La economía social solidaria y la política social del nuevo gobierno federal

Juan José Rojas Herrera
Adscripción: Universidad Autónoma Chapingo., México

La economía social solidaria y la política social del nuevo gobierno federal

Nóesis. Revista de Ciencias Sociales y Humanidades, vol. 29, núm. 57, pp. 68-87, 2020

Universidad Autónoma de Ciudad Juárez

Recepción: 24 Enero 2019

Aprobación: 07 Marzo 2019

Resumen: Tomando como base el caso mexicano, en el presente artículo, después de evidenciar el fracaso de la política social como instrumento efectivo de combate a la pobreza durante los gobiernos de la época neoliberal (1982-2018) y argumentar a favor de la conveniencia de someterla a una profunda reorientación, se postula la tesis de que la confluencia de intereses entre el nuevo gobierno federal que entró en funciones el pasado 1 de diciembre de 2018 y el movimiento cooperativo y de la economía social solidaria, podría producirse en la medida en que la política social abandonara sus añejas inclinaciones clientelistas, asistencialistas y paternalistas, para asumir un enfoque de desarrollo de las capacidades y destrezas de la ciudadanía. Sólo bajo estas condiciones, la sociedad civil organizada podría hacerse responsable de la solución de sus propios problemas a nivel local, contando para ello con un fuerte y consistente apoyo del aparato gubernamental.

Palabras clave: cooperativismo, políticas públicas, clientelismo, asistencialismo..

Abstract: Based on the Mexican case, after an evident failure of social policies as effective instruments to fight poverty during neoliberal government terms (1982-2018) and arguing in favor of the convenience of submitting it to a profound reorientation, the present article postulate a thesis where the confluence of interests between the new federal government, that took office on December 1, 2018, and the cooperative and social solidarity economy movement could be produced when social policies abandon their old clientelist, assistance and paternalistic inclinations, in order to assume a citizens’ capabilities and skills development focus. Only under these conditions, organized civil society could take responsibility for the solution of their own problems at a local level, counting with a strong and consistent support from governmental institutions.

Keywords: cooperativism, public policies, clientelism, assistance..

Introducción

Vistas en su conjunto, las políticas económicas implementadas en México desde la década de los ochenta se han caracterizado por su marcada orientación a apoyar preferentemente a las grandes empresas privadas, tanto nacionales como extranjeras, con la intención de favorecer la inserción del país en la economía mercantil globalizada. Junto con ello, la política social instrumentada, a pesar de su marcado carácter compensatorio y su declarada pretensión de focalización hacia los más pobres, no ha cumplido con el propósito de garantizar la reproducción social de las grandes mayorías en condiciones dignas. Tampoco ha contribuido a resolver las inequidades existentes y a lograr una mejor distribución de los recursos y de la riqueza.

Lo que explica estos magros resultados es la falta de coherencia entre la política económica y los objetivos sociales, ya que, por un lado, la política económica al subordinar la equidad al crecimiento económico ha tenido efectos concentradores de la riqueza y el ingreso y, por el otro, la política social se ha visto como un simple derivado de la política económica general, convirtiéndose en una política social de carácter asistencialista y preventiva de estallidos sociales, prevaleciendo un estilo paternalista, clientelista y burocrático en su ejecución.

Todo esto ha ocurrido en un contexto en el que en México prevalece el estancamiento económico, que ha propiciado mayor desigualdad económica y social, e incrementos inusitados en los niveles de pobreza y desempleo. Dichos problemas han intensificado la migración forzada por causas económicas y el crecimiento incontrolado de la violencia organizada y de la llamada economía informal. En suma, se ha producido un mayor deterioro de las condiciones de vida de los segmentos más desfavorecidos de la población y una descomposición social de grandes dimensiones.

En estas circunstancias, el 1 de julio de 2018, se produjo lo que podríamos denominar como la segunda insurrección electoral-popular de la era moderna[2], durante la cual más de 30 millones de mexicanos sufragaron a favor de la candidatura presidencial de Andrés Manuel López Obrador (AMLO), así como de la mayoría de los candidatos a legisladores federales y locales postulados por el Partido Movimiento de Regeneración Nacional (MORENA), lo que la convierte en la principal fuerza política del país, al menos durante el próximo trienio: 2018-2021. A los fines del presente artículo, la alusión a este acontecimiento histórico tiene que ver con el hecho de que en el contenido del documento programático denominado: Proyecto Alternativo de Nación (2018-2024), presentado por MORENA en el transcurso de la contienda electoral y de manera aún más reiterada durante el largo proceso de transición que concluyó el pasado 1 de diciembre de 2018, se esboza la intención de sustituir el actual modelo económico neoliberal, hasta ahora imperante, por uno nuevo basado en la expansión del mercado interno y la acción dinamizadora del Estado, dentro del cual el cooperativismo y la Economía Social Solidaria (ESS) se convertirían en un factor transversal de la política social, laboral, agraria y educativa del nuevo gobierno federal.

Abundando en el significado del acontecimiento ocurrido el 1 de julio de 2018, se ha dicho que reveló la aparición de un nuevo movimiento social, incluso de una especie de sublevación popular pacífica, a través de la cual se expresó toda la rabia e indignación acumuladas en la sociedad mexicana durante las largas décadas del predominio neoliberal. A todas luces se trató de una movilización popular nacida de las profundidades de la sociedad, con un carácter heterogéneo y espontáneo que superó no sólo la capacidad organizativa de MORENA, sino sus propias expectativas. Trascurridas unas cuantas semanas de la instalación formal del nuevo gobierno y habiendo concluido el primer período ordinario de sesiones de la LIV Legislatura del Congreso de la Unión, el panorama general del país continúa marcado por la incertidumbre y una gran expectación respecto a lo que realmente vaya a ocurrir.

Bajo este contexto, en este artículo aspiramos a aportar algunos elementos que contribuyan, por una parte, a poner en evidencia la imposibilidad de alcanzar la equidad social mientras la economía nacional se conduzca bajo los dictados del modelo neoliberal y, por la otra, a dilucidar si la ESS puede o no ser una opción viable para facilitar la inclusión productiva y la participación organizada en la vida política nacional de los mal llamados “perdedores” del actual sistema económico.

Cabe aclarar que la base en la que se sustenta el enfoque anterior se inscribe en la perspectiva de los derechos humanos universales, en cuyo marco la igualdad de oportunidades se entiende como plena titularidad de derechos para todas las personas independientemente de su raza, sexo o nivel educativo (Sahuí, 2014) . No obstante, la tendencia de las últimas cuatro décadas, de la mano de la propagación del modelo económico de la globalización neoliberal, no ha hecho otra cosa que aumentar las desigualdades en todos los planos de la vida económica, social y cultural, lo cual no puede interpretarse de otra manera si no como un grave atentado a la dignidad de las personas. Tomando en cuenta lo anterior, si el objetivo último, tanto de las tareas y funciones estatales como de la acción colectiva de los movimientos sociales, tal como lo ha planteado Marina (1993), debe ser la persona y sus libertades, entonces la lucha por alcanzar mayores niveles de igualdad económica y social, debe también estar en el centro del quehacer de la ESS y convertirse en un tema de discusión prioritaria.

Para abordar el tema antes señalado, la estructura del trabajo se ha dividido en cuatro apartados. En el primero de ellos, se exhiben, de manera sucinta, algunos de los impactos del modelo neoliberal en el desarrollo social de México. Partiendo de esta base, en el segundo apartado, se exponen las grandes líneas de lo que implicaría un cambio de rumbo en el contenido y la orientación de la política social. El tercer apartado está dedicado a presentar las medidas concretas que en materia de política pública de fomento a la ESS sería imperativo realizar, a fin de inducir la inclusión económica de amplios segmentos de la población marginada. Por último, en el cuarto apartado, se presentan una serie de reflexiones generales no conclusivas, bajo el entendido de que la discusión y debate sobre el papel de la ESS en la coyuntura actual, continúan abiertos.

1. El impacto del modelo neoliberal en el desarrollo social de México

Como se ha constatado a lo largo de los últimos años, el neoliberalismo constituye una grave agresión contra la naturaleza y la humanidad, en la medida en que impone un modelo económico altamente excluyente, concentrador de la riqueza en pocas manos y excesivamente depredador del medio ambiente y los ecosistemas. Por tal razón, no resulta en modo alguno arriesgado afirmar que el modelo neoliberal de mercado ha evidenciado su incapacidad para resolver la cuestión social y mantener el equilibrio ecológico.

No obstante, la emergencia del neoliberalismo, a principios de la década de los ochenta, se sustentó en una crítica demoledora al modelo de Estado benefactor, particularmente en lo referente al gigantismo e intervencionismo desmedido de los gobiernos, así como a los mecanismos de capilaridad y de redistribución del ingreso que fueron acremente desacreditados por ser populistas y distorsionadores de la libre competencia mercantil. En su lugar, se ofrecieron una serie de mitos, tales como la supuesta superioridad de la empresa privada para administrar la riqueza sin incurrir en actos de corrupción; asegurar que la economía de los países se vería mejorada con la liberación de los mercados; postular la efectividad de la gloriosa mano invisible que regularía la oferta y la demanda; suponer que la única manera de lograr una óptima distribución de los recursos dependía de generar estabilidad macroeconómica y, sobre todo, imponer la tesis de que primero habría que crear riqueza y después distribuirla. Todos estos mitos, dieron lugar a un conjunto de promesas que generaron grandes expectativas, en términos de un incremento significativo y continuo del bienestar material para todas las capas de la sociedad; pero, que hoy, ante los hechos de la cruda realidad cotidiana, han caído irremisiblemente por los suelos.

Por tal motivo, frente a la pérdida de legitimidad del modelo neoliberal al inicio del siglo XXI, a sus principales beneficiarios, como ha señalado De Souza-Santos (2003), no les queda más que actuar con todo cinismo y recurrir al uso de la fuerza para seguir adelante con el proyecto privatizador, globalizador y saqueador de la riqueza nacional de los pueblos.

En cualquier caso, lo cierto es que el modelo neoliberal y el aparato político a su servicio, no solamente no cumplió con lo que prometió sino que provocó una crisis social y humanitaria de dimensiones colosales. Para el caso de México, esto puede verificarse echando una rápida mirada a los indicadores relativos a desigualdad, pobreza, desempleo, economía informal, migración y violencia organizada, como se podrá constatar a continuación.

Empezando con el tema de la desigualdad, tal como lo ha venido mostrando la Confederación Internacional Oxfam, en sus informes temáticos anuales sobre la desigualdad que impera en el mundo, está confirmado que la riqueza mundial se concentra cada vez más en manos de una pequeña élite extremadamente rica, que apenas constituye el 1% de la población mundial, pero que posee el 50% de la riqueza global, mientras que el 99% restante debe repartirse el otro 50%. Lo anterior equivale a decir que 3 800 millones de personas, el 50% más pobre de la población mundial, comparte la misma cantidad de riqueza que las 26 personas enormemente ricas que forman la élite mundial (Oxfam, 2019). En México, el 10% más adinerado de la población controla el 64.4% de la riqueza nacional[3]. Esta tendencia concentradora se ha confirmado en el Informe Oxfam, 2019: Bien público o riqueza privada, en el que se afirma que en el año 2018, los más ricos vieron aumentar sus ingresos en un promedio diario de 2.5 miles de millones de dólares. Mientras que la mitad más pobre del mundo advirtió que su riqueza disminuía en 500 millones de dólares diarios en el mismo período.

En relación con el tema de la pobreza, para tener una visión adecuada del problema, debe considerarse que actualmente para que una familia mexicana tenga acceso a una canasta básica de bienes y servicios se requiere de por lo menos cinco salarios mínimos; empero, como señala Ponce (2018: 1), “el 68% de los ocupados ganan menos de tres veces el salario mínimo y el poder de compra de éste representa solamente el 27% del valor que tenía en 1976”. Por esta razón, no resulta sorprendente que el Consejo Nacional de Evaluación de la Política de Desarrollo Social (CONEVAL, 2015) haya calculado que, en 2014, del total de la población mexicana, 46.2% se encontraba en estado de pobreza, equivalente a 55.3 millones de personas, de las cuales 11.4 millones se hallaba en pobreza extrema, es decir, que presentaban más de tres carencias sociales[4] y percibían un ingreso inferior a la línea de bienestar mínimo. Así las cosas, la población en condición de pobreza alcanza el 61.6% en áreas rurales, en tanto que la proporción disminuye al 40.5% en las zonas urbanas.

Por otra parte, el desempleo crece imparablemente debido a que la tasa de crecimiento de la economía nacional es insuficiente para generar los empleos que el país necesita. Efectivamente, de acuerdo con diversas estimaciones (Figueroa, Pérez y Godínez, 2016; Ruiz y Ordaz, 2011;), existe un déficit de 1.1 millones de empleos al año. Por tanto, para enfrentar el rezago laboral y generar la cantidad de empleos que el país demanda anualmente sería necesario crecer a tasas cercanas al 5% y sostener dicho crecimiento durante un período mínimo de cinco años. El problema es que la economía mexicana sólo creció 2.3%, como promedio anual, entre 1983 y 2017. En tales condiciones, el aparato productivo no es capaz de absorber a los nuevos trabajadores, mucho menos al rezago acumulado que, conservadoramente se calcula que comprende a 10 millones de personas (Ponce, 2018).

Al mismo tiempo, asistimos al desmantelamiento de los sistemas de seguridad social, producto de las modificaciones a las leyes laborales de los últimos años que se han traducido, por una parte, en el incremento desmedido de la terciarización, el out sourcing y la precarización del trabajo y, por la otra, en una baja sensible en los ingresos de los trabajadores.

Asimismo, como producto de la falta de oferta cuantitativa de empleo y de las bajas remuneraciones que ofrece la mayoría de las empresas del sector formal, se aprecia una creciente informalización de la actividad productiva y comercial. Debido a ello, bajo el ambiguo concepto de economía informal[5], millones de personas obtienen algún ingreso, desempeñando una gama muy amplia de actividades. De acuerdo con datos del INEGI (2018), se estima que la economía informal alcanza el 56.8% de la Población Económicamente Activa (PEA), equivalente a 30.2 millones de personas. La mayor parte de estos trabajadores son jóvenes de entre 14 y 24 años o adultos mayores con más de 64 años de edad, poseen niveles educativos muy bajos y se ubican en cuatro actividades: campo, construcción, servicio doméstico y comercio, percibiendo ingresos menores a dos salarios mínimos, lo que significa que caen dentro de la categoría de pobreza extrema.

Así las cosas, frente a la visión negativa que se propaga de este tipo de economía, sobre todo en los medios masivos, que las califican como actividades mayoritariamente parasitarias o de piratería, compartimos la opinión de Cadena (2005: 23), quien ha señalado que “sin estas iniciativas que recogen prácticas y estrategias populares de resistencia y de cooperación, la crisis por la exclusión laboral seria de proporciones inmanejables, al menos desde hace varios años”.

Aun así, la carencia de oportunidades de empleo no cesa de expulsar mano de obra y talento, en tanto se mantiene un panorama complejo y adverso, que impide a los ciudadanos alcanzar mejores condiciones de vida, lo que empuja a miles de familias a optar por el recurso de la migración. Esto sucede porque la movilidad social ha sido bloqueada durante décadas y se han cerrado los caminos del escalonamiento social por la vía del mérito y el trabajo abnegado y responsable. Las únicas movilidades que el sistema propicia conducen hacia abajo de la escala social o hacia el exterior del país.

En el caso de la migración hacia el exterior, de acuerdo con datos del Anuario de Migración y Remesas elaborado por la Secretaría de Gobernación (2018), México, con 13 millones de migrantes, ocupa el segundo lugar a nivel mundial, sólo superado por India, con 16.6 millones. De los migrantes mexicanos al extranjero, 98% lo hacen a los Estados Unidos de América, ya sea de manera temporal o definitiva, documentada o indocumentada, y aún a costa de su vida. De 2010 a 2017 el flujo de mexicanos a dicho país se contrajo a 135 mil personas, promedio anual. A septiembre de 2017, el monto acumulado de repatriados por la autoridades migratorias estadounidenses alcanzaba la cifra de 66, 867 personas. Por otro lado, el periódico El Universal, con base en datos del Banco Central, acaba de anunciar que México alcanzará un nuevo máximo histórico en remesas, tras recibir 30, 527, 29 millones de dólares de sus ciudadanos residentes en el extranjero en los primeros once meses de 2018, un aumento de 10.8% respecto al mismo período de 2017. Cabe destacar que tales remesas, constituyen, después de las exportaciones automotrices, la segunda fuente de divisas para el país y el principal medio de subsistencia para los millones de familiares que se quedaron en el territorio nacional, quienes emplean el 59% de lo que reciben por ese concepto en alimentos y vestido (Ponce, 2018).

Y para completar el desastre humanitario provocado por el modelo neoliberal tenemos que la falta de oportunidades para mejorar la calidad de vida de los mexicanos ha provocado la ruptura del tejido comunitario y familiar, por lo que se ha incrementado la violencia y la delincuencia organizada, alcanzando dimensiones de una verdadera guerra civil por el número de víctimas, entre los que se cuentan muertos, desaparecidos y desplazados, cuyo rango de edad los ubica mayoritariamente como población joven. De esta manera, el bono demográfico que actualmente dispone el país se está dilapidando o dejando en manos de la delincuencia organizada, por lo que resulta urgente ampliar la oferta de oportunidades atractivas de inclusión educativa y productiva para los niños, adolescentes y jóvenes. Este problema ha escalado a niveles tan alarmantes que, incluso, el sector empresarial ha considerado que la falta de seguridad pública es el principal obstáculo de la expansión económica de México, seguido de la política fiscal y la inestabilidad financiera internacional.

Como producto de la acumulación y agravamiento de los problemas antes señalados, es evidente que México vive una crisis económica y social de dimensiones gigantescas, que lo colocan frente a una encrucijada. Como se ha visto, desde hace tres décadas, su crecimiento económico ha sido insuficiente y limitado. No hay desarrollo, pero sí una agudización de las contradicciones sociales, económicas y políticas. Esta realidad indica que la ruta escogida ha estado equivocada, pues el neoliberalismo ha sido opción, pero sólo para unos cuantos.

Por ello no resulta casual constatar que en la vida cotidiana de los trabajadores mexicanos, el desfase entre la percepción del empleo digno y la supuesta oportunidad de “mercado”, genera situaciones de frustración, depresión e impotencia. Junto a ello es notorio el incremento de las tensiones y conflictos familiares, que conllevan a rupturas de lazos de parentesco y redes sociales. Todo este drama social, sumado a las inevitables consecuencias económicas del desempleo o el subempleo, impide el aprovechamiento de las capacidades productivas individuales y sociales y propicia la destrucción de las fuerzas productivas y el desperdicio de la energía social, personal y familiar. En resumen, los efectos nocivos de esta situación no se han limitado a lo económico, sino que han impactado el conjunto de las relaciones sociales, prevaleciendo un estado de desencanto, desilusión, escepticismo y malestar social agudo y generalizado.

La presencia de fenómenos como los descritos son síntoma de decadencia, de un futuro incierto y de un país sin horizonte. A ello ha contribuido poderosamente el sometimiento de las élites políticas locales que no han hecho otra cosa que poner al servicio de los intereses de las grandes empresas privadas, nacionales y extranjeras, toda la estructura del Estado nacional, convirtiendo al aparato estatal en el centro de sus negocios y propiciando un despilfarro sin precedentes de los recursos propiedad de la nación (Dresser, 2018). Al lado de ello, se han mantenido y reforzado los mecanismos tradicionales del control corporativo y clientelar, a través de los cuales se ha hecho un uso perverso de la política social con fines de dominación y de sometimiento de los sectores empobrecidos, al hacerlos cada vez más sumisos y dependientes, y al interiorizar que la realidad que les afecta no tiene solución. En este estado de cosas, la ineficacia de la actual política social, se debe a que ataca los efectos del problema estructural, pero deja intactas sus causas profundas.

Para salir de esta encrucijada, se requiere un cambio de rumbo en el modelo de desarrollo económico implementado, que permita volver a prestar atención a la economía real y a quienes la producen. En pocas palabras, hace falta superar la obsesión de mirar exclusivamente al sector financiero o al capital extranjero como solución mágica al atraso económico de México. En vez de ello, deberíamos empezar a tratar de reconstruir una economía productiva que constituye la base de la generación de trabajo y riqueza de un país; sin embargo, este es un tema amplio y complejo que rebasa con mucho los alcances del presente trabajo, por lo cual sólo abordaremos la parte referida a la imperiosa reformulación de la política de desarrollo social y, dentro de ella, al componente de fomento cooperativo y de la ESS, como se mostrara en seguida.

2. Hacia un cambio de rumbo en el contenido y orientación de la política social

Si partimos del concepto desarrollado por Parsons (2009: 37), en el sentido de que “la idea de políticas públicas presupone la existencia de una esfera o ámbito de la vida que no es privada o puramente individual, sino colectiva” y que, por ende, “lo público comprende aquella dimensión de la actividad humana que se cree que requiere la regulación o intervención gubernamental o social, o por lo menos la adopción de medidas comunes”, entonces las políticas públicas cobran forma mediante el diseño e implementación de una acción colectiva intencional, que produce determinados resultados y consecuencias y que refleja no sólo los intereses y valores prevalecientes en una sociedad, sino también el conflicto entre grupos y sectores de clase, poniendo de manifiesto a que asuntos se les asigna la más alta prioridad en una determinada decisión. Por lo tanto, la participación en los procesos de definición de políticas públicas implica la disputa entre diferentes modelos de sociedad, así como entre las distintas concepciones ideológicas y políticas que le dan sentido a la vida en sociedad.

Con base en ello, la propuesta de cambio de rumbo de la política de desarrollo social se abordará en este apartado en dos grandes aspectos: los principios normativos que deben guiarla y algunos de los prerrequisitos fundamentales que es indispensable reunir para que dicho cambio sea posible.

En términos generales, una política social que aspire a contribuir al desarrollo de una sociedad más justa, democrática, sustentable y en paz, debería atenerse a los siguientes principios: redistribución y descentralización progresivas; planificación democrática y participativa; corresponsabilidad de todos en su ejecución y evaluación; enfocada en el desarrollo de habilidades y capacidades empresariales y ciudadanas, y conservación de un componente de asistencia destinado exclusivamente a los sectores vulnerables o que sean afectados por alguna contingencia temporal.

Lo anterior significa que la política de desarrollo social se convierte en un asunto prioritario y de interés público, sujeta a procesos de co-gestión entre el Estado y las organizaciones representativas de la sociedad civil y que, consecuentemente, se define de abajo hacia arriba, en base a necesidades reales y experiencias concretas.

Respecto a los prerrequisitos imprescindibles para hacer factible el cambio en la orientación de la política social, estimamos que, al menos, se trataría de los siguientes: a) Recuperar al Estado como la empresa de todos y lograr una adecuada coordinación de sus actividades; b) Abandonar la sujeción de la políticas social a intereses corporativos y clientelares, enfocándola en el empoderamiento ciudadano; c) Ejercer la regulación y control de los mercados, y d) Establecer la rendición de cuentas y la evaluación de resultados como criterio fundamental de evaluación y perfeccionamiento de los programas sociales. Veamos a continuación el ámbito que comprende cada uno de estos prerrequisitos.

Empezando por el papel del Estado mexicano, los hechos demuestran que éste ha dejado de promover la satisfacción de las necesidades de los ciudadanos, así como de fomentar el bienestar y el progreso de la colectividad. Es decir, ha dejado de gobernar para el pueblo, para gobernar en favor de intereses de élite. Dada esta circunstancia, el movimiento cooperativo y de la ESS, aliado con otros movimientos sociales y fuerzas progresistas, debe buscar reorientar y canalizar al Estado y sus políticas públicas hacia el servicio del bienestar de las personas y el medio ambiente, poniendo freno al secuestro que éste padece por parte de élites privilegiadas.

En este sentido, de lo que se trata es de combatir la antidemocracia y la corrupción que priva en las esferas gubernamentales con el objetivo de que el Estado recupere su función como rector del bien común y el país se encamine hacia el establecimiento de un verdadero Estado Social de Derecho. Para ello, lo que se requiere, es acabar con la opresión de la sociedad política (Estado) sobre la sociedad civil, estableciendo un nuevo marco de relaciones entre Estado y Sociedad con el propósito de lograr una auténtica autonomía de la sociedad civil que permita su participación en la gestión económica, social, cultural y política del Estado mexicano. No se trata de ignorar, combatir o sustituir al Estado como representante social, sino poner la iniciativa de la sociedad al servicio del bien común, colaborando corresponsablemente con el Estado en su deber de procurar la convivencia pacífica, mediante la realización de la justicia social.

Una vez instituido, el Estado Social de Derecho debe garantizar la democracia económica, la desconcentración de la riqueza y del poder, el pluralismo político y la justa distribución de la riqueza, velando por el interés general de la nación.

En este mismo sentido, es fundamental poner orden en la actividad estatal, ya que no es aceptable que en una misma materia existan programas similares que generan duplicidad y competencia institucional, provocando un enorme desperdicio de recursos. Este problema es tan real que en el Informe de Evaluación de la Política de Desarrollo Social, elaborado por el CONEVAL en 2016; se identificó la existencia de 5 495 programas de desarrollo social, de los cuales 233 estaban siendo operados por distintas instituciones del gobierno federal, 2 528 por los gobiernos estatales y 2 730 por los gobiernos municipales, con resultados francamente decepcionantes.

En cuanto al mercado es fundamental que la sociedad organizada y el Estado controlen y regulen los procesos económicos de producción, distribución, circulación y consumo, para impedir, como señalan Hinkelammert y Mora (2013), que el mecanismo global de mercado se automatice en las sociedades y se naturalice como si se tratara de la única “economía” posible, generando consecuencias sociales no atribuibles a ningún actor responsable sino a “los mercados”, tal como reza un típico lema neoliberal. De ahí la validez del principio de planificación que implica reconocer que el Estado, mediante la concertación democrática con todos los sectores sociales y grupos económicos, debe planificar el desarrollo nacional para garantizar la buena marcha de la economía, propiciando la equidad social y territorial y asumiendo dicho proceso un carácter participativo, descentralizado, desconcentrado y transparente.

Finalmente es necesario insistir en que la rendición de cuentas y la evaluación de impacto deben ser el criterio básico para modificar o ajustar los programas, estrategias y acciones de la política de desarrollo social. Sin embargo, la planeación y el sistema de monitoreo y evaluación no debieran orientarse exclusivamente a resultados (o productos) por tratarse de una medición estrictamente cuantitativista, sino tratar de medir también los impactos sociales, económicos, ambientales y culturales. En este sentido, los resultados obtenidos en la preservación y regeneración del medio ambiente, el mejoramiento de las condiciones de vida y el arraigo de la población deben tener un peso decisivo en las evaluaciones. Esto mismo vale para la recuperación de la cultura local, la reconstitución del tejido social, el establecimiento de la equidad de género y la aplicación de modelos de gestión democráticos, incluyentes e innovadores.

Ahora bien, en el caso del cooperativismo y la ESS, un listado no exhaustivo de los principios normativos y operativos de la política pública de fomento y promoción, debería considerar, al menos, los siguientes: 1) El reconocimiento de las cooperativas y las empresas de ESS como organismos de utilidad pública e interés social para el bienestar común; 2) El respeto a la autonomía, independencia y gestión democrática, así como a la integración económica y la práctica de la solidaridad intergremial de dichos organismos; 3) La protección, conservación, reproducción y uso racional de su patrimonio social, económico, territorial, ambiental y cultural por parte de las autoridades de los diferentes niveles y órdenes de gobierno; 4) El respeto a la diversidad económica, social y cultural de los beneficiarios, actuando con criterios de equidad en la distribución de los beneficios económicos entre los diferentes grupos, pero sin dejar de aplicar acciones afirmativas en favor de los grupos y regiones vulnerables o con rezagos significativos o históricos, y 5) La simplificación, agilidad, desburocratización, acceso a la información, precisión, legalidad, transparencia e imparcialidad en los actos y procedimientos administrativos.

Con todo ello lo que se conseguiría sería recuperar y potenciar las buenas prácticas de las empresas de la ESS y transformarlas en política pública, logrando que ésta sea una expresión diáfana de la cultura cooperativa y solidaria y no un mero instrumento técnico.

En esta misma tesitura y tomando en cuenta las características que distinguen la coyuntura actual del país, estimamos imprescindible aprender de las experiencias de transición democrática, que se han experimentado recientemente en Latinoamérica. Efectivamente, durante el transcurso de la primera década del siglo XXI diversos gobiernos de carácter progresista y de izquierda llegaron al poder en los siguientes países: Venezuela (1999), Brasil (2003), Argentina (2003), Uruguay (2004), Bolivia (2006), Chile (2006), Ecuador (2007), Nicaragua (2007), Paraguay (2008) y El Salvador (2009). Como ha señalado Illades (2017), entre los rasgos comunes que distinguieron a varios de ellos fue, por una parte, su vínculo con los movimientos sociales emergentes: los Piqueteros, en Argentina; los Sin Tierra, en Brasil; los agrario-Cocaleros, en Bolivia, y, por la otra, la incorporación de la ESS como parte de su plataforma de gobierno.

Sin embargo, las experiencias de fomento a la ESS, a pesar de las importantes modificaciones legislativas incorporadas[6], el establecimiento de una nueva y robusta infraestructura institucional[7] y la inversión de montos significativos de recursos financieros, no fueron del todo exitosas. Tal como lo han documentado diversos autores (Bautista, 2017; Coraggio, 2013 y 2018 y García, 2013), la llamada institucionalización de la ESS ocurrió preferentemente por dos vías opuestas y deformadas: el neopopulismo asistencialista y clientelista remozado y la imposición quimérica de una política post-capitalista desde las alturas del Estado. En cambio, los procesos de co-construcción democrática y participativa, entre los gobiernos y las organizaciones representativas de la ESS de los diferentes países, ocurrieron de manera más escasa y temporal[8].

En efecto, la desviación neopopulista se impuso claramente en el caso de Argentina en donde los programas de fomento a la ESS, una vez definidos desde arriba por supuestos expertos, se enfocaron en la atención de problemas urgentes, focalizándose en los sectores pobres con dificultades de empleo a fin de lograr su inclusión en el mercado. Los beneficios se otorgaron directamente a los organismos de base y se ignoró a los órganos de integración de segundo o tercer grado. El acceso a los recursos resultó relativamente fácil, lo cual generó adscripción pasiva a proyectos políticos ajenos que reprodujeron la desorganización de la gente. Además, con todo ello, el gobierno buscó legitimarse y cobrar los apoyos con contrapartidas de respaldo electoral. Y si bien en algunos casos hubo descentralización en la ejecución de las políticas, ello obedeció a que el aparato burocrático no tenía la capacidad para implementar programas masivos como el llamado: Plan Nacional de Desarrollo Local y Economía Social “Manos a la obra”, impulsado en Argentina, en 2003, cuya cobertura incluyó a cerca de 2 millones de personas (Coraggio, 2013).

Obviamente, todo ello estuvo acompañado de cambios en lo simbólico, particularmente en el lenguaje, pero, en su gran mayoría, se trató de cambios meramente formales o superficiales. En términos efectivos, la política de fomento a la ESS formó parte de las medidas de contención social, puramente compensatorias para los sectores pobres, que continuaron siendo afectados por la política económica que se mantuvo aprisionada en los cánones neoliberales. Por tanto, no se buscó apoderar a la sociedad civil sino usar a la ESS como una forma renovada de maquillar la imagen de la política social que siguió siendo esencialmente asistencialista y clientelista, amén de populista, al prometer más de lo que realmente podía atender y resolver. Su implementación, en la mayoría de los casos, estuvo atrapada en el cortoplacismo, expresándose como una opción desesperada y voluntarista para atender situaciones de urgencia, tales como: el hambre, la pobreza o el desempleo galopante. Al final del día, la ESS quedó limitada al cumplimiento de una función de inclusión productiva y de generación de empleo e ingreso dentro del mismo régimen de acumulación capitalista precarizador y desigual que originalmente había expulsado a las grandes mayorías de los circuitos económicos (Coraggio, 2018).

Por otra parte, el intento fallido de imposición de una política post-capitalista desde el Estado se dio principalmente en Venezuela y, de alguna manera, en Ecuador y Bolivia. En el primero de estos países, después de algunos años de reformas sociales graduales y ante la reacción virulenta y no negociadora de los enemigos internos y externos del régimen presidido por Hugo Chávez, que incluyó un intento fallido de golpe de Estado en abril de 2002, el gobierno decidió emprender una radicalización equivalente en sus políticas. En este contexto, en julio de 2008, se expidió la Ley para el Fomento de la Economía Popular con el objeto de establecer el modelo socio-productivo comunitario, para el fomento de la economía popular, sobre la base de los proyectos impulsados por las propias comunidades organizadas.

Dos años después, en diciembre de 2010, retomando el espíritu y propósitos de la Ley arriba citada, se promulgó la Ley Orgánica del Sistema Económico Comunal, con la finalidad de expandir la práctica del comunalismo en todo el territorio nacional, dentro del marco del modelo productivo socialista, a través de diversas formas de organización socio-productiva, comunitaria y comunal. De este modo, se proponía impulsar la organización y articulación social desde las comunas, que deberían contar con su propio proyecto y capacidad de autogestión con el objeto de satisfacer las necesidades colectivas y reinvertir socialmente el excedente, mediante una planificación estratégica, democrática y participativa. Para ello, se propuso la creación de diversas formas de organización, entre las que pueden mencionarse: Empresas de propiedad social directa comunal, empresas de propiedad indirecta comunal, empresas de autogestión, unidades productivas familiares y grupos de intercambio solidario.

Lamentablemente, como bien señala Coraggio (2013), todo este diseño organizacional, no partía de las formas de organización preexistentes en las comunidades sino de una construcción que se auto definía como innovadora y progresista, pero que no correspondía con el nivel de conciencia y capacidad organizativa de los habitantes de las comunas. Por ello, hacia finales de 2012, poco antes de la muerte de Hugo Chávez, ocurrida en marzo de 2013, y ante la agudización de la crisis económica y el escalamiento de la disputa política con los enemigos de la Revolución Bolivariana, era ya evidente el fracaso del modelo comunalista.

A manera de síntesis de lo hasta aquí señalado, podemos confirmar que, entre los principales errores cometidos por esta primera oleada de gobiernos progresistas latinoamericanos, pueden apuntarse los siguientes: 1) El distanciamiento de los movimientos sociales que contribuyeron a llevarlos al poder y, por lo tanto, la pérdida paulatina de la base social de apoyo que pudiera haber hecho contrapeso a las fuertes presiones empresariales y de la derecha radical que posteriormente enfrentaron; 2) La falsa creencia en que bastaba con resolver las necesidades materiales de la gente para contar con su apoyo indefinido[9], pero sin cambiar su cultura, sin hacer una labor de formación política a fondo y sin brindarle instrumentos para el desarrollo de sus capacidades cívicas y organizacionales; 3) La no realización, en tiempo y forma, de las reformas sociales prometidas: reforma agraria en Brasil y Bolivia; educativa en Chile, etc.; 4) La falta de control de los actos de corrupción y nepotismo al interior del gobierno y de los partidos gobernantes, y 5) El envilecimiento de las cúpulas gobernantes con el poder estatal, que acabo convirtiéndose en un asunto personal o de grupo y, por tanto, reducido a un fin en sí mismo, lo que ha derivado en el absurdo de pretender perpetuarse en el gobierno a toda costa, como sucede actualmente en Nicaragua y Bolivia.

A la postre ninguno de estos gobiernos cumplió el objetivo de modificar el modelo económico o transformar el régimen político. Los cambios fueron importantes, pero aun no esenciales para enrumbar a dichos países por una senda post-neoliberal. En ello, sin duda, la presión de los grupos empresariales y de las potencias internacionales jugo un papel determinante, así como la falta de continuidad de los cambios sistémicos debido el breve tiempo en el que se mantuvieron en el poder; pero, más allá de estos problemas transicionales, la causa principal del fracaso de estos gobiernos se ubica en el hecho de que no se le concedió el protagonismo suficiente a la sociedad civil, incentivando la organización autónoma a nivel comunitario y fortaleciendo los espacios populares para el ejercicio del poder en forma directa y autogestiva. Es probable que, en el fondo, ni siquiera se confiara realmente en ella.

Con base en las experiencias antes reseñadas, desde la perspectiva de la ESS, a lo que se aspiraría con el arribo del nuevo gobierno encabezado por AMLO, es a la existencia de un Estado, legal e institucionalmente fuerte, con una política de beneficio social amplia y diversificada y un movimiento cooperativo y de ESS activo, corresponsable y cumpliendo con su función social. Cada uno en el área que le corresponde, sin sustituirse ni competir entre sí, sino buscando la complementariedad en un marco de respeto mutuo, tal como se intentará esbozar en el siguiente apartado.

3. Política social y economía social solidaria

Generalmente se admite que la función detonadora, articuladora y multiplicadora de la energía social y comunitaria que, eventualmente puedan realizar las organizaciones de la ESS, depende de su capacidad para garantizar la autonomía y fortalecer la acción colectiva de los actores locales. Por tal motivo, la actividad social y empresarial de las organizaciones de la ESS en los territorios debe ser sostenible en el tiempo y sustentable en el espacio.

En cambio, el clientelismo es insostenible a largo plazo y las tendencias dominantes de las últimas décadas así lo demuestran, pues tenemos cada vez más población rural y urbana que es relativamente más pobre y que depende casi en absoluto de los subsidios que le proporciona el gobierno. En las últimas décadas, tanto en el campo, como en la ciudad, esto se provocó porque el retiro del fomento estatal para la gran mayoría de las unidades de producción pequeñas y medianas, implicó que, con un criterio aparentemente realista y pragmático, los servicios públicos para apoyar el incremento de la capacidad productiva fueran sustituidos por transferencias presupuestales destinadas a arraigar un inútil asistencialismo parasitario, que se sostiene a costillas del trabajo de los sectores productivos en activo. En suma, el clientelismo es incapaz de ofrecer resultados tangibles en materia de desarrollo económico y social, pues se trata de un instrumento de dominación que denigra a la persona a la calidad de objeto manipulable y desechable, en cuanto deja de retribuir algún tipo de rentabilidad, ya sea económica, electoral o simbólica.

Por ello, ante el fracaso del modelo neoliberal, es imperativo cambiar las prioridades del desarrollo económico y, por lo tanto, el contenido y orientación de las políticas públicas. Esto significa que ya no se debería poner el acento en promover la gran industria, substituir importaciones, modernizar al sector financiero o insertar a México en la economía globalizada, sino en ampliar y diversificar el mercado interno y, como parte de ello, apoyar y acompañar el surgimiento y desarrollo de nuevos actores socioeconómicos desde abajo. En este marco de reflexión, poner en marcha una política activa y de largo plazo de promoción e impulso de la ESS adquiere una connotación no sólo estratégica sino visionaria.

Lo anterior se justifica, además, porque, hoy en día, entre los movimientos sociales que podrían asumir una agenda social y política que se encamine hacia la construcción de una economía endógena al servicio del ser humano, basada en una relación respetuosa con la naturaleza, que promueva una distribución más justa y equitativa de la riqueza que genera el trabajo, así como nuevas relaciones sociales de producción y sistemas democráticos, plurales e incluyentes de convivencia social y política, destaca precisamente el de la llamada ESS.

Esto es así, porque, a diferencia de otros movimientos sociales de carácter contestatario o meramente defensivos, las organizaciones de la ESS se distinguen porque con su accionar cotidiano dan origen a la formación de actores sociales que participan en la economía real; porque impulsan la construcción del autogobierno comunitario, y porque aspiran a la protección de los bienes comunes de la sociedad y al control de los mercados regionales para alcanzar el desarrollo integral del ser humano, evitando que la economía local se mueva bajo la lógica del mercantilismo desenfrenado. Del mismo modo, por desplegar una actividad colectiva y organizada, y contener entre sus principios la democracia auténtica y el compromiso con las comunidades en las que se hallan insertas, las organizaciones de la ESS representan uno de los mejores medios para erradicar la desigualdad social y una forma idónea de emancipar a los trabajadores.

Sin embargo, a pesar de que en muchas comunidades pobres del país, los organismos de la ESS son los únicos que tienen presencia, pues a las empresas públicas y privadas no les interesa invertir en esos lugares, dada la baja expectativa de maximizar sus beneficios, en la práctica, la ESS no es apreciada como un factor de impulso a la generación de la riqueza nacional y al bienestar de los mexicanos. Es decir, prevalece una invisibilidad notoria de sus impactos sociales y económicos, que es preciso superar.

En esta línea, es importante empezar por admitir que las empresas de la ESS se caracterizan por detectar nuevas oportunidades de negocio dentro del contexto social y comunitario en el que actúan. A menudo, las soluciones que este tipo de empresas aportan en el ámbito económico y social resultan ser de carácter innovador, siendo ahí, precisamente, donde radica su valor diferencial, y por extensión, el valor diferencial que aportan a la economía del país. De hecho, la innovación social y organizativa es intrínseca a su naturaleza y se traduce en uno de sus principales catalizadores, por lo cual puede afirmarse que las empresas de la ESS, contribuyen al desarrollo de una economía basada en el conocimiento y la innovación.

En el terreno financiero, la ESS integra al mundo de las finanzas a la población excluida de la banca comercial. Sus cajas de ahorro, cajas solidarias y demás entidades populares de ahorro y préstamo son, en muchos lugares de la geografía nacional, la fuente primaria y única, de financiamiento para personas de escasos recursos.

En el campo laboral, históricamente las empresas de ESS, a pesar de su tamaño, mayoritariamente, micro y pequeño, se han configurado como una vía de acceso al empleo, especialmente para los grupos desfavorecidos de la sociedad. Junto con lo anterior, han aumentado la estabilidad laboral y han contribuido a mantener y desarrollar las habilidades profesionales de muchas comunidades.

Ahora bien, si esta misma cuestión se aborda desde una perspectiva macroeconómica, es factible advertir que las micro, pequeñas y medianas empresas (MIPYMES) son las que tienen mayor capacidad para generar empleo y para contribuir al desarrollo regional al integrarse en cadenas productivas. Ciertamente, de acuerdo con los censos económicos 2014, realizados por el INEGI (2015), en México operaban un total de 5, 654, 014 establecimientos fabriles, que daban empleo a 29, 642, 421 personas. De ese total, las MIPYMES representaban el 99.8% de las unidades económicas y generaban el 74% del empleo, en tanto que las grandes empresas eran apenas el 0.2% de los establecimientos y empleaban al restante 26% de la PEA. En contraste, las grandes empresas aportaban una producción bruta total del 64.1%, mientras que las MIPYMES sólo generaban el 35.9% del producto nacional.

El problema de fondo que explica esta situación anómala tiene que ver con el hecho de que a pesar de que el gobierno ha implementado, a partir de 2002 y con un retraso de más de 15 años respecto de otros países de la región Latinoamericana, cerca de 150 programas operados por una decena de instituciones distintas, a fin de brindar apoyos económicos para financiamiento, asistencia técnica, capacitación, adopción de buenas prácticas, entre otros, éstos han sido insuficientes y descoordinados en su aplicación. La consecuencia lógica ha sido la prevalencia de un alto número de estas empresas que fracasan.

Por consiguiente, también en materia de fomento a la ESS es imprescindible descentralizar, acabar con la descoordinación institucional y canalizar mayores recursos hacia las empresas que generan más empleos. En tal sentido, lo que se demanda son políticas públicas que apoyen y fomenten a las empresas de la ESS y no políticas que pretendan dirigirlas desde arriba o que sólo se instrumenten para exhibir una falsa imagen de pluralismo y diversificación, en términos de sus destinatarios.

El compromiso verdadero del Estado mexicano en la promoción e impulso de la ESS podrá empezar a verificarse en el momento en que se cree un referente institucional suficientemente fortalecido, al menos, al nivel de una subsecretaría de Estado, como contraparte del gobierno federal, dedicado a atender las necesidades del cooperativismo y la ESS.

Desde el punto de vista legal, la vía más rápida para alcanzar este propósito, implicaría fortalecer al actual Instituto Nacional de la Economía Social (INAES), dotándolo de una visión de cambio sistémico, así como de presupuesto suficiente y de personal calificado[10]. Esto significa que tendría que dejar de ser un organismo dedicado casi exclusivamente a financiar proyectos productivos para concentrarse en la prestación de servicios profesionales de asesoría y capacitación y orientar a las empresas sociales para que también gestionen recursos en otras dependencias y organismos nacionales e internacionales. Debería, igualmente, proponerse como objetivo estratégico transformar a los distintos grupos sociales y comunitarios en empresas de ESS a través de un servicio de capacitación permanente, enfocado en el desarrollo de competencias asociativas y empresariales. Respecto a las empresas sociales que ya existen habría que apoyarlas y certificarlas para que, además de ser rentables y competitivas, adquieran mayor compromiso con su entorno social.

Sin embargo, para lograr lo anterior es preciso abandonar el enfoque que ha imperado en la implementación, por parte del INAES, del Programa de Fomento a la Economía Social 2015-2018 y que bien podría calificarse como una prolongación, al ámbito de la ESS, de la concepción neoliberal de la política social, subordinada a intereses clientelistas e instrumentada con una finalidad meramente compensatoria y marginal en el conjunto de la política pública.

En efecto, en el citado Programa, la ESS queda reducida a una simple actividad económica, cuando en realidad se trata de todo un estilo de vida, una filosofía y una cosmovisión del hombre y su trabajo destinado preferentemente a la generación, distribución y consumo de valores de uso para el bien vivir de todos y todas.

Así, con base en una lógica esencialmente mercantilista, se ha insistido en que las empresas sociales deben preocuparse principalmente por elevar la productividad, la innovación tecnológica y la competitividad a fin de lograr su especialización técnica e identificar la vocación productiva en la que pueden ser más competitivas, lo cual no es en sí mismo algo negativo, el problema es que, además del abandono del componente asociativo y doctrinario, se insiste en que la articulación e integración de las empresas de la ESS se efectúe prioritariamente en relación a los mercados globales, ya sean nacionales o internacionales y no hacia los mercados locales y regionales.

Por consiguiente, si tomamos en cuenta que un proceso de reconversión empresarial como el antes señalado sólo lo pueden hacer, en un tiempo más corto, las empresas sociales relativamente fuertes, la política pública del INAES ha terminado por ser discriminatoria y excluyente de la inmensa mayoría de los emprendimientos de la ESS, por lo que, en la práctica, se ha puesto el acento en impulsar a los sectores con mayor potencial productivo. Este fenómeno ha sido particularmente evidente en el caso del subsector cooperativo de ahorro y préstamo.

Un último agravante de la política pública hasta ahora impulsada por el INAES es que, por regla general, los proyectos productivos que se apoyan no son resultado de auténticos diagnósticos territoriales realizados por los propios actores de la ESS, sino que responden a compromisos previamente establecidos con diversos grupos de presión vinculados al antiguo partido en el poder, el PRI, los cuales tradicionalmente han detentado un determinado piso de proyectos.

Por todo ello, estimamos que en el futuro inmediato, la política pública de fomento a la ESS debería orientarse bajo un enfoque territorial con el propósito de reactivar las economías regionales, impulsando la relocalización de la actividad económica y apoyando la formación de cadenas productivas estratégicas bajo control de los productores. De esta manera, las empresas de la ESS podrían asumir el compromiso de detonar procesos de desarrollo económico y social a nivel local y regional, poniendo el acento en las localidades con condiciones de vulnerabilidad económica, ecológica y social.

Dicho en otras palabras, las políticas públicas de fomento a la ESS deberían encauzarse a estimular los procesos de auto organización de la sociedad civil, favoreciendo su autonomía económica, financiera y de gestión, en un marco de transparencia y corresponsabilidad. A este respecto, una medida inaplazable a impulsar sería convertir a las instituciones que actualmente constituyen la banca social, en la principal fuente de recursos para el resto de los organismos de la ESS, sin restricciones legales o burocráticas de ninguna índole.

Al mismo tiempo, es imprescindible introducir cambios sustantivos en el marco regulatorio de la ESS. De manera general, lo que se necesita es reconocer el carácter no lucrativo y eminentemente social de los organismos de la ESS y establecer las medidas de estímulo y fomento indispensables para que éstos logren desplegar todas sus potencialidades asociativas y empresariales. De manera más particular, lo que hace falta es una reforma profunda de la Ley de la Economía Social y Solidaria, así como la expedición de una nueva Ley General de Sociedades Cooperativas. Pero, en el plano de lo urgente, lo que se requiere es la derogación inmediata de la Ley que Regula las Actividades de las Sociedades Cooperativas de Ahorro y Préstamo y de los artículos segundo y 212 de la Ley General de Sociedades Mercantiles.

Finalmente, un tema que no se puede dejar de mencionar es el relativo a que los estímulos fiscales que se otorguen a las empresas sociales, en ningún caso, deberán ser inferiores a los concedidos a las empresas de los sectores público y privado.

Conclusiones

Una de las lecciones que nos deja la imposición del modelo neoliberal en las últimas décadas, es que el crecimiento económico es sostenible sólo si es inclusivo. Un proceso de crecimiento que incrementa la inequidad carece de durabilidad y legitimidad, constituyéndose en una amenaza a la estabilidad económica, política y social de cualquier sociedad.

De igual manera, la pobreza galopante que azota al país no se ha podido reducir porque la política social, a pesar de su supuesto carácter compensatorio y focalizado, que pretende acabar con los subsidios generalizados, ha estado mal estructurada y ha permanecido sujeta a fines clientelistas y electorales. De esta suerte, ha prevalecido un enfoque asistencialista en este campo que ha mermado el escaso capital social existente en muchas comunidades.

Con base en lo antes señalado, creemos que ha llegado el momento de reconocer que, al igual que otras formas de organización autónoma y democrática, las organizaciones de la ESS, dada la eficiencia comprobada de su modelo empresarial y el contenido humanista y solidario de su ideario ideológico, así como el carácter innovador de las prácticas asociativas y empresariales que desarrollan a nivel comunitario, cuentan con el potencial necesario para aportar a la inclusión productiva de los grandes sectores de la población que han sido excluidos de las dinámicas económicas, políticas y sociales actualmente en curso.

Asimismo, es importante admitir que las formas de organización propias de la ESS, al responder a las necesidades del medio ambiente y de la gente en sus territorios, perfilan un nuevo tipo de gestión de la economía que permite aglutinar a diversos grupos y sectores, primordialmente a partir de lo local. Se trata de fuerzas propulsaras de cambio que, en la medida en que encuentren condiciones favorables, esto es políticas públicas que incentiven la participación comunitaria, crecerán por su propia dinámica endógena e impulsarán a su vez nuevas transformaciones.

En síntesis, la puesta en marcha de una política pública activa y de largo plazo de fomento a la ESS, que permita el surgimiento y consolidación de cada vez mayores espacios de auto-organización ciudadana se vuelve prioritaria, si realmente se desea dejar atrás la anacrónica política social de los gobiernos de la época neoliberal.

Sin embargo es importante también considerar que, en materia de políticas públicas, cuando se plantean cambios de gran profundidad se requiere de un largo período de transición, que entraña el aprendizaje y la experimentación indispensables, lo que, a su vez, implica costos y seguramente obligará a rectificaciones constantes. De similar importancia resulta tomar en cuenta que, el enorme rezago social acumulado, las promesas de campaña y la presión de los grupos opositores, refuerzan la tentación a favor de soluciones fáciles y rápidas de tipo populista, en tanto que en la ESS los procesos maduran más lentamente, de ahí que los resultados tangibles de la inversión pública sólo podrán verse en el mediano y largo plazos.

Es igualmente habitual que los procesos de desarrollo local tendientes a la construcción de otra economía plural y mixta se enfrenten a la oposición de diversos actores entre los que pueden mencionarse a los grupos empresariales del capital privado, a los gobiernos municipales y a los caciques locales, quienes probablemente no desearán darle juego a actores locales incentivados o convocados por políticas federales. No obstante, también es posible que una vez definida y puesta en marcha una política nacional de apoyo a la ESS de gran calado, aparezca el factor imitación a nivel de los gobiernos estatales y municipales, instancias que podrían decantarse por el camino del populismo y del clientelismo tradicionales, por lo que podríamos llegar a encontrarnos en un escenario en el que la ESS llegara a ser objeto de reivindicación y promoción desde las más diversas y disimiles posturas políticas e ideológicas.

Por ello, es necesario considerar que, en última instancia, la profundidad de los cambios y lo prolongado de la transición, tanto en el ámbito del gobierno federal como de los gobiernos estatales y municipales, dependen de que exista o no un movimiento social que empuje y sostenga los procesos participativos desde abajo. Esto es así porque los cambios sólo se consolidan mediante una profunda transformación en la cultura de los actores, lo que implica sustituir paulatinamente la vieja cultura de la dependencia, la pasividad y el paternalismo por una nueva cultura participativa, solidaria y democrática, al tiempo que se incentiva el desarrollo de habilidades organizacionales y de gestión empresarial consistentes. Dicho en otras palabras, lo que se requiere no sólo es un proyecto económico y social sino también político, de ahí la importancia de mantener organizada y movilizada a la ESS como movimiento social con proyecto y demandas propias.

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Notas

[2] La primera, como se recordará, tuvo lugar el 6 de julio de 1988 y fue encabezada por el Ingeniero Cuauhtémoc Cárdenas Solórzano.
[3] En total, la Confederación Internacional Oxfam (2018), calcula que dos terceras partes de la riqueza de los magnates que forman la élite mundial es producto de herencias, monopolios o relaciones de nepotismo y connivencia con el poder público y no resultado del esfuerzo y el talento. A título de ejemplo, se cita el caso del empresario mexicano, Carlos Slim, catalogado como el sexto hombre más rico del mundo y el primero de América Latina, quien posee una fortuna de 54 000 millones de dólares, cuyo origen proviene, en buena medida, del monopolio casi absoluto que, con el apoyo del gobierno, ha sido capaz de ejercer sobre los servicios de comunicaciones (líneas de teléfono fijas, móviles y de banda ancha).
[4] De acuerdo con lo que establece la Ley General de Desarrollo Social (LGDS), la medición de la pobreza incluye las siguientes dimensiones: ingreso corriente per cápita, rezago educativo, acceso a los servicios de salud, acceso a la seguridad social, calidad y espacios de la vivienda, acceso a servicios básicos en la vivienda, acceso a la alimentación y grado de cohesión social.
[5] Para el Instituto Nacional de Estadística, Geografía e Informática (INEGI, 2018), el sector informal se define como aquellas personas cuyo trabajo no está protegido, como la actividad agropecuaria, el servicio doméstico remunerado de los hogares, así como los trabajadores subordinados que, aunque trabajan para unidades económicas formales, lo hacen bajo modalidades en las que se elude el registro ante la seguridad social. De este modo, el trabajo informal se entiende como aquél que se desarrolla al margen de las regulaciones existentes.
[6]- Los cambios al marco jurídico incluyeron desde la promulgación de sendas Constituciones, tal como ocurrió en los casos de la República Bolivariana de Venezuela (1999), Ecuador (2008) y Bolivia, (2009), hasta la expedición de importantes ordenamientos jurídicos relacionados con la ESS, entre los que destacan los siguientes: Ley para el Fomento de la Economía Popular, Venezuela, 2008; Ley del Sistema Cooperativo, Uruguay, 2008; Ley Orgánica del Sistema Económico Comunal, Venezuela, 2010, y Ley Orgánica de la Economía Popular y Solidaria, Ecuador, 2011.
[7] La creación de infraestructura institucional de apoyo a la ESS fue amplia, baste mencionar aquí, a título de ejemplo, los casos de Venezuela y Ecuador. En el primero de estos países, en 2002 se creó el Ministerio de Estado para el Desarrollo de la Economía Social (MEDES), el cual es transformado, en 2004, en el Ministerio del Poder Popular para la Economía Popular (MINEOP) y nuevamente re-bautizado en 2009 como Ministerio del Poder Popular para las Comunas y la Protección Social. En Ecuador, se crearon dos instituciones: el Instituto Nacional de Economía Popular y Solidaria dentro del Ministerio de Inclusión Social (MIES), encargado de la formulación y aplicación de la política pública y la Superintendencia de la Economía Popular y Solidaria, responsable de ejercer la supervisión, vigilancia y seguimiento prudencial de las entidades de la economía popular y solidaria. Adicionalmente a lo anterior, se creó un Comité Interinstitucional para la economía popular y solidaria, integrado por varios ministerios de Estado, sujetos a la vigilancia de la presidencia de la República.
[8] La experiencia más amplia, sólida y duradera de este tipo se produjo en Brasil durante los dos mandatos presidenciales de Lula da Silva: 2003-2011 (Coraggio, 2013).
[9] A título de ejemplo podemos mencionar que durante su primera gestión (2003-2007), el presidente brasileño Luis Inácio Lula da Silva, “aplicó políticas redistributivas del ingreso por medio de programas sociales robustos (Beca Familia, Hambre Cero, Universidad para Todos) y un incremento sustancial del salario mínimo, las que permitieron aminorar la desigualdad y sacar de la pobreza a 60 millones de personas” (Illades, 2017: 173).
[10] Entre 2013 y 2018, tanto el presupuesto como el personal adscrito al INAES mostraron una tendencia descendente. El primero se contrajo de 2, 513.5 millones de pesos en 2013 a 1, 981. 7 en 2018. En cuanto al número de empleados, se pasó de 900 a 700 en el mismo período. (Datos contenidos en el Acta de la Novena Sesión Ordinaria del Consejo Consultivo del INAES, celebrada el 30 de agosto de 2018).
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