, se avanza sobre la estructura a la que apunta lo común, leído primero desde el pensamiento, luego desde el lenguaje, y finalmente a partir del espacio. Avanzamos la tesis de que el ser exige un espacio común, pensable a partir de una topología. Sentadas las bases de este espacio, se ofrecen algunas claves para pensar el espacio común contemporáneo y las violencias que hoy nos conciernen.

Palabras clave: violencia, habitar, espacio, topología, filosofía contemporánea.

Abstract: In the present article we reconsider space as a fundamental category to assess both “the common” and the actual violence exerted against it. This approach stems historically from the modern point of view in 20th century’s language philosophy. Nevertheless, it serves as a point of departure for a general consideration over structure and space natures. Such an enterprise to vindicate the role of space in philosophy, so called, in order to reach the same dignification as time. We first address its cognitive dimension, then its linguistical structure and finally arrive to a proper “spatial reading”. We advance in the thesis that a human being requires a common space, imagined through a topology. At the final remarks, we offer some cues to think contemporary common space to shed light on different sorts of violence directed against it.

Keywords: violence, dwelling, space, topology, contemporary philosophy.

Introducción: las tareas de la filosofía en nuestra época y nuestro espacio

Si a la filosofía le corresponde una tarea, ella consiste en pensar las coordenadas de nuestra época a partir de su tópica peculiar, decir, pensar el tiempo y el espacio como dimensiones correlativas pero irreductibles. La filosofía, desde el siglo XVIII, hizo del tiempo su categoría fundamental, subordinándole el espacio debido al subjetivismo esencial que se agitaba en su base. De Agustín a Heidegger, pasando por Kant y el historicismo alemán, el tiempo ha sido el hálito mismo del espíritu y del ser.

Podemos decir que el pensamiento de la “sospecha” (Nietzsche, Freud, Marx) abrió por primera vez el camino para operar una inversión fundamental: mientras que el pensamiento moderno (e incluso posmoderno, en cierta medida) hacía del sujeto (consciente o inconsciente, empírico o trascendental, unitario o escindido) el lugar absoluto de despliegue del ser como tiempo, ahora el sujeto debía ser inscrito en otro sitio más amplio[2]. Este sitio se llamará voluntad de poder (Nietzsche), historia (Marx) o inconsciente (Freud). Podemos cuestionar hasta qué punto dicha inversión logró verdaderamente reivindicar la categoría del espacio en la filosofía como estrategia de destitución del sujeto de su trono ontológico, pues la genealogía nietzscheana, la historia marxista o la memoria de lo inmemorial en Freud volvieron a afirmar una dimensión radicalmente temporal del pensar, rehabilitando ahora un sujeto múltiple e inconsciente, pero finalmente, un sujeto.

Sin embargo, no podemos negar que en sus respectivas aportaciones el tiempo parece vincularse con algún rasgo de la espacialidad: Nietzsche reivindica un “afuera” del sujeto como juego, Marx piensa su materialismo como algo que se sostiene más allá de la conciencia humana y Freud exige considerar el aparato psíquico como extenso. Con todo es ya momento de que la categoría de espacio surja con toda su dignidad.

Pensar entonces el “tempo-espacio” (o cronotopo, por tomar una figura de Bajtín) que nos toca (en el doble sentido del tacto y de la obligación) significa hacer justicia, simultáneamente, a eso que llamamos nuestra época y a eso que llamamos su espacio, su tópica o, mejor su topología. La categoría de tiempo hizo pensable una subjetividad histórica, abierta a lo inmemorial y lo por-venir, enfrentada a la indeterminación y a su constante “hacerse”. Su medio es “espiritual”, “interior” y se despliega como síntesis constante asentada en la memoria; es existencia en su sentido más radical y por tanto experiencia no de lo “otro” en general, sino de sí mismo como otro o de lo otro en sí mismo, hecho huella y signo. La categoría del tiempo se funda, además, en la diferencia “adyacente”, es decir, en el contante variar, en el devenir incansable, en el juego de las representaciones, las máscaras y los significantes en series y cadenas. Nada existe fuera de este flujo, de este hilo conductor de la vida anónima. La categoría del espacio irrumpe sin embargo en el momento en que se piensa esta inversión según la cual el sujeto temporal es colocado en un espacio, frente a otros sujetos-tiempo. Irrumpe en el momento en el que se piensa la separación de manera radical, es decir, cuando se acepta que las “cosas”, los “eventos” y los “objetos” presentan un exceso respecto a la relación en la que aparecen, es decir, que se resisten a ser meramente el sitio que les otorga una estructura, pero que se resisten también a jugar el papel de una misteriosa “cosa en sí” (sea en su versión positiva, como un “ello” subsistente pero inalcanzable, sea en su versión negativa como un “agujero” o algo “imposible”), más allá de lo decible y lo pensable. Todo lo que deba considerarse fundamental para nosotros, deberá pasar esta doble prueba del tiempo y el espacio. Es decir, que todo lo que deseamos explicitar con urgencia deberá ser sometido a una consideración más amplia sobre la época en la que surge y sobre su espacio, es decir, su estructura de relaciones, perspectivas, niveles y posibilidades, pero también tomando en consideración esa relativa consistencia e independencia, diríamos, estabilidad estructural, de los eventos y los hechos. Este es, propongo, el camino que debe seguir una interrogación sobre la violencia.

1. La violencia como Faktum

La violencia es un Faktum de nuestra época: se nos impone como una de las figuras más terribles, pero al mismo tiempo más escurridizas al concepto, es decir, se nos escapa su topología[3]. Violencia de Estado, violencia de género, violencia doméstica, violencia revolucionaria, violencia terrorista. Con demasiada prisa la condenamos para celebrar un supuesto consenso de paz mundial, pero muy pronto nos vemos envueltos en contradicciones, muy pronto tenemos que recurrir a matices y a excepciones. Como lo muestra Sabina Morales en una contribución en el presente volumen, los dos pilares del liberalismo contemporáneo, el mercado y la democracia, que prometían acabar con la violencia social y estatal, sólo ganaron su lugar en la historia por medio de la violencia y, al final, acabaron definiéndose justamente como el ejercicio de una guerra supuestamente controlada: guerra contra los adversarios y guerra por el voto y por los clientes (que en el fondo son lo mismo).

Esta guerra, habiendo hecho de su principio fundamental la competencia y no la regulación, tenía que acabar enfrentado ésta a aquella, dejando en una débil posición su confianza en el “equilibrio natural” de las fuerzas. Pero, aunque mercado y democracia pretendían limitar el Estado, en realidad no pueden funcionar sin él, pues sólo bajo su reinado es que el animal humano puede considerarse un ciudadano (con derechos y obligaciones políticas) y un sujeto de propiedad privada. Así que mercado y democracia no pueden limitar sino hasta cierto punto aquello que funge como su condición de posibilidad. Por su parte, el Estado, que se piensa como el pacto social que pone fin a la violencia de todos contra todos, no suprime la violencia, sino que la monopoliza, es decir, la institucionaliza. El orden estatal depende entonces de una administración de la violencia y no de su supresión. Estos son sólo un par de ejemplos elementales del hecho de que frente a la violencia no podemos aplicar conceptos unilaterales, simples y directos y que, por tanto, antes que un llamado a la no-violencia de manera ingenua, estamos llamados y obligados a entender aquello que constituye las coordenadas de nuestro tiempo y de nuestro espacio.

2. La fosa común y el desaparecido

Arturo Aguirre (Aguirre y Romero 2015) ha dirigido con gran lucidez nuestra atención a un acontecimiento que confrontamos constantemente en nuestra latitud: la fosa común. Fosa, foso, agujero que sirve de destino de lo común, entre ellos el olvido común de lo común. Pero también foso de lo común y corriente en el sentido de lo irrelevante. Lo común va a dar a la irrelevancia de un gran tiradero de cuerpos. Aguirre ha llamado la atención sobre el momento en que lo común, lo más común, lo que nos convoca socialmente, se condensa en ese sobrecogedor número de fosas clandestinas, en ese amontonadero de cuerpos anónimos. Pero lo anónimo y distante es aquí lo más propio. Y quizá lo más escandaloso es que aquí se juegue algo del orden de la libertad. Las muertes más crueles que durante la guerra del narco hemos presenciado parecen representar un acto radical y positivo (en el sentido filosófico del término, como cuando Schelling hablaba de la positividad del mal). En un mundo de radical impotencia frente a fuerzas todopoderosas como el Estado, el mercado o la partidocracia, ¿no es la violencia homicida un modo de reconectarse (falsamente) con la agencia, con el “yo puedo”? Yo puedo tomar tu vida, yo puedo arrancártela: yo poseo el poder sobre la vida y la muerte gracias a una pistola. ¿Qué otra forma más radical existe de convocar un poder absoluto cuando el poder como sujeto (político, social, que exige reconocimiento y acceso a las decisiones que hacen o configuran el mundo) ha quedado anulado?[4]

Habría que decir que el acto de libertad más escabroso se decide en ese momento: yo puedo matar. Pero ese momento casi mítico se desvanece porque detrás de mí dejo un cuerpo, un cadáver, es decir, no un resto inerte sin más, sino un cadáver. Y ese cadáver hablará: “Ahora estoy muerto, soy un cadáver en el fondo de un pozo”, como comienza “Me llamo rojo”, de Orhan Pamuk. Desde el fondo del pozo se escucha entonces: “He muerto, pero, como veis, no he desaparecido” … “he muerto, pero no he sido enterrado”.

Así pasa con los desaparecidos y los cuerpos anónimos encontrados: están entre la vida y la muerte, a medio camino entre una fenomenología y una necrología, entre la ausencia y la presencia, el aparecer y el desaparecer. El desaparecido y el cuerpo no identificado de la fosa común se nos presentan como algo que rebasa las categorías usuales. En este tiempo y espacio nuestros presenciamos cosas que suceden y que exhiben una inadecuación fundamental respeto a las categorías que tenemos a la mano, lo que representa una dificultad esencial con los esquemas donde se parten, reparten y asignan las relaciones, los eventos y las cosas. Un desaparecido, ¿qué es, sino quien ha sido suspendido en el espacio entre la vida y la muerte? ¿Qué es él, sino un tercer valor en una lógica perversa entre la presencia y la ausencia?[5] En la fosa común, es verdad, encontramos el cuerpo, pero no el nombre, de modo que la identidad permanece fugada, indeterminada. Si en el desaparecido falta el cuerpo, en la fosa común falta el nombre, es decir, la historia, falta el camino que ha llevado esos cuerpos hasta ahí y faltan sobre todo sus historias singulares, que además vinculan a vivos y muertos.

Para introducir una cierta dimensión espacial podríamos decir que el desaparecido y el cadáver sin nombre de la fosa común son un agujero en el espacio social que no puede ser colmado y alrededor de cual giramos. Dar santa sepultura significa poner las cosas en su lugar, aunque el dolor no pare. Mas el desaparecido es un agujero en otro sentido: hace imposible todo duelo, lo posterga cada día, lo mismo que alarga la esperanza-agonía de un retorno posible. Lo mismo sucede con el muerto de la fosa, que lejos de encontrar un reposo en ella, es exhumado con la pregunta por un responsable. Esta idea de un “entre” (entre la vida y la muerte), de un “tercero” (ni vivo, ni muerto, sino algo más), de un “ni lo uno, ni lo otro” (algo que no podemos nombrar) o incluso la contradicción “tanto esto como lo otro”, son ya algo común entre nosotros y, aun así, algo profundamente desconcertante. Todo corresponde a la topología del espacio de violencia que nos interpela hoy.

3. Espacio, habitar y lenguaje

La filosofía se identificado históricamente con la ontología: ciencia del ser en tanto que es, si seguimos la definición de Aristóteles en su Metafísica. Por ser se ha comprendido siempre una última instancia: el cosmos, Dios, o algo misterioso e inaprehensible (algo así como el ápeiron griego o el ser heideggeriano). Pero esta última instancia, ¿qué es sino un espacio común, donde todo se encuentra o se desencuentra, donde se pacifica o donde entra en guerra? El ser como espacio común funge como sitio para el encuentro y el desencuentro entre cosas, eventos y personas, es decir, como ontología y como ética a la vez, sin confundir una con la otra. Por ello es que la fosa común vuelve a relanzar la pregunta por lo común, ahora a partir del espacio y ya no sólo a partir de una historia o un destino, de algo pasado o algo por venir. Podemos decir que esa pregunta por el espacio es una pregunta por el modo de habitar, es decir, por un con-vivir (vivir con otros que están relativamente separados de mí), por la simultaneidad no-simple de la vida con otros y con las cosas. Hay que llamar la atención que una consideración del espacio es solidaria con un cierto realismo, es decir, con la idea de que personas, eventos y cosas son algo más que lo que queda jugado en una relación particular, es decir, que poseen una relativa independencia entre sí, de donde se sigue que hay hiato, separación. Quiero resaltar que no trata aquí de buscar un orden o una disposición originarios, una “estructura existenciaria” (Heidegger) o una cualidad “preoriginaria” (Lévinas), sino de reaccionar a un evento concreto, sin reducirlo a un mero accidente de la política. El mundo no es algo derivado, condicionado por un a priori, sino que es el sitio mismo donde se juegan, producen y reproducen los espacios, lo límites, las particiones y las reparticiones.

Pero digamos algo más sobre la relación entre el espacio y el habitar. La palabra habitar proviene de la voz latina habitare, frecuentativo del verbo habere, tener. También está ligada a las raíces indoeuropeas *ghabh- y *ghebh-: dar o recibir. Pero ¿de qué manera se conjugan espacio y habitar? ¿Se puede dar o poseer el espacio? Un frecuentativo implica un acto repetido. Un espacio no se posee nunca en sentido estricto (por ello no se confunde con la propiedad privada), sino que se hace “propio” porque se frecuenta. Se habita aquello que se frecuenta, que se visita. El espacio no se puede conocer a priori. El espacio se conoce recorriéndolo. Exclusivamente. Pero el espacio no es nunca propio de un solo elemento. Un espacio pone en relación, expone. Aquellos que habitan un espacio son quienes lo recorren y ese recorrer conjunto, sea por convergencias o divergencias, alejamientos o acercamientos, constituye una suerte de hábitat común. El espacio, y esto es muy importante, puede ser un territorio geográfico, la lengua o el pensamiento. De hecho, debemos decir, que no se habita nunca un único espacio, ni existe una última instancia. Nos desplazamos del espacio físico, al espacio mental, al espacio lingüístico (o a veces, unos funcionan como signos de los otros). Nos movemos dentro de ellos y entre ellos. Uno se extiende a veces en otro, a veces no. Cuando se nos persigue en un territorio, no dejamos de habitar nuestra lengua. Cuando habitamos como refugiados y no podemos hablar nuestra lengua, se nos concede el uso de un lugar del territorio. Esta acción reiterada es la que, al recorrer ciertos caminos, patrones, trayectos, se configura un espacio. La repetición es lo que constituye la habitación de un espacio. Cómo se anda un camino, si es de bosque, de cuidad, de centro comercial, de callejones, qué caminos existen, cómo se cruzan o se bifurcan, todo eso configura un espacio común que nos separa, nos une, nos aleja o nos acerca, nos cerca, nos abre, nos encierra. El escultor Richard Serra expuso en el MoMa (1967-1968) una lista de verbos que representaban acciones sobre la materia. Entre ellos estaban: to roll, to crease, to fold, to store, to curve, to splash, to spill, to knot… Pero es fácil ver cómo muchos de estos verbos se traducen, en sus obras de arte, en efectos social-espaciales que se pueden a su vez expresar con otros verbos como: acercar, alejar, separar, rodear, esconder, evadir, arrinconar, dejar-entrar, dejar-salir, desorientar, acoger, expulsar, etc. El espacio pone, por su estructura y su dinámica, en relación determinada a los seres que lo habitan. No los expone simplemente, sino que los dis-pone de cierta manera.

En un sentido primario diríamos que el espacio da-lugar a las cosas y las recibe. Como se discute en el Timeo de Platón (2008), el espacio (chora) funge como un género intermedio entre el ser y el devenir, como aquello que, sin ser algo, acoge a todos los seres (Cfr. Romero 2017). Y el espacio es también, deberíamos agregar, algo que, sin tener forma (como los seres concretos) no es ni una pura nada, ni un sistema neutral de coordenadas. El espacio no preexiste a las cosas que están “en él”, sino que estas surgen con aquel. Pero, de la misma manera, ese espacio no se agota en las relaciones concretas establecidas entre los seres, porque el espacio, en cuanto condición de posibilidad, permite que las cosas tengan distancia entre sí, que se puedan no tocar, que se puedan alejar, que se puedan tocar con cosas nuevas o diferentes, etc. Un espacio es, por un lado, un a priori respecto a aquello que habita en él; pero, por el otro, surge precisamente de las cosas y sus interacciones. El espacio es condición para el acercamiento y el alejamiento, el encuentro y el desencuentro. Pero incluso donde el espacio mantiene las cosas separadas, ellas mismas están ya “en conjunto”, expuestas unas a otras en una región común y de una manera particular. Es por ello que, aunque el espacio no tenga forma en el sentido de una figura (son las cosas las que tienen forma de triángulo, de nube o de río), posee su propia forma, que impone restricciones a los seres: respecto a sus movimientos y sus relaciones. Sólo que aquí la restricción debe ser leída en sentido positivo, como algo posibilitante. Un espacio confinado a la pura posibilidad sin actualidad todavía no es un espacio. Un espacio donde todo es posible es un espacio donde no hay todavía nada. El espacio posibilita porque limita y limita porque posibilita. El espacio, debemos decir, es uno. Uno porque si no fuese así, habría partes del mundo completamente separadas de otras, sin capacidad de encontrarse algún día. Pero, es claro, no todo se toca con todo. Lo que toca no toca con todo (su ser) y no es tocado absolutamente (sin resto). Todo tacto es local; de otro modo, la relación absorbería a los entes concretos y el espacio se transformaría en una estructura absoluta. No todo se toca con todo, pero existen caminos, directos e indirectos entre espacios. No hay un espacio de espacios, hay espacios, en plural, pero, en tanto conectados, sólo uno. Finalmente nos preguntamos: el espacio ¿debe ser comprendido siempre como un orden? Es menos que un orden, porque todo orden tiene lugar en él, pero es más que un orden porque condiciona cualquier orden. Todas estas paradojas del espacio pertenecen a su naturaleza. Platón era consciente de ello y no pudo sino anunciar un modo peculiar para poder pensarlo, a saber, un razonamiento bastardo (Platón 2008). Quizá el punto de partida de toda consideración sobre el espacio deba ser la paradoja de una doble inscripción: para pensar el espacio hay que inscribirlo en otro espacio lingüístico y conceptual, sabiendo que lengua y concepto son posibles por un espacio que les precede (reglas sintácticas, lógicas, reglas de inferencia, gramática, etc.). Como en El Aleph de Borges y el conjunto potencia de Cantor, el espacio contiene todas las cosas, incluido él mismo (Cfr. Romero 2019). Por estas razones el espacio al cual aludimos en este texto no se limita a un espacio de pensamiento o a un espacio lingüístico, sino que, partiendo de ellos, busca expandir la noción de espacio. Esto es lo que se exige para pensar la dimensión espacial de la violencia. Esto es lo que se exige cuando pensamos un fenómeno como el de la fosa común.

El desaparecido o la fosa común no sólo constituyen un escándalo social, sino que despiertan preguntas fundamentales sobre lo que pueden significar todavía lo común y el habitar. Heidegger nos ha dejado largas letanías sobre el habitar (Wohnen) y sus relaciones con el pensar (Denken) y el construir (Bauen) (Heidegger, 1997). Pongamos entre paréntesis la insistencia Heideggeriana en palabras como la “esencia”, su “olvido”, el “fundamento” y lo “originario”. El discurso sobre lo originario es también, hay que decirlo, necesariamente derivado. Lo es en cuanto se mueve dentro de los confines de una lengua nacional, de una historia peculiar europea, de una tradición filosófica. Pero hay algo en ese discurso que, a pesar de todo convoca a la reflexión, y es la relación entre los tres términos: construir, habitar, pensar. El texto de Heidegger surge en la época de posguerra, de cara a la ruina en que han quedado muchas ciudades tras el bombardeo de los Aliados. Heidegger es entonces convocado a una reflexión sobre la falta de vivienda y cómo construir-reconstruir Alemania y se le solicita conectar la situación de urgencia, la masiva falta de techo para los alemanes, con un pensamiento sobre lo que significa habitar en general.

La respuesta de Heidegger es decepcionante en muchos sentidos, parece proseguir su obsesión de hacer derivar absolutamente el mundo concreto de alguna posición cuasi-trascendental histórica (como el “olvido del ser”, del cual se sigue todo y nada). Sin embargo, esta misma posición posee la paradójica virtud de hacer remitir las preguntas concretas más urgentes, al mismo tiempo, a una dimensión conceptual-histórica (en otras palabras, el punto flaco de Heidegger no consiste en situar la praxis en un nivel lingüístico-metafísico, sino en la jerarquía unidireccional que implica el movimiento entre aquella y éste). En efecto, no podemos preguntarnos seriamente por el problema del habitar y de la comunidad sin una reflexión radical sobre nuestros conceptos. Heidegger defiende: “La interpelación [Zuspruch] respecto a la esencia [Wesen] de una cosa [Sache] viene a nosotros desde el lenguaje [Sprache], en el entendido de que consideremos su propia esencia” (1997, p. 17). Es desde el lenguaje que las cosas nos interpelan y es también desde el lenguaje que ofrecemos una respuesta. Interpelación y responsabilidad son atravesadas por el lenguaje en general. Pero ¿cómo debemos considerar el lenguaje? ¿No es más bien aquella estructura de interpelación en general, lo que llamamos lenguaje, más que al revés?

No seguiremos los meandros de ninguna lengua fundamental, posibilidad por otro lado ya negada, y con toda razón, por Eugen Fink, sino sólo la indicación heideggeriana de la relación estructural del pensar con el habitar a partir del lenguaje. Si queda algo de la ontología, si ella puede ser todavía una pregunta, sobre todo justa, ésta se dirige a la comunidad. A la comunidad, que justamente no existe, en el sentido clásico del término. No existe porque no remite a ninguna unidad, a ninguna totalidad, ni a ningún suelo (sobre todo metafísico, que aseguraría una filosofía primera y un discurso sobre la esencia o lo pre-originario). Pero una consideración sobre las relaciones entre habitar y lenguaje nos ofrece, en reemplazo de la unidad, la conectividad, la relación sin recaudo; en reemplazo de la totalidad, el concepto de estructura y eventualmente de espacio; y en reemplazo del suelo aparece el juego de las inversiones, donde el ser deviene ente y el ente ser, el sujeto objeto y el objeto sujeto, el tiempo espacio y el espacio tiempo, es decir, donde en vez de una rígida jerarquía nos abrimos al juego de la heterarquía.[6]

4. El espectro como índice

El desaparecido y el cuerpo en la fosa común ocupan una posición de “exceso” respecto a los marcos conceptuales ordinarios. En eso, se parecen a esa figura emblemática aludida por Derrida en su época de madurez: el espectro. Este último obedece a una “lógica del suplemento”, estructura que ordena la totalidad de la obra de Derrida. El espectro, como la huella, la différance o el phármakon, son “conceptos” que no pertenecen a la estructura “A o no-A” y se presentan como un tercero que escapa, pero que al mismo tiempo hace legible la oposición como tal. En ese sentido, la figura del desparecido nos permite ordenar qué significa lo ausente y lo presente en la justicia. El principio fundamental del derecho “habeas corpus”, es decir, que haya cuerpo, se ve fundamentalmente complicado. El agraviado ya no soy yo directamente, sino el otro y no sólo el “otro”, sino todos nosotros, lo común, pues.

Ésta es la cualidad de lo espectral: permanece a medio camino entre una fenomenología y una meontología (del griego mé ón: no-ser, expresión que debemos a Eugen Fink); entre una ciencia del aparecer y una ciencia de la nada (Derrida habla d una hantologie o “asediología”, porque la cualidad de espectro consiste justamente en asediar). El espectro se le aparece a los vivos y los espanta y los asedia y los aterroriza… ya conocemos la historia. Se presenta, sí, pero no como cosa, como algo presente, sino como índice de otro tiempo (es signo, diríamos, en tanto que reenvía a algo más, pasado o por venir) y, aquí agregamos, de otro espacio; por tanto no es susceptible de una fenomenología y sin embargo es más que una nada.

Ésta es la caracterización que ofrece Derrida del espectro en Espectros de Marx (Derrida, 1998), libro dedicado a la pregunta “whither marxism?”, que significa al mismo tiempo “¿hacia dónde va el marxismo?, pero también en sentido prospectivo y prescriptivo, “¿hacia dónde debe ir el marxismo?”, lo mismo que “¿a dónde ha ido a parar el marxismo?” o incluso “¿en dónde se encuentra éste?”. Este fantasma llamado Marx no está vivo, porque ya no figura en el estandarte de ninguna lucha organizada y con aspiraciones a tomar el poder y llevar a cabo una revolución socialista. Pero tampoco está muerto, enterrado, neutralizado como un nuevo “clásico” que todo mundo puede leer justamente porque ya no hace daño a nadie.

Consideremos esta figura más allá del programa deconstructivo de Derrida y su ontología o preontología de la diferencia y la huella. El espectro se nos presenta hoy como síntoma de una época que no sabe qué hacer, no sabe “hacia dónde” dirigirse, no sabe tampoco bien hacia dónde va, ni a dónde hemos ido a parar, especialmente frente al Faktum de la violencia. Esta interrogación es tan temporal como espacial. Temporal porque nos remite a una historia y a un porvenir, espacial porque nos obliga a preguntarnos por las coordenadas que orientan nuestro actuar, nuestro pensar, incluso nuestro desear y porque nos hace pensar en la posición y la disposición que exhibimos unos frente a otros y frente a lo otro. Hay pues, algo “lógico” en el habitar, en tanto referido al lenguaje. Quizá entonces podamos comprender mejor la violencia si sabemos atender al espacio en el que se despliegan nuestros conceptos, pero también nuestros deseos.

5. Hegel, el lenguaje, el pensar y el inconsciente

Hegel defiende con peculiaridad claridad en el segundo prólogo a su Ciencia de la Lógica .Wissenschaft der Logik) publicada en 1831, que en lenguaje (Sprache) se encuentran depositadas y consignadas (herausgesetzt und niedergelegt) las formas del pensamiento (Denkformen), el cual las acarrea de manera inconsciente (bewußtlos), de manera que una ciencia lógica trataría de las “determinaciones del pensamiento, que penetran nuestro espíritu fundamentalmente de manera instintiva e inconsciente, incluso nuestra lengua […]” (Hegel, 1956) permaneciendo como no-objetivas (ungegenständlich) y no-temáticas (unbeachtet). En esta misma línea, prosigue Hegel:

En todo lo que se transforma para él [el hombre] en algo interior, en representación, en lo que él hace suyo, la lengua ha penetrado [eingedrängt] y lo que él transforma en lenguaje [Sprache] y expresa en él, contiene de forma encubierta [eingehüllt], mezclada o elaborada [herausgearbeitet] una categoría; tan natural es para él lo lógico […]. (Hegel, 1956, p. 31).[7]

Lo relevante de la cita, es que Hegel hace de la lengua el cuerpo del pensamiento, su dimensión material, capaz de transportar y transmitir históricamente las formas del pensamiento; pero no menos importante es el hecho de que reconoce el carácter eminentemente lógico del lenguaje. No se trata de que el lenguaje pueda ser reducido, como en el logicismo anglosajón del siglo XX, a proposiciones y reglas de la lógica. Se trata justamente de lo contrario: mostrar que la lógica posee un elemento discursivo e histórico, pero aceptando, a cambio, que discursividad e historia poseen una forma y una estructura, incluso una dinámica. El proyecto de una ciencia de la lógica consiste entonces en arrancar y liberar las formas del pensamiento del material (Stoff) en el cual se encuentran, tales como: “el percibir consciente [selbstbewußtes Anschauen], el representar [Vorstellen] […] nuestro deseo y nuestra voluntad o más bien […] nuestro deseo y voluntad representantes [vorstellend] (pues no hay ningún desear o querer humanos sin representación)” (Hegel, 1956, p. 33).

Esto quiere decir que la lógica, lejos de formalizar y alienar nuestra cotidianeidad, la saca a flote en su estructura hace visible los caminos por los que transitan el pensar y el representar, pero también el desear (Begehren) y el querer (Wollen). Pensamiento y voluntad se mueven dentro de espacios de posibilidad, consignados en el lenguaje, que se desarrollan históricamente. Hegel incluso habla del pensar propio de la lógica como un conjunto de espacios silenciosos (stille Räume), donde callan los intereses, pero donde se mueve la vida de los pueblos y de los individuos. No hay devenir posible sin una cierta estabilidad estructural, pero tampoco sin una constante morfogénesis. Hegel no cae, entonces, en la tentación de pensar un mundo originario, pre-racional, pre-objetivo, pre-subjetivo e indeterminado que fuese refractario a la lógica por dos razones esenciales: primero, porque lo que para nosotros resulta “natural” e “inconsciente”, es más bien el resultado de un trabajo del pensamiento de las épocas precedentes: es decir, lo pensado temáticamente puede devenir nuevamente inconsciente: inmediatez devenida; segundo, porque el pensamiento no se limita a actos téticos y conscientes, sino que implica toda la dinámica propia de la génesis, manutención y destrucción de cualquier orden humano, sea en el pensamiento, en la ciencia, la política, el amor, el arte o la religión. Es por ello que por “lógica” no debemos entender ni las “categorías”, ni las “determinaciones del pensar” solamente, sino ese conjunto de formas que configuran los derroteros del pensar y el querer de individuos y pueblos. Es ahí donde deberemos encontrar los caminos de la violencia.

Hegel es también claro en definir los términos en que debemos pensar la lógia. Ésta no es un medio, un organon en el sentido aristotélico, que nos ayudaría a pensar y del cual podríamos disponer como una herramienta:

De nuestras sensaciones, pulsiones [Triebe] e intereses no decimos que nos sirven, sino que ellas valen como fuerzas y poderes independientes [selbständig], de modo que nosotros somos eso mismo […] Pero podemos también hacernos conscientes más bien de que nosotros estamos [a su servicio] más que estar en posesión de ellos […] Semejantes determinaciones del alma [Gemüt] y del espíritu se nos muestran como algo particular, en oposición a la universalidad […] y consideramos más bien estar presos de esta particularidad. Así, menos aún podemos afirmar que las formas del pensamiento, que atraviesan [hindurchziehen] todas nuestras representaciones –sean éstas puramente teoréticas o incluyan algún material que pertenezca a la sensación, a las pulsiones, a la voluntad–estén a nuestro servicio, que nosotros y nos las poseemos más bien ellas a nosotros; qué nos queda contra ellas […] (Hegel, 1956, p. 34).

Hegel, en un famoso opúsculo llamado ¿Quién piensa abstractamente? (2007) ironiza contra el ataque que hace la opinión pública corriente de la filosofía. Ésta es acusada, claro está, de abstracta e inútil, mientras que se llama a lo inmediato, a la experiencia misma, a lo que acontece de forma práctica frente a nosotros como lo más importante. El punto de Hegel consiste en invertir las coordenadas para juzgar lo abstracto. Un pensamiento abstracto es aquél que se conforma con lo inmediato, con lo que se da en el mundo de manera primaria e irreflexiva. El ejemplo que ofrece en el opúsculo nos conduce al centro de la consideración sobre la violencia:

Un asesino es conducido al patíbulo. Para el común de la gente él no es más que un asesino. Algunas damas quizás hagan notar que es un hombre fuerte, bello e interesante. El pueblo, sin embargo, considerará terrible esta observación: ¿qué belleza puede tener un asesino? ¿Cómo se puede pensar tan perversamente y llamar bello a un asesino? ¡No sois sin duda mucho mejores! Ésta es la corrupción moral que prevalece en las clases altas, añadirá quizás el sacerdote, quien conoce el fondo de las cosas y los corazones (Hegel, 2007, p. 154).

En cambio, un pensar concreto irá en dirección contraria al juicio rápido e irreflexivo:

Un conocedor de los hombres busca el camino que tomó la formación del criminal. Encuentra en su historia una mala educación, malas relaciones familiares entre el padre y la madre, alguna excesiva severidad ante una pequeña falta de este hombre que lo enconó contra el orden social, una primera reacción en contra que lo condujo a marginarse y a no poder mantenerse más que por medio del delito (Hegel, 2007, p. 154).

Frente al hecho de violencia, el verdadero pensar concreto convoca a considerar todas las mediaciones: la biografía, la estructura económica y social, la historia y todo aquello que hace posible que frente a nosotros se presente ese hombre como criminal. La opinión vulgar dirá frente a esta argumentación “¡éste quiere exculpar al asesino!”. Toda esta estructura del juzgar se despliega en entramados lógicos y conceptuales en los cuales se ha depositado la experiencia. Este entramado constituye nada más y nada menos que ese espacio de juicio donde marcamos lo común y lo ajeno. Y es por ello que ese hombre condenado a muerte es considerado, de manera abstracta, como una pura exterioridad a lo común del género humano, algo inhumano o infrahumano, como una nada que merece no sólo todo el desprecio, sino también el más violento de los castigos. Es así que juzgamos, frente al hecho directo de violencia, al criminal en su asilamiento, como un punto solitario, fuera de toda inscripción en un espacio social y conceptual. Lo mismo sucede con la violencia social de corte emancipatorio: ella es juzgada de manera aislada, como un puro derramamiento de sangre.

No se debe creer, sin embargo, que sólo al pensador le está reservada la concreción del juicio. Pensar concretamente implica tan sólo separarse de la inmediatez de los juicios, renunciar a considerar los asuntos desde una sola perspectiva, o como si participaran de un único espacio simple. Así, pues, relata Hegel cómo logra: “una mujer de edad, común y corriente, una enfermera, matar la abstracción del asesino y elevarlo nuevamente a una vida con honor”; después de la ejecución, “La cabeza decapitada había sido colocada sobre el patíbulo bajo la luz del sol. ¡De qué manera tan bella, decía ella, el sol de la gracia de Dios resplandece sobre su cabeza!” (Hegel, p. 155) Elle le devuelve su humanidad al cadáver.

Es así que, para pensar la violencia, antes de juzgarla directamente, de condenarla o justificarla, resulta preciso trazar los contornos de ese marco conceptual donde ella emerge como fenómeno y hace ver qué tipo de violencias, así en plural, nos aparecen, con el fin de decidir si se trata de una sola, de varias o si incluso hablamos de lo mismo. Es verdad que antes que toda “teoría” está la “práctica”, pero eso no quiere decir que la práctica carezca de forma, estructura y dinámica, misma que el pensar conceptual hace aparecer. Una lectura de la Fenomenología del Espíritu de Hegel, por ejemplo, nos deja ver que el pensar-lenguaje no se restringe a las operaciones que se hacen con la cabeza, es decir téticamente. La revolución francesa es un pensamiento en acto, así, violenta, terrorífica, ignorante de qué curso tomar, preocupada por educar al “peuple” para que advenga el “citoyen”. O piénsese en las Lecciones sobre la filosofía del derecho. El contrato privado es un modo de pensar en acto, con todas las mediaciones que ello supone. Dicho de manera amplia, todo dispositivo (en el lenguaje foucaultiano), toda institución (en el sentido económico-político de Douglas North), toda máquina (en sentido deleuziano) representa pensamientos autonomizados y en funcionamiento.

6. Foucault y el espacio social

Para entender cómo se relacionan el ser, la comunidad, el espacio y las categorías vale la pena dirigirse a Foucault. Éste comienza su prólogo a Las palabras y las cosas (Foucautl, 1968) con la ya famosa cita de Borges acerca de una pretendida enciclopedia china que categorizaba los animales de la siguiente manera:

a] pertenecientes al Emperador, b] embalsamados, c] amaestrados, d] lechones, e] sirenas, f] fabulosos, g] perros sueltos, h] incluidos en esta clasificación, i] que se agitan como locos, j] innumerables, k] dibujados con un pincel finísimo de pelo de camello, l] etcétera, m] que acaban de romper el jarrón, n] que de lejos parecen moscas. (1968, p. 2)

Lo “impensable” de dicha clasificación no reside en la naturaleza de los seres involucrados (podríamos quitar a las sirenas y a los seres fabulosos y seguiríamos en la misma perplejidad), sino en “la escasa distancia en que están yuxtapuestos (…)” (Foucault, 1968, p. 2). Así, prosigue Foucault:

[…] lo que viola cualquier pensamiento posible es simplemente la serie alfabética (a, b, c, d) que liga con todas las demás a cada una estas categorías. Por lo demás, no se trata de la extravagancia de los encuentros insólitos. Sabemos lo que hay de desconcertante en la proximidad de los extremos o, sencillamente, en la cercanía súbita de cosas sin relación. (Foucault, 1968, p. 2)

En efecto, las categorías producen la risa porque el juego de bordes no es “consistente”, es decir, no nos traza de manera exhaustiva todos los lugares de un espacio, ni tampoco traza territorios excluyentes. Las categorías se traslapan, se incluyen unas a otras y luego se tratan como si fueran diferentes; las categorías hacen referencia a sí mismas (incurriendo, lo sabemos, en la famosa paradoja de Russell), se mueven en diferentes niveles (ciertas categorías nombran animales y otros acontecimientos en los que pueden participar aquellos, pero que llamaríamos accidentales), etc.

Lo fundamental del asunto, reside en que Foucault nos revela una topología de las fronteras, de los bordes que parten y reparten los seres, las clases, lo falso y lo verdadero. Se trata de mapas con los cuales nos orientamos, consciente o inconscientemente. Las categorías muestran en su tejido (en este caso la lista, ese decisivo hilo conductor) el “lugar común” de los seres. De este modo, es correcto afirmar que:

La monstruosidad que Borges hace circular por su enumeración consiste […] en que el espacio común del encuentro se halla él mismo en ruinas. Lo imposible no es la vecindad de las cosas, es el sitio mismo en el que podrían ser vecinas. Los animales "i] que se agitan como locos, j] innumerables, k] dibujados con un pincel finísimo de pelo de camello" ¿en qué lugar podrían encontrarse, a no ser en la voz inmaterial que pronuncia su enumeración, a no ser en la página que la transcribe? (Foucault, 1968, p. 2).

Preguntamos entonces: ¿en qué espacio de justicia, en qué espacio común podrían encontrarse el Estado, el narcotraficante, el desaparecido, el militar torturador, el terrorista, el activista y el ciudadano, por ejemplo? ¿Sobre qué tipos de espacios se ejerce la violencia y qué espacio común justo puede aún ser pensado y ejercitado?

El lenguaje traza, en la producción de lo propio y lo ajeno, la comunidad de los seres, es decir, su espacio. Entonces, resulta que el “ordenamiento de los seres”, esa “repartición en clases”, ese “agrupamiento nominal por el cual se designan sus semejanzas y sus diferencias”, es posible “allí donde, desde el fondo de los tiempos, el lenguaje se entrecruza con el espacio” (Foucault, 1968, p. 3). El lenguaje no hace sino exhibirnos diferentes topologías, algunas en el borde de lo pensable. No es verdad entonces que Borges haga simplemente “desaparecer” el topos, el espacio común de los seres. Si destruye uno, produce otro, más interesante, atravesado por múltiples lógicas a la vez, por diferentes niveles, escalas. Sólo así tiene sentido la confesión de Foucault al leer a Borges, que:

Quizá porque entre sus surcos nació la sospecha de que hay un desorden peor que el de lo incongruente y el acercamiento de lo que no se conviene; sería el desorden que hace centellear los fragmentos de un gran número de posibles órdenes en la dimensión, sin ley ni geometría, de lo heteróclito; y es necesario entender este término lo más cerca de su etimología: las cosas están ahí ‘acostadas’, ‘puestas’, ‘dispuestas’ en sitios a tal punto diferentes que es imposible encontrarles un lugar de acogimiento, definir más allá de unas y de otras un lugar común (Foucault, 1968, p. 3).

El espacio común está en ruinas. Pero sólo el espacio simple, homogéneo, aquel espacio conexo de manera trivial, indiferente. Lo que surge no es un desorden sin espacio, como parece dar a entender Foucault, ni tampoco una ausencia de espacio, sino una multitud de espacios heterogéneos, pero conectados, como los animales del ejemplo, por una serie que los hace convivir. Pero entonces, precisamente por ello, la diferencia simple entre la razón y la sinrazón, entre el interior y el exterior, entre el cuerdo y el loco, entre la violencia y la no-violencia, se vuelve demasiado simple para decir algo relevante sobre el habitar y lo común en general. Habrá, en plural, razones y locuras y múltiples relaciones entre ellas, no la simple frontera simple, pensada aún en términos geográficos, que se rige por la lógica aristotélica bivaluada: verdadero-falso; ser/no-ser, etc.

Ahora bien, este espacio no es una base, no es “uno”, no es total, y sin embargo, configura en cierta medida las posibilidades a priori de lo que en él está inscrito, funciona de manera relacional. Sólo que al no ser único, ni simple, sólo poder ser entendido como un espacio de espacios, donde unos se conectan con otros en lugares específicos, se “mapean” o se interrumpen. Las discusiones sobre la violencia quieren situarse ora en el nivel político, ora en el nivel existencial, ora en el nivel público, ora en el nivel singular, ora desde el punto de la víctima y su vida singular, ora desde el punto de vista histórico-político. Lo que debe entenderse esencialmente, es que no hay última instancia, ni tampoco inmanencia en sentido estricto. Foucault se pregunta, a propósito de las relaciones entre psicoanálisis y etnología si se trata de una “complementariedad” o “articulación” entre el nivel individual y el colectivo, para concluir, sin embargo, que estas disciplinas:

A decir verdad no tienen más que un punto en común, si bien es esencial e inevitable: es aquel en que se cortan en ángulo recto: ya que la cadena significante por la que se constituye la experiencia única del individuo es perpendicular al sistema formal a partir del cual se constituyen las significaciones de una cultura: en cada instante la estructura propia de la experiencia individual encuentra en los sistemas de la sociedad un cierto número de posibles elecciones (y de posibilidades excluidas); a la inversa, las estructuras sociales encuentran en cada uno de sus puntos de elección un cierto número de individuos posibles (1968, p. 369).

Es conocida la frase de Foucault de que el “hombre” es un concepto moderno que ha llegado a su fin. Lo mismo podemos decir del concepto de comunidad, éste ha llegado a su fin en tanto que ya no podemos trazar sus límites sobre la base de cualidades positivas claras y distintas, geométricas, diríamos. La comunidad no puede ser esto o aquello o fundamentarse, a priori y absolutamente, sobre este o aquel criterio. Sin embargo, hay que resistir toda vía negativa, como cuando afirmamos que lo común siempre “escapa” a toda nominación. Foucault escribe:

Si el descubrimiento del Retorno es muy bien el fin de la filosofía, el fin del hombre es el retorno al comienzo de la filosofía. Actualmente sólo se puede pensar en el vacío del hombre desaparecido. Pues este vacío no profundiza una carencia; no prescribe una laguna que haya que llenar. No es nada más, ni nada menos, que el despliegue de un espacio en el que por fin es posible pensar de nuevo (1968, p. 333).

Es por ello que la “falta” de un concepto claro y disponible de comunidad y de lo que significaría hacerle violencia, comienza, paradójicamente, a abrir un espacio nuevo de lo pensable. Preguntemos entonces de nuevo, ¿qué tiene que ver la “comunidad” con el “lenguaje”?, ¿el lenguaje con nuestra época y nuestro espacio? ¿Por qué recurrir a este largo rodeo y no denunciar, exhibir y criticar esa violencia que nos rodea? ¿Por qué hablar del inconsciente y de las estructuras? Una clave la da Frederic Jameson, al mostrar los cambios en el espacio social moderno.

7. Jameson, Anders y nuestro espacio contemporáneo

Siguiendo un análisis histórico del espacio moderno y más específicamente capitalismo, Jameson describe un primer espacio que correspondería a del “mercado clásico capitalista”, entendido como una red o malla (grid), lo que implicó la “reorganización de un espacio sagrado más viejo y heterogéneo en una homogeneidad geométrica y cartesiana, un espacio de equivalencia infinita y extensión” (Jameson, 1968, p. 349) y de la cual el espacio de confinamiento que analiza Foucault sería un ejemplo emblemático. Podríamos decir que este espacio tiene como horizonte la “claridad y distinción” cartesianas y sobre todo el anhelo de poder encontrar un solo espacio donde colocar a los seres y lo acontecimientos; un espacio donde el lenguaje, apoyado en la formalidad matemática, lograría evitar toda confusión.

Pero el espacio de nuestra época comenzaría más bien con la “creciente contradicción entre la experiencia vivida y la estructura, o entre una descripción fenomenológica de la vida de un individuo y un modelo más propiamente estructural de las condiciones de existencia de esa experiencia” (Jameson, 1968), donde la apariencia (Erscheinung) y la esencia (Wesen) se divorciarían realmente. Se trata, en esencia, de lo que ya Hegel advertía, a saber, que no basta una fenomenología, en este caso, de la violencia, sino, que resulta también necesario un análisis estructural, pues: aquellas “coordenadas estructurales ya no son accesibles a la experiencia inmediata vivida y muchas veces no son conceptualizables para la mayoría de la gente” (Jameson, 1968). La situación ha llegado al límite en que podríamos afirmar que: “si la experiencia individual es auténtica, entonces no puede ser verdadera; y que, si un modelo científico o cognitivo del mismo contenido es verdadero, entonces escapa a la experiencia individual” (Jameson, 1968).

Más allá de Jameson y volviendo a cierto Foucault, este análisis estructural-fenomenológico deja de ser dialéctico, para convertirse en “topológico”, pues ya no se trata de producir el espacio de una síntesis omniabarcante, sino de analizar la intrincación de los espacios, sin apelar a clásica distinción entre lo ontológico y lo óntico, o entre la estructura y la superestructura. Adicionalmente, el análisis formal no remitiría a una sola estructura oculta (una última instancia o infraestructura), sino a un conjunto de espacios entrelazados entre sí. Si queremos entonces comprender la violencia, es necesario comprender la estructura de ese espacio que habitamos. Sin esta comprensión fallamos a aquello que Jameson, tomando de Kevin Lyncha, llama “mapeo cognitivo”, es decir, esa capacidad de poder orientarse en el espacio social, conocer las conexiones, las complejas relaciones entre lógica y existencia, saber y vida, en la pequeña comunidad, en la ciudad y en el planeta.

Con base en lo dicho, buscaremos aportar cuatro ideas para comprender algo de la violencia contemporánea que configuran éste, nuestro espacio común. En primer lugar, nos enfrentamos a una fragmentación radical del mundo, pero que no deriva en una suerte de archipiélago, en mesetas independientes, en una “multitud de interpretaciones”, sino que se encuentra anudado de tal manera que permite, solicita, produce y reproduce todo tipo de violencias sistémicas y sistemáticas. Por esta razón no podemos ya más saturar conceptualmente el espacio social a partir de una polaridad esencial, como lo sería la lucha de clases sociales (sin que esa diferencia deje de ser objeto de violencia, tanto estructural como abierta).

Si en el análisis marxista clásico era posible rastrear la producción de una mercancía a un proletariado todavía nacional, bajo un sistema jurídico particular (encarnado en un Estado), hoy la producción de aquellas y del mundo en general pasa por diferentes sistemas al mismo tiempo. Si una mercancía requiere materiales de África, mano de obra de niños en Asia, maquilas en América Latina, para ser distribuida finalmente en E.U., es evidente que no sólo no existe una clase productora unificada (la división del trabajo llega al límite de su diferenciación), sino que el proceso mismo de producción se divide entre diferentes regímenes políticos, diferentes regímenes económicos y diferentes regímenes jurídicos. Si a nivel puramente político podemos enfrentar democracias contra autocracias, de facto, el mercado internacional, con su violencia inmanente, se sirve tanto de unas como de otras (de lo formal y lo informal, de lo legal y lo ilegal, de la violencia abierta y la paz injusta), dependiendo de los momentos necesarios de aluna cadena comercial. Esto exige renunciar a un concepto unitario del mundo, pero también a uno dualista, para ver emerger una multiplicidad que se anuda de maneras paradójicas.

En segundo lugar, hay que marcar el hecho de que la tecnología ha introducido una desproporción radical entre una vida individual y el daño general o global que puede causar. El sociólogo Günther Anders habla de un “desnivel prometeico”, entendido como esa “a-sincronía del hombre con su mundo de productos” (Anders, 2011, p. 31), visible de manera ejemplar en la bomba atómica: una decisión individual o de un pequeño grupo puede acabar con la humanidad entera. En otra escala, no es muy distinta la situación del terrorista o del Amokläufer, que con muy pocos recursos puede acceder a una enorme capacidad de destrucción. Lo que la tecnología logra, más allá de los efectos de “mecanización” o “abstracción” de la vida, es la concentración de un gran poder en manos individuales, una potencia para la que no existe medida capaz de contenerla. No hay, por ello, tecnología que pueda lograr la “seguridad” de un país; sólo la política puede tener un alcance que impacte, por ejemplo, las decisiones sobre la proliferación y uso del armamento. Es como si dentro de nuestro espacio cotidiano poseyéramos la potencia de otra escala, una fuerza que le corresponde a los planetas o a la fisión atómica del sol, pero no a las manos de los líderes políticos.

En tercer lugar, y retomando la idea de Jameson, podemos hablar de una violencia que se ha instalado, gracia a la tecnología y al sistema económico y social en el cual se apoya, en la normalidad misma. Carlos Fernández Liria expone esta desproporción con gran elocuencia: los ejecutivos del Fondo Monetario Internacional pueden compararse a los pilotos de aviones B-52, los cuales son incapaces de “representarse fácilmente el desajuste que hay entre la insignificancia de su gesto sobre el tablero y la desmesura de sus efectos”; de la misma manera:

[…] el ejército de ejecutivos que deciden sobre las medidas económicas que se aplican a lo largo y ancho del planeta (y el ejército de periodistas e intelectuales que les hacen el juego), no están en condiciones de hacerse cargo moralmente de este “desnivel prometeico” entre “su trabajo”, rutinario y pacífico, y el océano de miseria y de dolor sobre el que están produciendo sus efectos (Fernández 2016).

Lo grave del asunto, es que no solamente se trata de pilotos y ejecutivos los que forman parte de la producción y reproducción de un sistema de injusticia y violencia sistemáticas, sino que nosotros mismos, con nuestros celulares y automóviles, “estamos ya, lo queramos o no, apretando esos botones que producen efectos demasiado grandes para nuestra capacidad de imaginar y de sentir” (Fernández 2016) Pero si es verdad que la tecnología produce una potenciación de ciertos individuos y ciertos grupos, la brecha que separa a algunos de su acceso, produce también, necesariamente, una impotencia que no había existido nunca antes en la historia humana. Es decir, quien está fuera del acceso tecnológico normal, entonces se encuentra en una desventaja de poder, se encuentra confinado a la impotencia. Ahondemos un poco al respecto.

Una reacción violenta suele acontecer como respuesta a una agresión. El que se siente violentado, se sintió antes agredido. Y entonces, ejerce una violencia que comienza un círculo vicioso y de escalamiento de la fuerza. Pero ¿de dónde viene la violencia que vemos, por ejemplo, en las calles mexicanas, pero también en las de E.U. o Afganistán? ¿Por qué tal desmesura? Porque todo un sistema social, político y económico agrede, de manera sistemática, al sujeto, acorralándolo. La violencia produce entonces el espejismo de agencia, de poder y eso sólo es posible en un mundo en el que dicha agencia ha sido material y simbólicamente reprimida y casi aniquilada. En el trabajo, en el placer, en el tiempo libre, todo parece decidido por otros. Y así como al presionar los botones del celular contribuimos a la “cadena de valor” que sostiene una violencia económica estructural, nuestros comportamientos sociales contribuyen a la supresión de la agencia de los hombres singulares.

Si recordamos que en alemán el término Gewalt significa tanto violencia, como poder, entenderemos con facilidad cómo es que empuñar un arma, sea de la naturaleza que sea, reviste una dimensión de violencia, pero también de poder, en tanto que reconfigura el espacio de relaciones sociales por un instante. Desde luego, el nivel de esta violencia es puramente vivido y no alcanza a llegar hasta las relaciones estructurales, pero es suficiente como para que un individuo pueda experimentar los efectos intoxicantes de la potencia. Empuñar un arma parece devolverle el control al individuo, lo empodera, lo eleva a la elección casi mítica de poder decidir sobre la vida y la muerte de otro, ¿qué cosa más violenta y poderosa puede haber?

Es Hanna Arendt quien hizo una clara distinción entre política y violencia, basándose la primera en marcos de participación social legítimos, mientras que la segunda constituiría aquel recurso donde falta aquella. Sin embargo, una política económica mundial como la actual, capaz de engendrar violencia de manera sistémica, hace dicha diferencia insostenible. Además, según lo que expusimos arriba, el sistema económico mundial funda su dinámica en la cooperación de instancias aparentemente contradictorias. Así, el orden social en un sentido se mantiene a partir del desorden en otro, la paz aquí se funda en la guerra allá, y el orden político pacífico acaba por revelar sus vínculos indisolubles con la violencia abierta en otra región. Es así que debemos escapar de las alternativas sencillas, para ver un espacio social más complejo.

Foucault escribe en uno de sus últimos seminarios, Le sujet et le pouvoir (1994), que el poder, entendido como el gobernar (gouverner), consiste en acciones sobre las acciones de otros. No se trata de controlar el cuerpo, ni de ejercer la violencia directamente, pero tampoco del poder jurídico, que transforma a los sujetos en personas (o sujetos de derecho), con derechos obligaciones. No se trata, pues, ni de la ley, ni de la fuerza, sino de los mecanismos que controlan, en una suerte de ingeniería, las conductas de otros. La idea de “dispositivo”, no es más que un arreglo complejo (social, político, económico, del espacio, de las instituciones, de las relaciones más íntimas, etc.) que permite gobernar las conductas de otros (de ahí el sentido de una microfísica del poder, tema caro a Foucault). Así, dice Foucault: “Gobernar, en ese sentido, consiste en estructurar el campo de acción eventual de los otros” (Foucault, 1994, p. 237). En realidad, podríamos extender su definición al campo de lo político en general como la estructuración del espacio donde se juega un vínculo social, que crea, sostiene o destruye ciertas relaciones, orientadas a producir efectos recíprocos.

De esta manera, la puesta en juego de las relaciones de poder no se limita ni “al uso de la violencia”, ni a “la adquisición de consentimientos” (1994, p. 236). La formulación es aquí muy clara: la relación de poder significaría un actuar sobre las conductas de otros, pero no directamente, sino a través de la configuración de un “campo”, o mejor, diríamos, de un espacio. Esta relación consistiría entonces en “un conjunto de acciones sobre acciones posibles; [que] opera sobre el campo de posibilidad donde se inscribe el componente de los sujetos actantes [aggisants]: él incita, él induce, él desvía, él facilita o hace más difícil, él alarga o limita, él hace más o menos probable; en el límite, él restringe o prohíbe absolutamente […se trata de…] Una acción sobre acciones” (1994, p. 237).

Así, la relación de poder, de la que la violencia es uno de sus modos, significa actuar en y configurar un espacio de posibilidades sociales, no por medio de prohibiciones directas, sino haciendo las conductas más fáciles o difíciles, en suma, aumentando o disminuyendo su probabilidad. En este sentido la violencia que emerge de un individuo cuya subjetividad ha sido reducida a la impotencia, recrea un espacio de poder o empoderamiento, sólo que en un espacio limitado y de naturaleza altamente imaginaria. Se trata de un espejismo narcisista en tanto que el perpetrador de la violencia acaba siendo al final de cuentas un títere de una violencia estructural. El soldado, el policía, el Amokläufer, el terrorista, el sicario: ellos pueden creen ser el principio y final de esa decisión de matar o torturar, por ello deben odiar en carne propia, deben asumir la violencia como su sentimiento propio, aunque se trate en realidad de una orden difusa que no alcanzan a percibir como tal. En otras palabras, aquí no lidiamos necesariamente con la obediencia directa de órdenes, sino con una identificación personal que sirve de sustento imaginario de una supuesta potencia.

La impotencia se traduce en violencia, que genera impotencia en otro, que genera una respuesta violenta, para producir una nueva impotencia en otro, etc. Esta es la cadena de transferencia de la violencia y la impotencia. La violencia produce un gozo. Éste es el gozo de sentirse un sujeto, aunque sea por un instante, es decir, de estar en condiciones de decidir, justo ahí donde los poderes objetivos deciden cada recoveco de la vida. Esta es la suerte del sujeto contemporáneo: no poder decidir sobre nada. El sicario lucha, en su teatro, por su subjetividad y es probablemente el personaje más asertivo y por ello más cínico. Él dice: “mejor vivir un día como sujeto, que una vida alienado”. Pero ese poder que parece poseer es pura destructividad, no puede construir nada nuevo, ni duradero, es el instante de la subjetividad como negación absoluta, como abismo de aniquilación que, al final termina en autoaniquilación radical.

Esto tiene sentido en una sociedad que lo ha acorralado y le repite: no tienes poder, injerencia, derecho sobre nada. Eres nada. Así como el trabajador no tiene nada excepto su fuerza de trabajo en el capitalismo, actualmente, sólo se posee la vida (el desempleo hace incluso inútil tu fuerza de trabajo), por ello, la única libertad, es sobre la vida y la muerte, la propia y la de otros. Es ésta la afirmación sorda de un poder, absoluto y a la vez sin consecuencias, porque se consume en instante de su consumación. Es la potencia absoluta de quitar la vida convertida en impotencia pura, que sólo puede abismarse en la nulidad de su acto. Esta es la estructura trágica de buena parte de la violencia contemporánea. Por tratar de salvar la subjetividad, se la aniquila. En resumidas cuentas, lo seductor de la violencia proviene del espejismo de la promesa de ser sujeto. Ser impotente significa ser esclavo. El esclavo quiere devenir sujeto. Pero cuando jala el gatillo y mata a otro hombre, pierde aquello que es lo único que podía salvarle. Porque el poder no es una cualidad personal, algo que se posee, sino una relación. Acceder a la verdadera potencia es acceder a la relación no dominante, sino constructiva. Al matar, se aniquila toda posibilidad de colaborar. En el fondo, ¿no se mata al otro por no haberme dado nunca la posibilidad de ser sujeto?

En cuarto lugar, hay que resaltar que no es posible hablar de la “violencia” en general, fuera de todo contexto, fuera de toda relación. Habría que hablar más bien de violencias y de sus diferentes marcos, escalas e implicaciones. Pero si renunciamos a un concepto esencial de violencia, no cedemos, en cambio, a la multiplicación de sus apariciones. Por ello es que frente a la unidad del concepto y su multiplicidad interpretativa, se nos impone la necesidad de pensar la correlatividad, las complicidades y diferencias, es decir, los bordes que hay entre unas formas de violencia y otras, así como las lógicas peculiares que cada una comporta: la violencia económica, la violencia social, la violencia represiva, la violencia defensiva, la violencia terrorista, la violencia Estatal o interestatal, la violencia de género, la violencia verbal, la violencia, las violencias.

Conclusión

En este momento debemos ser sensibles a la radical transformación de la topología del espacio social. Hemos heredado de siglos de filosofía pensamientos dualistas, pensamientos fundamentales, pensamientos con la estructura de una totalidad. Hemos heredado una geometría, una lógica de los espacios, de las diferencias, de los individuos y sus interacciones. Pero los fenómenos actuales desbordan ya nuestras habitualidades. No sólo el desaparecido disloca el discurso del derecho, también los crímenes contra la humanidad, en tanto que rebasan al Estado, garante histórico de la legalidad. La complicación entre el trabajo y el no-trabajo gracias a los medios de comunicación como el teléfono móvil y el correo electrónico, que nos mantienen “en línea” y en perpetua disponibilidad, suponen también una dislocación de la frontera entre lo público y lo privado. La colaboración sistémica entre paz y guerra, como entre legalidad e ilegalidad, formalidad e informalidad nos hace ver poco a poco que no se trata de defender un “estado de derecho” frente a una pura barbarie, sino que el Estado participa de esa misma barbarie, mientras que formas no estatales, acusadas de ilegalidad, suponen la interrogación más legítima de la función y alcances de aquél. Todo esto hace no sólo imposible, sino también indeseable, servirse de un concepto estrecho de violencia, como de no-violencia. Deberemos saber que ese “no” es algo más que una mera negación, un opuesto. Al reflexionar sobre estos temas nos acompañan, sin duda, un desasosiego y un desconcierto propios de una transformación mundial cuyas formas apenas comenzamos a vislumbrar. Es por eso que, frente a la urgencia que demanda el mundo por actuar, no debemos prescindir de una demorada y diferenciada tarea de clarificación conceptual, incluso ahí donde parece ser más abstracta.

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Notas

2 Hay que decir, sin embargo, que lo paradójico de un pensamiento del espacio no pretende simplemente reemplazar al sujeto por otro espacio más “general” inscribiendo a aquel en este. No podemos sino aceptar el quiasma o situación paradójica de una doble inscripción: el “alguien” quien comprende el mundo, pero ese alguien está a la vez puesto como un elemento más en ese mundo. Igualmente, no se trata de desplazar al tiempo por el espacio, sino de pensar su entrelazamiento.
3 En fechas recientes Byung-Chul Han ha publicado el texto: Topología de la violencia (2016). Ahí nos dice: “Hay cosas que nunca desaparecen. Entre ellas se cuenta la violencia. La Modernidad no se define, precisamente, por aversión a ésta. La violencia sólo es proteica. Su forma de aparición varía según la constelación social. En la actualidad, muta de visible en invisible, de frontal en viral, de directa en mediada, de real en virtual, de física en psíquica, de negativa en positiva, y se retira a espacios subcomunicativos y neuronales, de manera que puede dar la impresión de que ha desaparecido. En el momento en que coincide con su contrafigura, esto es, la libertad, se hace del todo invisible. Hoy en día, la violencia material deja lugar a una violencia anónima, desubjetivada y sistémica, que se oculta como tal porque coincide con la propia sociedad” (p. 1). Han tiene razón: la violencia se ha vuelto sistémica y subcutánea, rebasando su forma “antagónica”, más propia de la guerra fría. Donde se equivoca, sin embargo, es en la confianza que tiene en poder captar las mutaciones de la violencia a partir de una simple “transformación”: de exterior a interior, de física en psíquica. Lo más grave de la violencia consiste justamente en confundir la diferencia, la separación clara y distinta de aquello que cuenta como físico y como psíquico. La tortura psicológica que sufren activistas sociales en retenes militares, ¿es sólo psicológica? O la violencia física, ¿no es también psicológica? Han pertenece, junto con otra ola de pensadores que describen la “virtualización” de la sociedad a un sector de la intelectualidad que no es capaz de describir el mundo en su carácter paradójico. Si es verdad que vemos la emergencia de formas sociales de violencia invisible en el mundo “desarrollado”, no por ello ha desaparecido la violencia más cruda, represiva y física en el “tercer mundo” e incluso en zonas claramente identificables del “primer mundo”. Nuestra época se caracteriza por hacer convivir las formas más antagónicas de violencia, por hacer convivir tiempos o épocas muy diferentes, como desarrollo y subdesarrollo en un sistema de explotación sorprendente efectivo. Diríamos entonces que la violencia no pasa de exterior a interior, sino que se traza en un extraño continuum interior-exterior, como en una banda de Möbius.
4 Aquí podemos reflexionar brevemente sobre la figura del contrato social en Hobbes. En su Leviatán, el soberano es aquel que logra poner fin a la guerra de todos contra todos. Él es quien cuidará a todos de todos, postergando el apocalipsis ínsito en la socialidad misma, pidiendo a cambio ser el único soberano, el único sujeto. La “guerra de todos contra todos” lo que prueba es la incapacidad de los hombres de ser sujetos, un no saber qué hacer con esa libertad que se tiene sobre la vida del otro. El soberano absorbe la subjetividad de sus súbditos, quienes renuncian a ella y le dicen: sólo tú serás.
5 De una comunicación privada con Sabina Morales Rosas.
6 Para el concepto de heterarquía ver: (McCulloch, 1945).
7 Todas las traducciones del alemán son mías y han sido confrontadas con la edición de Mondolfo (1956), cuyas páginas se proporcionan en cada caso.


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