Humanidades

La infidelidad de los dioses: lenguaje y simulacro en Pierre Klossowski

The infidelity of the gods: language and simulacrum in Pierre Klossowski

Rayiv David Torres Sanchez [1]
Universidad de los Andes, Colombia

La infidelidad de los dioses: lenguaje y simulacro en Pierre Klossowski

Nóesis. Revista de Ciencias Sociales y Humanidades, vol. 27, núm. 53, pp. 159-170, 2018

Universidad Autónoma de Ciudad Juárez

Recepción: 22 Agosto 2016

Aprobación: 01 Noviembre 2016

Resumen: Pierre Klossowski se sirvió de la doctrina del eterno retorno de Nietzsche para poner en tela de juicio el principio de identidad tanto en la escritura como en el lenguaje; un falso principio que, como el Dios-Uno, simula ser único y verdadero. Así mismo, Klossowski se sirvió de la figura nietzscheana de la “muerte de Dios” para hablar del ocaso de la identidad, y poner en entredicho las certezas depositadas en la suficiencia y eficacia del lenguaje. A la luz de la filosofía de Klossowski se pondrá en evidencia cómo en su literatura y en su interpretación del mito del baño de Diana, asistimos a la caída del paradigma del principio de no contradicción, de lo que se deriva la posibilidad retórica del mundo devenido en fábula. Esto tendría lugar en el momento en que toda escritura estriba en el plano de la ficción, donde todos los simulacros, como ha dicho Gilles Deleuze comentando a Klossowski, ascienden a la superficie. El simulacro se convierte en fantasma.

Palabras clave: simulacro, filología, cuerpos-lenguaje, erotismo.

Abstract: Pierre Klossowski made use of the doctrine of the eternal return of Nietzsche in order to question the principle of identity; a false principle that, as the God-One, pretends to be unique and real. Likewise, Klossowski availed themselves of the Nietzschean figure of the “death of God” to discuss the sunset of identity, and to question the certainties deposited in the sufficiency and effectiveness of the language. Thus, in the light of the philosophy of Klossowski, will be in evidence how in its literature and on their interpretation of the myth of the bath of Diana, witnessed the fall of the paradigm of the principle of non-contradiction, which is derived from the rhetorical possibility of the world become fable. This would take place at the moment in which all Scripture is at the level of the fiction, and where all the drills, as Gilles Deleuze said commenting on Klossowski: ascend to the surface. The simulation becomes a ghost.

Keywords: simulacrum, philology, bodies-language, eroticism.



Los dioses han enseñado a los hombres contemplarse ellos mismos en el espectáculo, como los dioses se contemplan ellos mismos en la imaginación de los hombres.

Fuente: Pierre Klossowski, El baño de Diana Ars adeo latet arte sua Ovidio, Metamorfosis, v. 253.

Introducción

Michel Foucault decía que cuando Hölderlin hablaba de la ausencia resplandeciente de los dioses, anunciaba de algún modo la nueva ley de una espera irredimible, la exigencia de una expectativa diferida al infinito y que aguarda por algo que se ha ausentado del mundo. Esta espera sin enmienda no sólo comportaría la intuición de una presencia que no acaba de partir (al dejar un vacío que muestra su falta), sino que también nos remite al puro afuera del origen. Foucault observaba, con relación a esta nueva ley de la espera, que la “enigmática ayuda” se posterga eternamente con la “ausencia de Dios”. En consecuencia, la desgarradura por donde el pensamiento del afuera se abrió paso hasta nosotros fue el monólogo que el Marqués de Sade, en la época de Kant y Hegel, llevó a cabo en un período en el que la interiorización de la ley de la historia y del mundo era requerida por la ciencia dominante, la razón, pero que Sade silenció como una “ley sin ley del mundo, más que la desnudez del deseo” (Foucault, 2000: 20).

En ese mismo momento se puso al desnudo, por un lado (Sade), el deseo en el murmullo infinito del discurso y, por el otro (Hölderlin), el subterfugio de los dioses en el defecto de un lenguaje en vías de perecer. Foucault sugiere que podríamos tender el oído, en esta tierra desierta, hacia la palabra de Hölderlin: “Zeichen sind wir, bedeutunglos” (los signos son para nosotros sin-sentidos). En su caso, dice Foucault, tanto Sade como Hölderlin depositaron respectivamente en nuestro pensamiento y para nuestro tiempo, aunque de manera cifrada, la experiencia pura y desnuda del afuera. Esta experiencia debió permanecer, de algún modo, flotante y extraña, exterior a nuestra interioridad, al tiempo que se formulaba la exigencia de interiorizar el mundo, de humanizar la naturaleza, de naturalizar al hombre y de “recuperar en la tierra los tesoros que se había dilapidado en los cielos” (Foucault, 2000: 20).

Esta experiencia, prosigue Foucault, en la cual el lenguaje expresa una fractura en la interioridad del mundo (en la “tentación de lo eterno”, como sugirió Maurice Blanchot cuando afirmaba que el afuera es todo cuanto induce a los hombres a acondicionar un espacio de permanencia donde pueda resucitar la verdad, aunque ella perezca), reaparece en la segunda mitad del siglo XIX “y en el seno mismo del lenguaje, convertido, a pesar de que nuestra cultura trata siempre de reflejarse en él como si detentara el secreto de su interioridad, en el destello mismo del afuera” (Foucault, 2000: 20).

En este sentido, Nietzsche acertaba en pensar que la metafísica de Occidente estaba ligada en buena medida a la gramática, así como Mallarmé pensaba que el lenguaje aparecía como el ocio de aquello que (no) se nombra, es decir, aquello donde se revela la experiencia desnuda del lenguaje “en la relación del sujeto hablante con el ser mismo del lenguaje” (Foucault, 1994: 211), o en Georges Bataille, cuando el pensamiento y la experiencia de la finitud devienen el lenguaje del límite (el afuera) por medio de la subjetividad quebrantada y la transgresión que “habla en el hueco mismo de su desfallecimiento, allí donde precisamente las palabras faltan” (Foucault, 1996: 132), o en Pierre Klossowski, para quien la experiencia del doble, de la exterioridad de los simulacros, hace de la escritura una representación sin versión original y sin una interioridad dada de antemano[2].

Pierre Klossowski, particularmente, restablece una experiencia soterrada, y de la cual no quedan muchos vestigios para señalar una experiencia en la cual el pensamiento encarna toda esa vivacidad y la evidencia de un lenguaje permanentemente perforado por el afuera.

1. La infidelidad de los dioses

Pierre Klossowski, el protagonista de este estudio, se encuentra situado en la convergencia de dos derroteros tan alejados como similares: el de la teología y el de los dioses griegos, cuyo retorno centelleante anunciaba Nietzsche en un tiempo en el que todo vuelve a lo mismo, una y otra vez en una vida, en la que no hay nada nuevo, sino que cada dolor y placer, cada pensamiento, cada cosa “distinta”, volverá eternamente. Así lo anuncia el demonio que asecha hasta nuestra soledad última para decirnos que todo lo que hemos vivido y estamos viviendo, la tendremos que vivir otra vez infinitas veces, pero que, sin embargo, no habrá nada nuevo: “también esta araña y este claro de luna por entre los árboles, y este instante y yo mismo. El eterno reloj de arena de la existencia es vuelto una y otra vez, ¡y a la par tú, grano de polvo del polvo! ¿No te arrojarías al suelo rechinando los dientes, maldiciendo al demonio que te habla de esa manera? O bien te ocurriría vivir un instante formidable en el que habrías podido responderle: ‘Eres un dios y nunca oí nada más divino’” (Citado en 1994: 183).

Deudor de una buena parte de la impronta que dejó en su obra el autor de la doctrina del “eterno retorno”, para Klossowski todo pasa a ser máscara y simulacro. Klossowski revitaliza la potencia de lo falso. Por esto mismo, nunca ha habido una primera vez y nunca habrá una última; “no hay original y tampoco final de la historia” (Caro, 1999: 18). Los modelos de las copias se revelan en cuanto copias de otras copias, de lo cual se derivan innumerables mezclas entre las certezas de la filología y el lenguaje. En consecuencia, la experiencia de Klossowski tiene lugar en un mundo en el que el que reinaría un genio maligno que tendría la capacidad de hacerse pasar por Dios o, incluso, acaso sería Dios mismo. Ese mundo no es el cielo, los infiernos, el limbo o algún otro lugar aparte, como lo ha dicho Foucault comentando la obra de Klossowski, sino que se trata de nuestro mundo, simplemente.

Ahora bien, si de este mundo no ha desaparecido la posibilidad inmanente de un genio maligno, entonces todo pasaría a ser simulacro, ocultación, encubrimiento, falsedad, lo cual compromete no sólo la relación por correspondencia entre el mundo y el lenguaje, sino que estaríamos del lado de la semejanza, del fantasma (el disimulo, la falsedad, el engaño). De ello se sigue que no hay un sentido propio de una palabra, sino sentidos siempre diferidos, figurados y metafóricos; no hay autenticidad del texto, sólo traducción (siempre alterada) y simulacros en los que el lenguaje, sin un signo único que lo asegure con relación a los otros, pierde su función de designación[3]. La escritura, en este sentido, no podría ser ni signo ni modo secundario de la presencia, por lo tanto, no podría tener una relación autónoma, natural o inmediata con lo que significa, por cuanto el signo no detenta su sentido según la soberanía de todos los demás signos.

Así mismo, el papel que juega la doctrina del eterno retorno de Nietzsche (el “simulacro de doctrina”) para Klossowski consiste no sólo en una oposición al principio de identidad (reducido a lo mismo), sino también a la apariencia de un principio originario. Este principio, lo uno, es para Klossowski un falso principio que, como el Dios-Uno de las religiones monoteístas, simula ser uno “único” y “verdadero”. Esto fue comentado por Maurice Blanchot cuando recuerda en su ensayo dedicado a Klossowski, “La risa de los dioses”, que todos los dioses mueren de risa[4], confirmando así la irónica pretensión de un Dios-Uno (que además no ríe) creyendo ostentar una “verdad absoluta”[5]. El Dios-Uno, grave y auto convencido de su unicidad, detenta el paradigma risible de la verdad eterna a la que todo corresponde por identidad.

La risa mortal de los dioses –cuya figura consiste en ilustrar con algo de la ironía trágica nietzscheana el trasfondo dionisiaco de la afirmación de lo múltiple– significa también, bajo el lente de Klossowski, el ocaso de la identidad de los conceptos: las verdades eternas[6]. Si bien no hay un valor absoluto que asegure el papel que ha jugado para la filosofía occidental el principio de no contradicción (es decir, la determinación clara y distinta entre lo mismo y lo otro), entonces podría abrirse la posibilidad retórica del mundo devenido en fábula. Este fue el gran peligro al que temía el pensamiento del siglo XVI, cuyo encargado de despejarlo, Descartes, es, para Michel Foucault, aquel que sutilmente, en la tercera meditación, no realzaba las potencias engañosas que residen en el hombre, sino más bien todo aquello que más se parece a Dios e imita su omnipotencia al proferir verdades eternas. El hombre es el maravilloso gemelo o, dicho con Klossowski en el epígrafe anterior, son los dioses quien han enseñado a los hombres contemplarse ellos mismos en el espectáculo, así como los dioses se contemplan ellos mismos en la imaginación de los hombres.

Ahora bien, todas las figuras que Klossowski pone en marcha con su lenguaje radican en el simulacro, es decir, aquello que, si bien se opone a la realidad, consiste en lo que se esconde. En consecuencia, la representación de alguna cosa está en lo que se retira y en el sentido que se encubre o se falsea. En su ensayo titulado “La prosa de Acteón”, Michel Foucault argumenta que todas las figuras de Klossowski, con su lenguaje-simulacro, articulan una mentira que nos lleva a tomar un signo por otro; el signo de la presencia de una divinidad (y posibilidad recíproca de tomar este signo por su contrario). Se trata con ello de la llegada simultánea de lo mismo y de lo otro, del original y la copia, del modelo y el simulacro, como un venir juntos con la similitud, la simultaneidad, la simulación y el disimulo (Foucault, 1995: 185).

Esta experiencia del lenguaje consiste en que el mundo es encubierto por el velo del genio maligno que disfraza el regreso de todo a la ambigüedad, al simulacro y en la riqueza de esa ambigüedad. En el mundo devenido fábula convergen las identidades y se dibuja una extraña proximidad de lo mismo, en cuya simulación (apariencia) encuentra su lugar de nacimiento. Este movimiento se hace extraño a la síntesis por contradicción (la dialéctica), por cuanto no se trata de una prueba de los contrarios que se resuelven –aunque tampoco el juego en el que la identidad afirmada se da para negarse–, sino que el movimiento es separado de cada uno de los términos de su propia identidad para remitirlos uno al otro mediante la fuerza de esa misma distancia, esto es, la fuerza del elemento diferencial entre algo y otra cosa (v. gr. Dios y Satanás, la luz y la sombra, lo noble y lo vil, etc.).

Por esta razón, ninguna verdad podría engendrarse en la afirmación sintética –así como en el oxímoron la síntesis es lo infinitamente suspendido–, sino como espacio de abismamiento, en el que la violencia de la contradicción, en la fábula klossowskiana, encuentra un lenguaje.

De esta manera, lo que aquí se expone sobre la superficie es abrir la posibilidad de un lenguaje que nos enseña, así como lo han hecho de manera tan esencial Blanchot o Bataille –dice Foucault–, cómo lo más grave del pensamiento debe encontrar fuera de la dialéctica su ligereza iluminada. En la escritura de Klossowski, la existencia se simula y disimula, “incluso disimulando y representando un papel, que sigue siendo la existencia auténtica, uniendo así, con una malicia casi indiscernible, el simulacro a la verdadera autenticidad” (Blanchot, 2007: 165). Pero lo que está en juego, en ese orden de ideas, consiste en poner en tela de juicio no sólo el principio que desde Platón distingue, como lo ha sugerido Deleuze, la esencia de la apariencia, lo inteligible y lo sensible, la idea y la imagen, el original y la copia, sino también el principio de identidad y distinción que garantiza la semejanza: “los simulacros están, como los falsos pretendientes, construidos sobre una disimilitud, y poseen una perversión y una desviación esenciales” (Deleuze, 2005: 182). De ahí en adelante, todos los simulacros ascienden a la superficie, como menciona Gilles Deleuze comentando a Klossowski, “formando esta figura móvil en la cresta de las olas de intensidad, fantasma intenso […] El simulacro se convierte en fantasma” (Deleuze, 2005: 211).

1.1. El simulacro y el fantasma

Diana, la divinidad griega de la fauna y consagrada a la castidad, tomaba su baño desnuda en los bosques aledaños a la ciudad beocia de Orcómeno para purificar su cuerpo después de la jornada de caza. Mientras se sumergía en el agua, Acteón la encontró por accidente y su mirada se abrió paso entre los juncos. Enseguida, se detuvo a contemplarla. En ese instante la diosa sorprendió al husmeador entre los árboles, fascinado por su desnudez. Acteón le devolvió la mirada. En el momento en que el fisgón es sorprendido, la unidad intacta de lo divino refleja su propia divinidad en un cuerpo virginal. A continuación, se desdobla en un demonio[7] en la escena, el intermediario que lo mezcla todo y hace de la escena un simulacro, donde lo extraño (el rechazo a la profanación) pasará a la postre a ser lo idéntico. El demonio, el fantasma que subyace en el simulacro de los signos, hace del acto un equívoco, en el que todas las certezas se mezclan, se pervierten y se extravían.

Según narra Ovidio en Las metamorfosis, la diosa tomaba su baño acompañada de un séquito de ninfas, y a pesar de las numerosas versiones y desenlaces del mito, en todos los casos Acteón desata la ira de la divinidad. Ovidio, por su parte, nos cuenta que:

[e]l color que suelen tener las nubes cuando las hiere el sol de frente, o la aurora arrebolada, es el que tenía Diana al sentirse vista sin ropa. Aunque a su alrededor se apiñaba la multitud de sus compañeras, todavía se apartó ella a un lado, volvió hacia atrás la cabeza, y como hubiera querido tener a mano sus flechas, echó mano a la que tenía, el agua, regó con ella el rostro del hombre, y derramando sobre sus cabellos el líquido vengador, pronunció además estas palabras que anunciaban la inminente catástrofe: ahora te está permitido contar que me has visto desnuda, si es que puedes contarlo. (Ovidio, III: 151-252)

Acteón provoca su encuentro con la divinidad dispuesto a asumir las consecuencias. Ver el baño de Diana no es el accidente sino el incidente (Cf. García, 2001: 36). En el momento en que Acteón es sorprendido, y cuando la divinidad “deja de brillar en los calveros” para desdoblarse en la apariencia en que sucumbe, Acteón, mediante una metamorfosis salvaje, es transformado en un ciervo que al instante es devorado por los perros de caza de la diosa.

Sin embargo, la metamorfosis de hombre a ciervo no termina nunca. Su devenir animal es el puro tránsito a la per-versión[8]. En palabras de Klossowski, todo se trata de un “mito contaminado” que, para evocar sus esplendores, según veremos más adelante, es necesario aceptar su eminente “contaminación teológica”. Con ello se pone sobre la superficie la solicitud intrínseca de los contrarios sobre la que reposa el pensamiento klossowskiano.

En la leyenda se revela una desviación substancial: el simulacro tiene lugar en la extrema proximidad de los contrarios que solicita a todas las partes involucradas en el incidente y no en la insistente irrupción del otro mundo: “Diana pacta con un demonio intermediario entre los dioses y los hombres para manifestarse a Acteón. Por medio de su cuerpo aéreo, el Demonio simula a Diana en su teofanía e inspira a Acteón el deseo y la esperanza insensata de poseer a la diosa” (Foucault, 1994: 183).

El Demonio se convierte en la imaginación y el espejo de Diana. Michel Foucault menciona que Klossowski interpreta una salida del espacio mítico para entrar al tiempo de la teología: “la huella deseable de los dioses se recoge (se pierde tal vez) en el tabernáculo y el juego ambiguo de los signos” (Foucault, 1994: 183).

Por esta razón, el lenguaje de la obra de Klossowski “encarna” la prosa de Acteón, en la cual se propicia la misteriosa complicidad entre lo divino y lo sacrílego, la verdad y la mentira en el campo del solecismo, y, en consecuencia, todas las dicotomías aparentemente estables y eternas por oposición[9]. Así pues, se tiene que la falsedad de todo discurso directo en Klossowski conduce a plantear la ambigüedad de los signos (por ejemplo, castigar la impureza del lascivo con la bestialidad ilimitada). Esa posibilidad invita a pensar la unidad de lo que se separa en esencia y reúne por semejanza; si lo otro es desde siempre la separación del mal, ¿no es darse cuenta de que el otro no es otro más que el mismo, aunque como no idéntico, en la medida que siendo el otro el mismo anuncia la no-identidad de lo mismo? (cf. Blanchot, 2007: 164). A los interrogantes de Blanchot podríamos agregar los de Foucault con relación a la teología:

Pero, ¿y si el diablo, por el contrario, y si lo otro fuera lo mismo? ¿Y si la tentación no fuera un episodio del gran antagonismo, sino la delgada insinuación del doble? ¿Y si el duelo se desarrollara en un espacio en espejo? ¿Y si la historia eterna (de la que la nuestra no es sino la forma visible y muy pronto borrada) no fuera simplemente siempre la misma, sino la identidad de este mismo: a la vez imperceptible desfase y apertura de lo no-disociable? (Foucault, 1994: 181)

No obstante, lo negativo o, para llamarlo con Blanchot leyendo a Klossowski, “la potencia espiritual de la maldad” no está en lo que se opone a lo Mismo, sino en la pura similitud, el antagonismo que aproxima “en la distancia ínfima y la separación insensible, ni siquiera en la engañifa de la imitación (que rinde siempre homenaje al retrato), sino en ese extraño principio” (Blanchot, 2007: 164), en el que, donde hay semejanza, hay una infinidad de semejantes y donde el infinito centellea en la pluralidad de distintos discernibles. El simulacro revoca la identidad de la imagen que, así mismo, pierde su potencia inicial con el fin de abrir su diferencia y a todas las otras diferencias, entre ellas, saberse en la imaginación (per-versa) de los dioses.

Destaquemos, por último, lo siguiente: la metamorfosis de Acteón aniquila el gesto único. La diosa descubre la contemplación que mancilla su pureza con tal rechazo que revela su concavidad inversa (lo mismo en lo otro). Acto seguido, bajo el impulso que lleva al hombre-ciervo hacia ella, robustece el incidente de la contemplación como algo que no se rechaza del todo en la escena. Ella tiembla en el acto (como el gesto indeterminado entre la fascinación y el espanto) y a continuación castiga al profanador en un impulso que pervierte la escena. Castiga la restricción del profanador con una metamorfosis que redunda en un animal salvaje del bosque. La diosa debió haber sido vista de espaldas para que el hombre no encontrara la muerte en su devenir animal. Sin embargo, en la metamorfosis de Acteón, el macho cabrío impuro, frenético y “deliciosamente profanador” se fragua la ambigüedad del signo que lo castiga, tal y como si existiera una complicidad entre lo divino y el sacrilegio, o como si “algo de luz griega surcara como un relámpago el fondo de la noche cristiana” (Foucault, 1994: 183): el mito contaminado de teología. En el fondo, y sin una intención que lo haga nunca explícito (por tanto, lo fragmenta, lo esconde, lo remueve de sus casillas), el deseo reviste (pervierte, desvía) el rechazo.

La multiplicación de las voces (así como el coro de la tragedia ática es mezclado como una especie de “habla plural” de la narración) se hace necesaria para que el mito pueda ser recreado, mezclado, desmantelado, multiplicado y enfrentado desde todos los ángulos, para que así se debilite su “verdad original”, su mismidad, la certeza de lo que sucede. Por tanto, la verdad se pierde y no puede contarse jamás sino como escapatoria, como un juego de reflejos y murmullos, en los que todo debe aparecer en un silencio original. “Es al paso que y en la medida que Acteón se abisma en su meditación que Diana se hace corpórea”. Al final, Diana, invisible aún, “considerando a Acteón imaginándosela, sueña con su propio cuerpo; pero ese cuerpo en el que ella se va a manifestar a sí misma, es la imaginación de Acteón que lo pide prestado” (García, 2001: 36).

Con ello queda un poco más explícita la inversión que tiene lugar en El baño de Diana, cuando el hecho de estar libremente en el mal no es simplemente una condena sino una recompensa para el culpable de estar fascinado por ella, esto tiene lugar en el hecho de ser él mismo el espejo del deseo de lo que condena. En el cristianismo, por ejemplo, el excesivo goce del licencioso respondió al horror a los excesos que tiene el hombre piadoso. Para el fiel, la licencia condenaba al licencioso demostrando su corrupción, pero el mal, satanás, el demonio, según sugirió Georges Bataille, fueron, para el pecador, objetos de adoración, algo que se ama con deleite, el goce de una posibilidad sin límite que resulta del hecho de profanar. La transgresión funda lo sagrado. En esa ambigüedad, el demonio es el gran otro, es decir, el que reproduce en una parodia los juegos reglados, el que entorpece las leyes de Dios, pero las recupera en una asimetría, en la parodia, en el simulacro que no es copia sino inversión.

Coda

Con lo anterior, y tras la experiencia de un pensamiento como el de Klossowski o, incluso Bataille y Blanchot, es posible decir que todo el lenguaje adeuda su poder de transgresión una relación contraria[10], es decir, la de una “palabra impura” con un “silencio puro”, consistentes en el espacio indefinidamente recorrido de una impureza, una in-fidelidad; infidelidad que es también, como el caso de Diana, “divina”, y en la cual, la “palabra pura” de la teología, por ejemplo, puede dirigirse a un silencio puro (apófasis). Por ejemplo, en Bataille, la escritura consiste en una consagración que se deshace: “transubstanciación ritualizada en sentido inverso en la que la presencia real se convierte de nuevo en cuerpo yacente y se ve reconducida al silencio por medio de un vómito” (Foucault, 1995: 193). Hablar de la pureza o, dada su posibilidad, de la piedad, de la santidad, de la virtud, como si existieran ya inscritas en el lenguaje común, es hablar también de una lengua que integra lo que rechaza en un doble movimiento que reviste su contrario. Por esta razón, al invertir el discurso, el sacrilegio siempre confirma lo sagrado. La transgresión que comporta la inversión de lo sagrado, escribe Maurice Blanchot a propósito de Klossowski, es la relación más exacta que tienen la pasión y la vida con la prohibición, relación que no deja de dar lugar a un contacto en que “la carne se hace peligrosamente espíritu”. En efecto, el discurso da un giro cuando podemos decir que si la transgresión exige la prohibición, entonces lo sagrado exige el sacrilegio. La imagen que recibimos es la del goce del límite, no su evaporación.

De manera que lo sagrado nunca puede darse como puramente “más que por la palabra impura del blasfemo”, y no dejará de estar indefectiblemente entroncado a un poder siempre capaz de transgresión. La escritura de lo sagrado esencialmente se podría extractar de la poesía de Hölderlin, cuya experiencia de la temporalidad invertida da lugar a un extravío que implica el desgarramiento del “yo” entre dos tiempos, en el entretiempo que mantiene ausentes a los dioses. Esta lejanía sería una de las causas de la locura de Hölderlin. Por tal razón: “[n]o se puede escribir sino en el tiempo marcado por la ausencia de los dioses. La escritura está lejana del verbo. De día, los dioses iluminan, cuidan y educan al hombre. Pero de noche, lo divino se convierte en espíritu del tiempo que se invierte y lo arrebata todo: el espíritu de la región de los muertos” (Caro, 1999: 61).

Y es que, además, si el hombre occidental es inseparable de Dios, dice Foucault, “no es por una propensión invencible a traspasar las fronteras de la experiencia, sino porque su lenguaje lo fomenta sin cesar en la sombra de sus leyes: ‘Temo que no nos desembarazaremos de Dios nunca, pues aún creemos en la gramática’” (Foucault, 1997: 293). Pero no es la interpretación del siglo XVI la que nos concierne, recuerda Foucault, en la cual, cosas y textos, por igual, iban del mundo a la Palabra divina que se descifraba en la tierra y según las representaciones del mundo, entre ellas, la gramática, la cual nunca, bajo el método cartesiano (y, por ende, la tradición logocéntrica) puso en tela de juicio. La lectura que nos concierne, es decir, aquella que nos viene del siglo XIX de la mano de Nietzsche, Hölderlin y Mallarmé, va de los hombres, de los dioses, de los conocimientos, “de las quimeras a las palabras que los hacen posibles; y lo que descubre no es la soberanía de un discurso primero”, tal y como sucede con Mallarmé, sino el hecho de que estamos incluso antes de la palabra mínima, “dominados y transidos por el lenguaje” (Foucault, 1997: 293).

Por su parte, el evangelio según Klossowski diría, entonces, “Al comienzo era la vuelta a empezar”. Parodia del fin, pero también parodia de un origen fundador, verdadero y definitivo. La noche de infidelidad divina que invierte el tiempo de los hombres. Para el escritor de “Nietzsche: el politeísmo y la parodia”, se desplaza el de una vez por todas por el una vez más. Así es posible que la muerte de Dios[11] suceda una y otra vez, en la medida en que la palabra, aunque fuera la del origen, es la fuerza de la repetición: “eso ha tenido ya lugar una vez y tendrá lugar una vez más, y siempre de nuevo, de nuevo”[12]. Este es el movimiento en sentido contrario a la autoridad ontológica del dios Uno que amparaba la unidad eterna de las verdades, cuyo modo presencia sería detentado por los signos de una escritura que asegurara un pensamiento por correspondencia y no por similitud.

Referencias

Bataille, Georges. 2010. El erotismo. Buenos Aires: Tusquets.

Blanchot, Maurice. 2007. La amistad. Madrid: Trotta.

Caro, María. 1999. La escritura del otro. Tesis doctoral, Murcia, Universidad de Murcia.

Cuesta, José. 2008. Clausuras de Pierre Klossowski. Madrid: Círculo de Bellas Artes.

Deleuze. Gilles. 2005. La lógica del sentido. Barcelona: Paidós.

Foucault, Michel. 1994. De lenguaje y literatura. Ediciones Paidós. I.C.E. de la Universidad Autónoma de Barcelona.

Foucault, Michel. 1994. Prefacio a la transgresión. En De lenguaje y literatura, Barcelona: I.C.E. de la Universidad Autónoma de Barcelona.

Foucault, Michel. 1997. Las palabras y las cosas: una arqueología de las ciencias humanas. México: Siglo XXI.

Foucault, Michel. 1998. Nietzsche, Freud y Marx, Buenos Aires: El Cielo por Asalto.

Foucault, Michel. 2000. El pensamiento del afuera. Valencia: Pre-Textos.

García, Juan. 2001. Teología y pornografía: Pierre Klossowski en su obra, una descripción. México D. F: Ediciones Era.

Klossowski, Pierre. 1956. Le bain de Diane. Paris: Editorial Jean Jacques Pauvert.

Klossowski, Pierre. 1967. Nietzsche, le polythéisme et la parodie. Un si funeste désir (Conferencia en el Collège de Philosophie en 1957). Paris: Gallimard.

Klossowski, Pierre. 1970. Sade mi prójimo. (1970). Buenos Aires: Editorial Sudamericana.

Piña, Cristina. 2008. Literatura y posmodernidad. Buenos Aires, Editorial Biblos.

Notas

[1] Nacionalidad: Colombiana. Grado: Maestro en filosofía e historia. Especialización: Filosofía. Adscripción: Universidad de los Andes. Correo: rayiv.torres.sanchez@gmail.com
[2] En la historia de este pensamiento, que se deriva de la experiencia que reapareció en la segunda mitad del siglo XIX, en el que se manifestaba el destello mismo del afuera con Hölderlin, “[Maurice Blanchot] tal vez no sea solamente uno más de sus testigos. Cuanto más se retire en la manifestación de su obra, cuanto más está, no ya oculto por sus textos, sino ausente de su existencia y ausente por la fuerza maravillosa de su existencia, tanto más representa para nosotros este pensamiento mismo –la presencia real, absolutamente lejana, centelleante, invisible, la suerte necesaria, la ley inevitable, el vigor tranquilo, infinito, mesurado de este pensamiento mismo” (Foucault, 2000: 10)
[3] Pierde su función para “descubrir un valor puramente expresivo o, como dice Klossowski, ‘emocional’: no con respecto a alguien que se expresa y que se emocionaría, sino con respecto a un puro expresado, pura emoción o puro ‘espíritu’: el sentido como singularidad preindividual, intensidad que vuelve sobre sí misma a través de los demás”. Esto habilita la posibilidad de que “todo sea tan ‘complicado’ [co-implicado] que Yo sea otro, que algo diferente piense en nosotros en una agresión que es la del pensamiento, en una multiplicación que es la del cuerpo, en una violencia que es la del lenguaje, en ello reside el mensaje jubiloso”. (Deleuze, 2005: 211).
[4] “La risa es aquí como la suprema imagen, la suprema manifestación de lo divino, la reabsorción que los dioses pronuncian por un nuevo estallido de risa; pues si los dioses mueren de esta risa, es porque también de esta risa que estalla del fondo de la entera verdad que los dioses renacen”. (Klossowski, 1957: 226).
[5] La interpretación de Klossowski de la doctrina del eterno retorno se traduce en un simulacro de doctrina que tiene asimismo un carácter paródico de la hilaridad de la existencia que se basta a sí misma, esto es, cuando la “risa estalla al fondo de la entera verdad, ya sea que la verdad explote en la risa de los dioses, ya sea que los mismos dioses se mueran de risa loca: cuando un dios quiso ser el único dios, todos los demás fueron presa de risa loca; hasta morir de risa” (Blanchot, 2007: 16).

Al morir de risa, los dioses hacen de la risa la divinidad misma, como menciona Blanchot, pero si desaparecen, es para reabsorberse, añade Blanchot interpretando el ensayo de Klossowski “Nietzsche, el politeísmo y la parodia”, pues las divinidades esperan renacer de esa misma reabsorción; pero eso no es todo, si los dioses mueren de risa, es que la risa es el movimiento de lo divino, por cuanto es también el espacio mismo de morir; reír como “movimiento báquico de lo verdadero y reír como burla del error infinito que pasa incesantemente de uno a otro, para hacer regresarlo todo a la absoluta ambigüedad del signo único que al divulgarse, busca equivalencia, y cuando las encuentre se pierde con ellas, y al perderse, cree encontrarse”. (Blanchot, 2007: 16).

[6] Cabe mencionar que al rebatir la doctrina clásica de Platón sobre la mímesis, de la que el filósofo ateniense se servía para sobreestimar la Idea como modelo de las cosas, Nietzsche arruina la posibilidad de la historia como cultura de la memoria sostenida por el criterio continuista del desarrollo cronológico y, así mismo, da lugar a otra forma de mímesis, esta vez “pujante y creativa, perteneciente a una escritura carnavalesca que festeja la ficción como fuerza infinita y la historia como olvido farmacológico. ‘Voluntad de poder’, ‘eterno retorno de lo mismo’, ‘gaya ciencia’… son consignas que marcan el paso nietzscheano de la filosofía de la razón a retórica del mundo devenido fábula”. (Caro, 1999: 17)
[7] El papel intermediario e intérprete de los demonios ya se sugería en el Banquete de Platón, en el que Sócrates, al final del diálogo, destaca que los demonios son intermediarios entre los dioses y los hombres, así como la adivinación procede de los demonios. Este sería el caso de Eros, quien no puede ser un dios, pero tampoco un humano.
[8] Destaco la per-versión en el sentido dado por Freud, en términos de una desviación de los fines.
[9] Al respecto, convendría resumir la interpretación de Deleuze cuando menciona que “el simulacro funciona de tal manera que una semejanza es retroyectada necesariamente sobre sus series de base”, por lo tanto, para que haya diferencia absoluta como tal, para que haya simulacro como “potencia de lo falso” ¿no se requiere o, mejor, no se presupone aquello que no lo es? ¿La potencia pura de lo falso no es una potencia de lo verdadero en virtud de su propia potencia? En este sentido, ¿el eterno retorno de lo mismo no tiene como premisa acaso la distinción de sí mismo como su pura posibilidad de ser (incluso de no ser), en cuanto simulacro de doctrina? ¿La potencia de afirmar la divergencia y el puro descentramiento no indica, según la diferencia, una pura coincidencia consigo con su movimiento contrario? Nuevamente, Deleuze menciona que: “[e]l eterno retorno es, pues, lo Mismo y lo Semejante, pero en cuanto que simulados, producidos por la simulación, por el funcionamiento del simulacro (voluntad de potencia). Es en este sentido que invierte la representación, que destruye los íconos: no presupone lo Mismo y lo Semejante, sino que, por el contrario, constituye el único Mismo de lo que difiere, la única semejanza de lo desemparejado […] Lo que excluye, lo que no hace retornar, es lo que presupone lo Mismo y lo Semejante, lo que pretende corregir la divergencia, recentrar los círculos y ordenar el caos, dar un modelo y hacer una copia […] Porque lo Mismo y lo Semejante se convierten en simples ilusiones precisamente en cuanto dejan de ser simulados”. (Deleuze, 2005: 187-202).

Al respecto, convendría resumir la interpretación de Deleuze cuando menciona que “el simulacro funciona de tal manera que una semejanza es retroyectada necesariamente sobre sus series de base”, por lo tanto, para que haya diferencia absoluta como tal, para que haya simulacro como “potencia de lo falso” ¿no se requiere o, mejor, no se presupone aquello que no lo es? ¿La potencia pura de lo falso no es una potencia de lo verdadero en virtud de su propia potencia? En este sentido, ¿el eterno retorno de lo mismo no tiene como premisa acaso la distinción de sí mismo como su pura posibilidad de ser (incluso de no ser), en cuanto simulacro de doctrina? ¿La potencia de afirmar la divergencia y el puro descentramiento no indica, según la diferencia, una pura coincidencia consigo con su movimiento contrario? Nuevamente, Deleuze menciona que: “[e]l eterno retorno es, pues, lo Mismo y lo Semejante, pero en cuanto que simulados, producidos por la simulación, por el funcionamiento del simulacro (voluntad de potencia). Es en este sentido que invierte la representación, que destruye los íconos: no presupone lo Mismo y lo Semejante, sino que, por el contrario, constituye el único Mismo de lo que difiere, la única semejanza de lo desemparejado […] Lo que excluye, lo que no hace retornar, es lo que presupone lo Mismo y lo Semejante, lo que pretende corregir la divergencia, recentrar los círculos y ordenar el caos, dar un modelo y hacer una copia […] Porque lo Mismo y lo Semejante se convierten en simples ilusiones precisamente en cuanto dejan de ser simulados”. (Deleuze, 2005: 187-202).

Esto podría orientarse parcialmente con Deleuze invocando la figura del solecismo en Klossowski y los cuerpos lenguaje. Por ejemplo, el gesto ambiguo de Lucrecia (análogo al de Diana), violentada sexualmente por Sexto Tarquinio: “un brazo rechaza a un agresor, mientras que el otro espera y aparece para acogerlo”, esto es, el movimiento (el solecismo del cuerpo) que acoge y rechaza al mismo tiempo, la doble simultaneidad entre una misma mano que rechaza (lo mismo y lo otro), “pero que no puede hacerlo sin ofrecer su palma. Y el juego de los dedos, unos tendidos, otros doblados”. (Deleuze, 2005: 187-202).

[10] Lo sagrado y el sacrilegio, en cuanto indisociables, son también indiferentes hasta en la intensidad de su diferencia. El interdicto no es ya lo positivo de lo que tendría una necesidad de transgresión, no hay mundo sagrado sin un mundo sacrílego de donde alimentar su potencia. La transgresión revela lo que incluso el cristianismo entraña en sus profanidades, cuando lo sagrado y la interdicción se confunden: el acceso a lo sagrado se da en la violencia de una infracción. El cristianismo propuso, en el plano de lo religioso, una paradoja inquietante: “el acceso a lo sagrado es el Mal y, al mismo tiempo, el Mal es profano”. (Bataille, 2010: 64).

Por ejemplo: “¿Cómo ser el absoluto negador de Dios, el ateo fundamental, sin ser igualmente, por virtud de la inversión, el afirmador de un absoluto aún más venerable?”. (Blanchot, 2007: 162).

[11] En la novela de Klossowski Roberte ce soir, Roberte le dice a su esposo, Octave: “¿Quién dio a Antoine ese libro que leía ayer noche? ¿Usted, o Víctor? Sólo el título da náuseas: ‘¡Sade mi prójimo!’”. A lo que Octave responde: “¿Da náuseas a quién?”. Roberte dice: “A todo ateo que se respete. Por lo que a Sade se refiere, se lo cedo con mucho gusto. ¡Pero utilizarlo para tratar de convencernos de que no se puede ser ateo sin ser al mismo tiempo perverso! Al ser perverso se insulta a Dios para hacerlo existir, entonces se cree en Él, ¡prueba de que se lo quiere secretamente! De esta suerte se cree poder asquear al incrédulo de su sana convicción”. Roberte ce soir, III. (Klossowski, 1970: 10).
[12] En lo relativo a la lectura de Nietzsche que Klossowski hizo en “Nietzsche: el politeísmo y la parodia” o, particularmente, en Nietzsche y el círculo vicioso, interesa destacar la interpretación del eterno retorno como la afirmación más fuerte del ateísmo moderno. Ello se debe a que reemplaza la unidad infinita por la pluralidad infinita: el tiempo lineal (cronológico y escatológico), por el tiempo del espacio esférico, poniendo en tela de juicio la identidad del ser y el carácter del presente como seguridad ontológica de la presencia (Cf. Blanchot, 2007: 167).
[13] Cristina Piña menciona, como una parte integral de la reflexión sobre el lenguaje de Foucault, que se tiene que la idea de que todo lenguaje es susceptible, al menos, de dos sospechas: “ante todo, la sospecha de que el lenguaje no dice exactamente lo que dice. El sentido que se atrapa y que es inmediatamente manifiesto no es, quizá, en realidad, sino un sentido menos, que protege, encierra y, a pesar de todo, transmite otro sentido; siendo este sentido a la vez el sentido más fuerte y el sentido ‘de debajo’”, y, por otro lado, que “el lenguaje desborda de alguna manera, su forma propiamente verbal, y que hay muchas otras cosas en el mundo que hablan y que no son lenguaje”. En este sentido, el lenguaje de Pierre Klossowski significa, justamente, la experiencia de la exterioridad de los simulacros (del lenguaje que difiere incesantemente del sentido original y que no puede fijarlo), de la multiplicación y de la multiplicidad infinita del sentido en perpetuo devenir (Foucault, 1998: 33-34. Citado en Piña, 2008: 50).

Notas de autor

[1] Grado: Maestro en filosofía e historia.

Especialización: Filosofía

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