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Cuerpos ultrajados y en falta. Los crímenes de Ciudad Juárez en el relato de Roberto Bolaño y la poesía de Marjorie Agosín
Outraged bodies and in absence. Ciudad Juarez crimes in Roberto Bolaño’s narrative and Marjorie Agosín’s poetry
Nóesis. Revista de Ciencias Sociales y Humanidades, vol. 25, núm. 50, pp. 263-302, 2016
Universidad Autónoma de Ciudad Juárez



Recepción: 28 Abril 2014

Aprobación: 14 Abril 2015

DOI: https://doi.org/10.20983/noesis.2016.2.11

“ Y tú me devolverás los cuerpos (...) y los prebendados los pondrán en las criptas del templo; y encenderán, encima, lámparas eternas donde arderán óleos santos y mostrarán a los viajeros piadosos todos estos huesecillos blancos esparcidos en la noche” Marcel Schwob, La cruzada de los niños

Introduciendo: “Juaritos de mis recuerdos”

El encuadre de la fotografía no acerca la imagen del rostro de la joven, colocada sobre un espejo, como para tenerla presente en cada uno de los días del tiempo, un tiempo que transcurre entrela pérdida y el dolor, que sobregira también en ese reloj empotrado a su lado, que hace punctum entre la mirada y la ausencia (Barthes, 2005). La habitación reúne objetos disímiles, como al azar: una plancha, ropas dobladas, potes de cremas, fotos de bebés, almohadas… Con su dosier fotográfico “Ensayo sobre la identidad” (2007), Mayra Martell memoriza a las desaparecidas de la violencia en Ciudad Juárez, a las “mujeres de arena” (Robles, 2012), y les otorga la huella identitaria del recuerdo, la única posible frente al anonimato al que las arrojaron.

Desde 1993, la vida en Ciudad Juárez, México, cambió drásticamente para las jóvenes de familias humildes. Cadáveres violados y mutilados comenzaron a aparecer en las vastas zonas desérticas que rodean esta ciudad, hija-entraña del desierto de Sonora,1 convirtiéndola en una “dimensión desconocida” (González Rodríguez, 2002) por violenta, perversa, hórrida. Además, estos mostraban cortes del cabello y señales de torturas: atados con los cordones de sus zapatos o exhibiendo una feroz desfiguración. De otras mujeres, simplemente, no volvió a saberse. En la actualidad siguen desapareciendo y algunos de estos cuerpos, solo algunos, se botan, cual desechos.

Sin duda, podemos afirmar el repunte de los secuestros, los asesinatos con saña y las desapariciones a partir del Tratado de Libre Comercio de América del Norte (NAFTA, siglas en inglés), que firmaron los gobiernos de los Estados Unidos, México y Canadá en 1993. Este hecho propició una avalancha migratoria hacia el norte, especialmente de millones de mujeres, quienes se emplearon en las cuatro mil maquiladoras2 (fábricas extranjeras) que se instalaron en el primer momento y donde, por salarios miserables, dañaban su salud y subsistían en la miseria; con esto, desde luego, aumentaron hasta niveles impensables el narcotráfico, el crimen organizado y las pandillas.

Las maquiladoras continúan atrayendo anualmente a miles de obreras de todo México. Para ese 1993, el flujo constante de personas había creado una metrópolis en vías de expansión. A propósito, Kemy Oyarzún en “Des/memoria, género y globalización” (2001) arroja que los:

Instrumentos financieros y otros productos ancilares van subordinando o desplazando a las mercancías tradicionales y a la producción industrial masiva. Conjuntamente se producen movimientos laborales dispóricos, organizados más allá de las fronteras nacionales […]. Al interior de las Naciones/Estado –debilitadas, remapeadas, pero aún vigentes– el valor desagregado de las nuevas exportaciones y la reorganización de la producción del agro, genera nuevas identidades geo-laborales que intensifican la crisis de la familia tradicional y sacuden las bases del Sistema sexo/género vigente: maquiladoras y temporeras son escuetos pero dramáticos ejemplos de ello (21-23).

Mientras que para Jesús Martín-Barbero (2000),

Muchas ciudades hoy parecieran […] maldecidas por los dioses, al menos por la abundancia de huellas criminales que las pueblan y lo mucho que tienen de confusión. Pero lo que ha convertido a algunas de nuestras ciudades en las más caóticas e inseguras del mundo no es solo el número de asesinatos o atracos sino la angustia cultural en que vive la mayoría de sus habitantes (29).

Al fusionar los principales elementos de las citas de Oyarzún y de Martín-Barbero, varios enclaves se reiteran: globalización, cruce de fronteras, nuevas identidades, violencia, crimen, angustia cultural… Ciudades trasnacionales como depósitos del extrañamiento, como soltadas de sus amarras tradicionales para adoptar una pose que, al final, las transforma en algo irreconocible, pues lo extraño (Freud, [1930] 1973) produce el vértigo del distanciamiento, de lo que no se valora ni se respeta.

La era de la globalización se apoderó de esta zona fronteriza entre México y los Estados Unidos. El sistema tradicional de modos de vida y de cultura se reorganizó en Ciudad Juárez de acuerdo con una nueva dinámica de consumo, de saberes propios del mercado: desde hoteles cosmopolitas en la llamada “zona dorada” hasta una gran área roja, su antípoda, sostenida por la prostitución, la venta de droga y el canje de productos que rebasan la imaginación más desbocada (el destacado “perfilista” del FBI, Robert Ressler, asomó hasta el tráfico de órganos y las películas snuff3). El una vez insignificante pueblo de frontera se tornó rápidamente en la cuarta ciudad más populosa de México, con la apertura de centenares de fábricas para productos de exportación. Actualmente, operan cerca de quinientas maquiladoras con trescientos mil trabajadores, setenta por ciento mujeres, quienes, para regresar a sus casas, deben desplazarse de noche cerca del desierto y perciben un sueldo promedio de 55 dólares a la semana (poco más de seiscientos pesos al mes). Conseguir un empleo en una de las cientos de plantas de ensamblaje significa la apertura hacia una vida más sostenible –con respecto a otras ciudades mexicanas– para las obreras, casi todas sin entrenamiento y expuestas, por tanto, a los riesgos del proceso industrial.

Juárez no es cualquier pueblito fronterizo. Es la ciudad mexicana más grande de la frontera con Estados Unidos. Casi dos millones de personas habitan la ciudad, en donde operan 320 plantas maquiladoras, y que en su mayoría pertenecen a empresas publicadas en la revista Fortune 500 de Estados Unidos, Europa y Japón. La gente trabaja y lleva a cabo actividades cotidianas de la vida normal. Pero al mismo tiempo, los hampones de la alta escuela también imperan en la ciudad y se conducen con ilimitada libertad. Con frecuencia, comandos armados pasean por las calles, en donde plagian y ejecutan a sus víctimas a plena luz de [sic] día. La policía nunca arresta a los probables responsables de estos crímenes. Mientras la policía se desentiende de estos hechos, las empresas estadounidenses mantienen sus negocios como si nada pasara. Hasta el gobierno federal parece impotente ante tal situación (Washington, 2005: 13).

Lo cierto radica en que en esta ciudad todavía sobran las “oportunidades”. Pero algunos observadores (como Julia Estela Monárrez Fragoso y Sergio González Rodríguez) han sugerido que al sumarse a la fuerza laboral y ganar independencia social y financiera, las mujeres han acentuado los rasgos machistas en la región, engendrando mayor violencia contra ellas: “la violencia contra las mujeres no se produce de manera aislada sino que, además, sopesa otras lógicas del poder vinculadas con la reproducción de la subalternidad y la otredad” (Monárrez Fragoso, 2009: 8).

Óscar J. Martínez en “Ciudad Juárez: el auge de una ciudad fronteriza a partir de 1848” (citado por González Rodríguez) resalta una acotación del Cónsul General de los Estados Unidos en México para 1921, John W. Dye, quien apuntó: “Juárez es el lugar más inmoral, degenerado y perverso que he visto u oído contar en mis viajes. Ocurren a diario asesinatos y robos. Continuamente se practican juegos al azar, se consumen y venden drogas heroicas, se bebe en exceso y hay degeneración sexual” (en González Rodríguez, 2002: 79); y remataba: “es La Meca de los crímenes y los degenerados de ambas fronteras” (Ídem). Un puente ancho para entrar al delito.

Numerosos indicios, documentos y testimonios dan cuenta del elevado número de cuerpos violentados.4 En este punto puede pensarse en “crímenes perfectos”, ya que no se ha logrado capturar a los victimarios. De acuerdo con el Observatorio Ciudadano Nacional del Feminicidio (OCNF), más de mil setecientos homicidios intencionales de mujeres se registraron entre 2009 y 2010. Para este organismo, los Estados con mayor índice fueron Chihuahua, México, Jalisco, Tamaulipas, Sinaloa y Morelos. Asimismo, entre 2012 y 2013, se cometieron 3892 asesinatos de mujeres.5

Como un molde o el artículo final, etiquetado, las mujeres víctimas de Ciudad Juárez se asemejan a los productos seriados que proveen las maquilas: adolescentes esbeltas, morenas, de ojos grandes y cabellera larga. Parecen una, en el físico y en su sujeción futura al ultraje, corporeidades que fijan el imaginario violento de la ciudad. De ahí que no extrañe el interés de algunos registros culturales, como el de la literatura y la fotografía, por fijarlas una vez victimizadas, para que se tornen “disponible[s], frecuentable[s], circulante[s]” (Rojas, 2000: 178); para nombrar ese cuerpo femenino mutilado, en emergencia (Foucault, 1993), siempre en falta, alguna vez resto.

El Estado y sus sucesivos gobiernos no buscan a las desaparecidas, inmersas en una categoría insepulta, sin constitución jurídica, sin una tumba donde sus familias puedan llorar sus posibles muertes; y de las asesinadas se vislumbran jirones en la arena del desierto, residuos de piel sobre la mesa de autopsias o ropas en descomposición. Para otro contexto, el de la Shoah, en Lo que queda de Auschwitz. El archivo y el testigo (2000), Giorgio Agamben acotó la constitución del resto como aquello que pervivió como testimonio del horror: la camisa de un prisionero, el trozo de madera de una barraca, un zapato chamuscado, el alambre de un cercado...

A partir del trazo discontinuo, residual, que marca la violencia de esta criminalidad todavía impune y cómo esta se instituye en tanto material para la cultura, en este artículo pretenderemos una aproximación al capítulo “La parte de los crímenes” de 2666 (2004), del escritor chileno Roberto Bolaño (Santiago de Chile, 1953-Blanes, Barcelona, España, 2003), el cual transcurre en la ciudad ficticia de Santa Teresa, armada a semejanza de Ciudad Juárez; y a la voz poética de Marjorie Agosín (1955), también chilena, en Secretos en la arena: Las mujeres jóvenes de Ciudad Juárez (2006, edición bilingüe).

A través de dos discursos literarios diferentes, el narrativo y el poético, de dos formatos que se apropian de un acontecimiento y lo reconstruyen como “otro tiempo de escritura, que puede inscribir las intersecciones ambivalentes y quiasmáticas del tiempo y el espacio que constituyen la problemática experiencia ‘moderna’” (Bhabha, 2010: 388), reflexionaremos acerca de otro modo de entendimiento sobre el caso de Ciudad Juárez, específicamente desmontándolo desde la violencia y su entretejido con el cuerpo y el poder, y alejándonos de la visión reduccionista de que se trata de un “asunto sobre mujeres”, lo cual subrayamos como punto vital, de arrancada. Así, colocamos tangencialmente el problema de género, limitante; son mujeres pero, sobre todo, organismos biopolitizados, prensados por el poder. Como apunta Marta Lamas, la teoría de género “filtra nuestra percepción del mundo y constriñe nuestras opciones de vida” (1998: 193) –y agregamos: de análisis–. O, como expresa Diana Washington, una de las principales investigadoras del tema: “A mí me molesta mucho que de este caso de Ciudad Juárez se diga solo que es sobre mujeres, porque es un crimen de lesa humanidad, no solo de mujeres” (en Castilla, s/f: s/p).6

Por otra parte, en el canónico El género en disputa (2007), Judith Butler señala: “consideraba y sigo considerando que toda teoría feminista que limite el significado del género en las presuposiciones de su propia práctica dicta normas de género excluyentes en el seno del feminismo” (8). Teniendo en cuenta esta percepción, nuestro objeto de estudio se ceñirá al registro del cuerpo violentado y desaparecido por la violencia, biopolitizado por el poder. Como recalca Marcial Huneeus en su lectura de 2666, los asesinatos se enlazan con la dominación, que “no es un tema que afecte exclusivamente a las mujeres, sino que también se ejerce sobre los hombres, lo que [les] conlleva […] estar revalidando su virilidad” (2011: 262).

Este corpus implica una entrada a los conflictos políticos –en tanto “acción de fuerza ejercida para obtener determinados objetivos en torno al poder, ya sea para mantenerlo, para destruirlo o reformarlo”. (Sánchez Rebolledo, 1998: 109)– y urbanos de Ciudad Juárez, a sus “tragedias, las situaciones crónicas, las repercusiones en la conducta propiciados por el estallido perpetuo –económico, social y demográfico– de las ciudades, y la imposibilidad de un control fundado en la aplicación estricta de la ley” (Monsiváis, 1998: 275); a un territorio dividido cuyos sujetos “balbucean” un discurso del colapso social, “cara a cara” con los Estados Unidos, y que se avala como un campo para la impunidad, como acentuó el propio Carlos Monsiváis cuando se preguntó acerca de las metrópolis implotadas por la creciente violencia. ¿Qué sobreviene frente a esto sino la marginalidad, la migración, los sueños interrumpidos de juventud, la muerte?

En definitiva, hurgar en el poder suprainstitucional, en la “estatización-de-lo-biológico” que ese poder impone (Foucault, 1979 y 1999), y que se evidencia en la representación de los cuerpos destrozados, aniquilados o borrados; un poder que establece nexos con el crimen organizado y con las autoridades locales y nacionales. Como relata Bolaño en “La parte de los crímenes”: “cuando uno comete errores desde adentro, los errores pierden su significado. Los errores dejan de ser errores. Los errores, los cabezazos en el muro, se convierten en virtudes políticas, en contingencias políticas, en presencia política, en puntos mediáticos a tu favor […]. Lo importante es que estés. ¿Dónde? […] donde hay que estar” (2004a: 761). En este último lugar, están los victimarios; en los anteriores, sus cómplices. Y todos callan u obligan a callar.

La maquila del poder. Los cuerpos violentados de “La parte de los crímenes” de 2666

El signo del cuerpo martirizado y fracturado que propone Bolaño en “La parte de los crímenes” de 2666 y su relación con las prácticas del poder y la violencia toman forma en este capítulo y se configuran con una noción que plantea Michel Foucault en Microfísica del poder: “no hay nada más material, más físico, más corporal, que el ejercicio de poder” (1979: 105) cuando domina la corporeidad física humana.

Para este autor, el cuerpo se encuentra sumergido en un campo político donde se establecen múltiples relaciones de poder con otros cuerpos, operando sobre él como una presa inmediata, razón por la cual lo cercan, lo someten a suplicio, lo obligan a ceremonias y le exigen obediencia: “sobre el cuerpo, se encuentra el estigma de los sucesos pasados, de él nacen los deseos, los desfallecimientos y los errores; en él se entrelazan y de pronto se expresan, pero también en él se desatan, entran en lucha, se borran unos a otros y continúan su inagotable conflicto” (1979: 14). El cuerpo como:

[una] superIcie de inscripción de sucesos (mientras que el lenguaje los marcan y las ideas los disuelven), lugar de disociación del Yo (al cual intenta prestar la quimera de una unidad substancial), volumen en perpetuo derrumbamiento. La genealogía como el análisis de la procedencia, se encuentra por tanto en la articulación del cuerpo y de la historia. Debe mostrar al cuerpo impregnado de historia, y a la historia como destructor del cuerpo (15).

Sobre este cuerpo moldeado por las instituciones políticas del Estado a lo largo de la historia, se ha practicado toda clase de fuerza física y se han establecido marcas; a manera de inscripción de sucesos, se han grabado recuerdos, contabilizado deudas y también cobrado, y, en momentos límite, se ha trizado con el odio, en un “universo de reglas que no está en absoluto destinado a dulcificar, sino al contrario a satisfacer la violencia” (Foucault, 1979: 17).

Pocos lugares como México para que la violencia (política, urbana, social, doméstica, de género) y las estrategias de poder se ensañen sobre el cuerpo y lo traspasen con su carga demoledora o alegórica, siempre impositiva. Un eje gravitacional que se mueve con la participación y la complicidad entre políticos, fiscales y policías, y con el narcotráfico y su despliegue fronterizo, viral, en las sombras de la muerte. Pocos lugares como Ciudad Juárez socavado por “las profundas transformaciones y aceleraciones de los patrones de movilidad humana, [siendo] dos [de las] formas más evidentes [de lo posmoderno] […] la masiva migración de fuerza de trabajo y el turismo a gran escala. Este último constituye la industria más grande del mundo después del narcotráfico. La primera ha producido, entre otras cosas, una inversión del momentum difusionista de la modernidad, es decir, desde el centro hacia afuera” (Pratt, Mary Louise, 2006: 4-5).

Este panorama salta al capítulo de 2666 y lo insterticia como un segundo pliegue (Barthes, 1981) por debajo de la extensa descripción literal y demoledora que Bolaño realiza de los cuerpos violentados de mujeres, cuerpos escoriados con salvajismo:7 “La muerta apareció en un pequeño descampado en la colonia Las Flores. Vestía camisa blanca de manga larga y falda de color amarillo hasta las rodillas, de una talla superior” (Bolaño, 2004a: 443). De esta manera abre “La parte de los crímenes”, imponiéndole a la narración la estructura de un registro policial del que se citan, uno tras otro, los informes de los asesinatos en la ficcional Santa Teresa (Ciudad Juárez). Como nota, Florence Olivier en su texto “Violento mundo nuevo: hibridez, contacto y espejeos de la frontera norte en la literatura mexicana” (2014):

Con la peregrinación temporal y espacial a la que invita el sistema de repetición de los fragmentos a modo de fichas forenses en torno a las muertas, ‘La parte de los crímenes’ instaura una fragmentación iterativa que instala capillas ardientes en los espacios intersticiales de la intemperie urbana. Ese terrible treno y corrido de Santa Teresa combate el terror que produce la instalación voluntaria o involuntaria de los cuerpos arrojados por los criminales en basureros, canales, parques industriales, baldíos, indefinibles sitios del desierto –‘El cadáver es el mensaje’, comenta Horacio Castellanos Moya (2008) de ese literal modo de comunicación de los asesinos en un ensayo sobre literatura y violencia (370-371).

Impresión que se vacía en estas líneas de Bolaño:

Esto ocurrió en 1993. En enero de 1993. A partir de esa muerta comenzaron a contarse los asesinatos de mujeres. Pero es probable que antes hubiera otras. La primera muerta se llamaba Esperanza Gómez Saldaña y tenía trece años. Pero es probable que no fuera la primera muerta. Tal vez por comodidad, por ser la primera asesinada en el año 1993, ella encabezaba la lista. Aunque seguramente en 1992 murieron otras. Otras que quedaron fuera de la lista o que jamás nadie encontró, enterradas en fosas comunes en el desierto o esparcidas sus cenizas en medio de la noche, cuando ni el que siembra sabe en dónde, en qué lugar encuentra (2004a: 444).

Como se observa, este cuerpo ultrajado forma parte de una lista de más de cien que sigue consecuentemente hasta “el último caso del año 1997 […] bastante similar al penúltimo” (Bolaño, 2004a: 790), con el que cierra el acápite. Los registros policiales, los periodistas, las organizaciones sociales y de derechos humanos empezaron a ocupar- se de una Ciudad Juárez especialmente violenta, globalizada, en vías de expansión constante, demográficamente bulliciosa, y macabra, muy macabra. Obviamente, la narrativa en tanto diferimiento del objeto que intenta sustituir (Derrida, 1971), no podía quedar al margen.

El cuerpo del capítulo de 2666 está cruzado por las pulsiones entre lo físico y lo psicológico, agredido por el maltrato y la humillación y desposeído por la miseria, “el poder se ha introducido en el cuerpo, se encuentra expuesto en el cuerpo mismo” (Foucault, 1979: 104):

… había muerto estrangulada. Presentaba hematomas en el mentón y en el ojo izquierdo. Fuertes hematomas en las piernas y en las costillas. Había sido violada vaginal y analmente, probablemente más de una vez, pues ambos conductos presentaban desgarro y escoriaciones por los que había sangrado profusamente (Bolaño, 2004a: 444).

Una violencia que viene de la biopolítica, corporizada en el estrangulamiento de la víctima hasta volverla un grano, arena sobre arena del desierto, ese desierto que para el personaje de Lalo Cura “es un mar interminable. […] buen sitio para los peces, sobre todo para los peces que viven en las fosas más profundas, no para los hombres.” (Bolaño, 2004a: 698).

Retomando a Foucault, estos cuerpos ultrajados en “La parte de los crímenes” están perforados por las relaciones de poder que funcionan como una red productiva que penetra un cuerpo mayor, robusto, empujado hacia el neoliberalismo: el social. Con la mujer asesinada, esta corporeidad mayúscula define una tecnología que efectúa “cierto número de operaciones sobre […] pensamientos, conducta, o cualquier forma de ser” (1991: 48); ningún crimen o vejamen está en el afuera de esto. Como el cuerpo de la joven Emilia, encontrado en el basurero clandestino “El Chile”, sentido que apuntala otro contexto de violencia, también política, que se analizará más adelante en la poesía de Marjorie Agosín. Pero Bolaño aprovecha y no deja de relativizar esa relación cercana con la dictadura de Augusto Pinochet (1973-1990), la cual desliza al voleo: un basural y un nombre; cuerpo violentado-poder. El formato se repite en países con culturas diferentes: México y Chile, pero fundamentado en la violación sistemática de los derechos humanos; en el primero, en ranchos con direcciones desconocidas o en eriales; en el segundo, en campos concentracionarios que constituyeron locaciones de tortura y exterminio, como Tejas Verdes. La violencia se inscribe como constructo social e histórico y desde ahí proyecta sus saberes y sus imaginarios, esto último, para Zizěk, de una gravedad definitiva: “Hay razones para mirar al sesgo el problema de la violencia. […]. Un análisis conceptual desapasionado de la tipología de la violencia debe por definición ignorar su impacto traumático” (2009: 12).

Sobre la violencia y su nexo con el Estado, vale otra noción del ensayista mexicano Adolfo Sánchez Rebolledo en “La actualidad de la violencia política” (1998): “Si en el Estado hay siempre una violencia potencial, advertiremos que la violencia virtual de la sociedad puede volverse efectiva cuando el conflicto que la origina carece de otros canales para resolverse” (108); canales que todavía no fluyen en Ciudad Juárez. Los asesinatos y las desapariciones se mantienen impunes, como si a las autoridades no les interesasen las respuestas:8

El asesinato de Isabel Urrea, aireado los primeros tres días por su emisora de radio y por su periódico, se atribuyó a un robo frustrado, obra de un loco o de un drogadicto que seguramente quería apropiarse de su coche. […] No hubo autopsia, en deferencia a su familia, y el examen balístico no se dio a conocer jamás y en alguna ida y venida entre los juzgados de Santa Teresa y Hermosillo se perdió definitivamente (Bolaño, 2004a: 447).

En estos cuerpos descuartizados y dispersos en el desierto, a veces con un seno arrancado a dentelladas, se superponen la guerra de los cárteles (como el de los poderosos hermanos Carrillo Fuentes), la falta de administración de justicia, el narcotráfico, el trasiego ilegal en la frontera, la miseria y la corrupción, decibeles que Monsiváis reflejó en “La violencia urbana” (1998).

Para él, uno de los elementos constantes se reproduce en “los alcances de la delincuencia, propiciados por la descomposición de los cuerpos policíacos, los desastres de la economía popular, y la confianza en la impunidad surgida de un conocimiento: más del ochenta por ciento de los delitos cometidos en la capital jamás reciben castigo” (275). También afirma que otra de las razones se debe a la “violación de los derechos humanos a cargo, fundamentalmente, de la policía y de un poder judicial cuya corrupción alcanza niveles orgánicos” (Ídem). Estas categorías conducen a un cuerpo en la ficción de Bolaño recurrentemente violentado y bajo el girando alrededor del dominio del Estado (y de un paraestado, como el narcotráfico).

“En el basurero donde se encontró a la muerta no solo se acumulaban los restos de los habitantes de las casuchas sino también los desperdicios de cada maquiladora” (Bolaño, 2004a: 449), puntadas que hilvanan a la mujer como un lienzo corporal expuesto físicamente al atropello y al desecho, con vínculos desiguales con el capital político –en uno de los casos reales de Ciudad Juárez, la muerta quedó en un lote, “el ex gobernador de Chihuahua, Teófilo Borunda, era el dueño del predio utilizado para abandonar el cuerpo de la joven” (Washington, 2005: 322)– y con el económico: las maquiladoras, con su función seriada, sus minúsculas y precisas piezas para encajar, los turnos irracionales, los accidentes por agotamiento o impericia, y los despidos incesantes: “Un trabajo mal pagado y explotado, con horarios de miedo y sin garantías sindicales, pero trabajo al fin y al cabo, lo que para muchas mujeres […] es una bendición” (Bolaño, 2004a: 710).

La concentración de fuerza laboral en las ensambladoras, la mayoría, por cierto, sin reglas ambientales, contamina y desecha el cuerpo humano. ¿Cuánto vale una obrera si otras cien aspiran a su puesto? ¿Acaso un cuerpo que se echa en el desierto, que desaparece o que muere, no resulta sustituido de inmediato por otro, el que, a su vez, está condenado a un ciclo idéntico?

En Santa Teresa no bastan las rupturas que sufren estas trabajadoras en la industria o sus familias cuando las pierden; también sus cuerpos exhiben dislocaciones y mutilaciones ostentosas:

Cuando la encontraron, dos días después, su cuerpo mostraba señales inequívocas de muerte por estrangulamiento, con rotura del hueso hioides. Había sido violada anal y vaginalmente. Las muñecas presentaban tumefacciones típicas de ataduras. Ambos tobillos estaban lacerados, por lo que se dedujo que también había sido ata- da de pies (Bolaño, 2004a: 490-491).

La violencia se inflige de manera extrema en el “terreno” corporal femenino, fértil biopolíticamente, y Bolaño hinca el alfiler sobre el significado de este horror al describir detalladamente la violación y el maltrato, como en la cita. Si un cuerpo se mutila, se despedaza, queda apenas como un fragmento de lo sido, pero, además, se reemplaza continuamente mientras integra el ejército asalariado que sustenta el poder económico de una urbe, por demás frontera, ¿dónde reside su valor? Ciudad Juárez para Bolaño: ensamble interminable de asesinatos, “metáfora de México y del pasado de México y del incierto futuro de toda Latinoamérica” (2004b: 215).

Sujeto víctima tajado cual res pero banalizado por la indiferencia frente a su ultraje, por el chiste: “Las mujeres de la cocina a la cama, y por el camino a madrazos. O bien decía: las mujeres son como las leyes, fueron hechas para ser violadas […]. Una gran manta de risas se elevaba en el local oblongo, como si los policías mantearan a la muerte.” (Bolaño, 2004a: 691). En otro caso, el cuerpo se convierte en material periodístico o en archivo policial que luego se desahucia:

[…] se encontró el cuerpo de otra mujer en el desierto, al sur de Santa Teresa, entre dos pistas vecinales. El cuerpo se hallaba en estado de descomposición y los forenses dijeron que iba a llevar días determinar las causas de la muerte. El cadáver tenía las uñas pinta das de rojo, lo que llevó a pensar a los primeros policías que acudieron al lugar del hallazgo que se trataba de una puta. […] Cuando finalmente llegó el informe forense […] ya nadie se acordaba de la desconocida, ni siquiera los medios de comunicación, y el cuerpo fue arrojado sin más dilaciones a la fosa común (2004a: 650).

“Uñas pintadas de rojo, […] que llevó a pensar […] que se trataba de una puta”: además de un cliché, una parte minúscula se usa para denigrar al género femenino, en una sociedad de discurso que ordena, según su lógica, la microfísica de los cuerpos con los que actúa. Igual que la condición del cadáver como “aquello que irremediablemente ha caído, cloaca y muerte, [que] trastorna más violentamente aun la identidad de aquel que se le confronta como un azar frágil y engañoso” (Kristeva, 2006: 10).

El cadáver como el límite de la abyección, “la muerte infectando la vida” (Ídem). Aquí se origina un punto de convergencia entre Foucault y Kristeva: el crimen, la muerte, el cadáver, perturban la identidad, el sistema y el orden, los ensucian; “El crimen se define clara y simplemente como un daño social, como una perturbación para el conjunto de la sociedad. Consecuentemente, el criminal es definido como el que damnifica, el que perturba a la sociedad, el enemigo social, el que ha roto el pacto social” (2012: 3), realzó Foucault. En “La parte de los crímenes”, los cuerpos arrojados al basurero aluden a aquello que se desecha luego de su uso, sin factibilidad de reciclaje: “se encontró el cadáver de otra mujer en los terrenos traseros de la maquiladora Kusai, […]. El cuerpo estaba totalmente desnudo” (Bolaño, 2004a: 753).

Como un compendio de autopsias, el relato se retuerce en un montaje hórrido de restos, de los últimos vestigios de los cuerpos. En diálogo con Barthes en S/Z (2004), existen momentos límite –como los de Ciudad Juárez, por ejemplo– cuando

[…] solo [se] conoce el cuerpo femenino en forma de división y diseminación de objetos parciales: una pierna, un pecho, un hombro, un cuello, unas manos. El objeto que se ofrece […] es la mujer cortada en pedazos. La mujer dividida, separada, no es más que una especie de diccionario de objetos fetiches (93).

Siguiendo a Barthes, la escritura de Bolaño reúne cuerpos diseminados, putrefactos o en ausencia, desconnotados de completud ante los ojos de cualquier espectador. Organismos desmembrados, reducidos a órganos repartidos por el desierto, o corporalidades de las que nada se sabe; unos muestran la saña de la tortura; todos, un poder que los sobrepasa y los tritura, que los biopolitiza:

La muerte se produjo por estrangulamiento. Lo curioso del caso es que Marta Navales Gómez trabajaba en Aiwo, una maquiladora japonesa instalada en el parque industrial El Progreso, y sin embargo su cuerpo había aparecido en el parque industrial Arsenio Farrell, en el basurero, un sitio complicado de acceder en coche, a menos que el coche fuera un coche de basura (Bolaño, 2004a: 489).

Otra vuelta de tuerca a la imagen del basurero –no “El Chile”, clandestino, sin nombre–, sino otro, ícono de la industrialización desmedida de Ciudad Juárez: la maquiladora. En el ensayo “La frontera 450+: La frontera una herida abierta: Violencia y políticas de la memoria (las muertas de Juárez)” (2007), Beatriz González y Julián Olivares se refieren a las empresas de ensamblaje como instrumentos que transforman al sujeto femenino en un “cuerpo desechable”: “hay pocos descansos, y el trabajo es repetitivo, las mujeres sufren de varios dolores: de los dedos y manos, de los brazos, piernas y espaldas, y por lo tanto, las mujeres no suelen durar más de dos años en el trabajo, y luego las maquiladoras las echan o las ‘desechan’” (11).

Lo habíamos abordado: mujer-objeto, mujer-máquina y, por tanto, mujer-obsoleta, mujer-estorbo. En las industrias extranjeras se contrata sobre todo a las jóvenes, sus dedos ágiles y rápidos acoplan con facilidad las distintas piezas de la mercancía destinada a la exportación. Allí se funciona de acuerdo con los signos y los impulsos de una cabeza gerencial (González y Olivares).

Como representación ficcional de acontecimientos de la realidad mexicana, Bolaño contamina este capítulo con rastros corporales que exponen cómo detrás del auge de la globalización se ha posicionado una sociedad paralizada por la violencia desmedida y seriada, los cárteles de la droga y su mensaje de miedo y la indiferencia ciudadana, y donde las trabajadoras, con menos recursos para validarse, se han transformado en víctimas-en-potencia (Rotker, 2000). ¿De quién o de quiénes? ¿Del Estado, de los políticos y los policías corruptos, de las pandillas urbanas, de los narcotraficantes, de los asesinos en serie (mexicanos o norteamericanos)? Y lo peor: tanto para los poderosos como para el común de la gente, ha cristalizado la idea de que ellas pueden reemplazarse como los tornillos que pasan por sus manos para armar piezas en la planta General Electric.

Un poder suprainstitucional se ha enquistado con fuertes nexos con el crimen organizado. Bolaño recrea el discurso de la periodista y diputada del PRI (Partido Revolucionario Institucional), Azucena Esquivel Plata, “la María Félix de la política mexicana” (2004a: 729), quien solicita la investigación de los asesinatos contra mujeres y, no obstante, teme decir públicamente lo que ha averiguado, denotando una conexión entre el poder estatal y el político: “Conozco los nombres de todos o de casi todos. Conozco algunas actividades ilícitas. Pero no puedo acudir a la policía mexicana. En la Procuraduría General creerían que me he vuelto loca. Tampoco puedo entregar mis informes a la policía gringa” (789).

Queda clara la ausencia de una respuesta ficcional a un enigma que todavía permanece asombrándonos. Tampoco Bolaño la hubiera pretendido. “La parte de los crímenes” de 2666 instala una sensación inaprehensible, como de algo que comienza y jamás cesa, un agujero negro de calles oscuras, maquilas de ensordecedor ruido y cadáveres descoyuntados o en falta, ante lo cual, sin embargo, la vida continúa su ciclo, eso sí, sin expectativas; la vida atrapada por su biopolitización.

A fin de cuentas, en el Juaritos del presente –no en el cantado en el Juaritos de los recuerdos– todo parece posible, hasta mirar el horror de un cuerpo desmembrado y salir impactado pero ileso. Aunque ya poco importe la esperanza para resolver los crímenes; aunque solo permanezca sobre la ciudad-frontera la mirada petrificante de la globalización, la nueva Medusa.

Las señoritas extraviadas, de Juárez y de Chile. La poesía de Marjorie Agosín

“Atrévete/ a una plegaria/ para las mujeres muertas/ en Ciudad Juárez/ en las orillas de los ríos/ en los estadios de Santiago de Chile” (2006: 70). ¿Quién canta este himno de dolor a las mujeres víctimas de la violencia en Ciudad Juárez y Chile en dictadura? ¿Quién pide una plegaria, al menos eso, una plegaria? Marjorie Agosín, poeta y novelista chilena, descendiente de judíos que huyeron del nazismo y profesora en Wellesley College, Massachusetts, en Secretos en la arena: las mujeres jóvenes de Ciudad Juárez asume la voz de la desaparecida, emplaza desde esta jurisdicción de la nada (¿cuál estatus jurídico o sociológico soporta al desaparecido? “Todos pueden imaginar lo que ocurre [con él]. Nadie puede probarlo. De este modo, la desaparición deja huellas impalpables que nunca pueden convertirse en pruebas” [García, 2000: 89]) y desde allí le otorga el don de enunciar su condena de no-ser, su ciclo de vida acabado intempestivamente.

Recordando a Agamben (2000), voz-testigo que se ocupa de la sobrevida y, como apuntala Lazzara, de los “símbolos de un pasado no sepultado que aparece y reaparece con insistencia en el presente”(2007: 30). Agosín converge con Bolaño, específicamente con el capítulo ya estudiado de 2666, en la ficcionalización de la violencia, pero se separa en la forma, en el cómo sustantivo. Ella cede su individualidad y la presta a las víctimas, quienes dejan de constituir la enumeración cruda, descarnada de cuerpos y restos, sin tomar partido de “La parte de los crímenes”; y habla por quien no posee voz, porque esa voz la cercenó un cuchillo anónimo en el desierto de Sonora o una soga que apretó un agente chileno de la DINA (Dirección de Inteligencia Nacional),9 vinculando los efectos de la violencia sobre las mujeres de Ciudad Juárez con los del país sureño durante la dictadura pinochetista, en un diálogo-murmullo entre el cuerpo mutilado y desaparecido en estos dos registros históricos diferentes:

Atrévete

a una plegaria

para las mujeres muertas […]

Una plegaria para las mujeres vendadas

que se les negó el derecho al don y a la palabra.

Una plegaria

para no decir lo que no se dice, para rezar como se debe

para cuestionar al cuerpo de los pacerdotes ungüentando el cuerpo de las niñas

en el nombre de Dios (2006: 70).

En este poema, la autora subraya la traza de las desaparecidas, de las víctimas que silenció el vejamen, sin importar dónde; ese que hizo de la venda sobre los ojos y la mordaza en la boca un ritual del horror. Todas comparten un estado fantasmático (Freud, 1978) que posibilita el olvido, porque

allí donde no hay cuerpos, donde no hay pruebas materiales de la muerte, donde no hay cierre para los familiares, los desaparecidos se mantienen en una suerte de limbo entre la vida y la muerte, como espectros vagando entre los vivos, esperando ser oídos, reconocidos y recordados (Lazzara, 2007: 164).

Poesía en la cual se suturan plegarias, balbuceos, necesidades, afanes pasados: “Caminan ligeras/ como si danzaran/ y en esa danza/ gimen/ murmuran/ cantan” (2006: 71). A un mismo tiempo, Agosín queda como voz y como testigo, en una doble operación cuyo objetivo busca la permanencia en el tiempo de las mujeres violentadas y ausentes, su no borramiento. Para ella, no pueden cosificarse como etiquetas en una morgue o como un número al azar en una tumba clandestina; al contrario, las aferra para que digan por su boca y testifiquen a través de sus ojos:

Larga y honda la noche del desierto

todo y nada transcurre

los pájaros meciéndose en el vacío del aire

el ángel de la muerte los ahuyenta

hoy como ayer otra mujer muere

en Ciudad Juárez (2006: 126).

La poeta escudriña el sitio de la muerte en esta “ciudad pecado” a lo Robert Rodríguez; y se transforma en adivina, a semejanza del personaje Gumaro, caminante por la geografía juarense en Los sinsabores del verdadero policía(2011) de Bolaño. Una pregunta se vuelve recurrente: ¿cómo las desaparecidas adquieren el estatus de cuerpos anónimos y en perenne falta? Raptadas a plena luz del día, nadie ve, nadie escucha; el terror domina. Al respecto, Gloria Elgueta señala en “Secreto, verdad y memoria” (2000): “la desaparición emplea el secreto y la mentira no solo para borrar las huellas de un crimen inconfesable […], sino como una forma de manipulación a gran escala” (34). Como en “La parte de los crímenes”, negar los crímenes y la ausencia de los cuerpos constituye un instrumento de control del Estado, de la biopolitización.

Un denominador común se posesiona en esta lírica: el de una voz que emite, a veces con gritos, otras con siseo, los vocablos muerte y vacío, y que describe desde allí a las desaparecidas: “No había en aquellos sitiales/ ni plantas ni rocas./ Solo la muerte desnuda y pérfida./ En aquellos páramos donde las encontraron/ había ciertos ecos llamados vacíos” (Agosín, 2006: 24).

Es como si tuviera en sus manos la lista con los nombres de las asesinadas y suprimidas y percibiera su desvanecimiento, su deslave, tal como el de las cruces de color rosado en el desierto de Sonora, algunas ya con las identidades y las fechas ilegibles; y decidiera empeñar su palabra como cábala contra el olvido. Así, para Bornstein-Gómez, “este proceso [en Agosín] desemboca en la construcción tanto personal como colectiva de subjetividades, de una hablante comprometida con su espacio histórico y cultural y, finalmente, en la función de la palabra como recurso de salvación y de cambio social” (2005: 57).

Porque, para el Estado, únicamente se trata de fichas numeradas, ajenas; cuerpos, restos o denuncias (en el caso de las desaparecidas) desechables que pronto se relegan. Para Alain Brossat en “El testigo, el historiador y el juez” (2000),

lo propio de la desaparición como técnica de represión destinada a propagar un terror difuso y persistente, consiste en eludir el momento esencial en el cual una acción violenta es llamada a validarse, a presentarse a sí misma al tiempo que se ejerce, a justiIcarse, a ponerse en escena […] la violencia a menudo es institucional. Violencia de Estado, militar, policial, paramilitar, parapolicial (131).

Una técnica para asesinar y esfumar los cuerpos sin huellas condena a un espacio sin resolución, con sujetos cuyo destino se ignora (¿nos arriesgaríamos si colocamos “para siempre”?). El terror se asocia con la violencia política institucionalizada, de ahí que no resulte difícil trazar una línea de convergencia entre Ciudad Juárez y Chile bajo los militares. Los fonemas desgarradores de las víctimas pasan a través de la garganta de Agosín y surge la denuncia hacia la indolencia de las autoridades:

En cambio

en aquella ciudad fronteriza con olor a muerte a desagües

putrefactos con voces de mejicanos

pululando entre el sopor de un calor de bestias.

La justicia se olvida de las muertes de Juárez la policía bosteza

unos dicen que andaban vestidas con ropas cortas demasiado cortas

provocando a los asesinos que después de todo eran hombres buenos.

La muerte llega a Juárez vestida de pobre

no usa tacos glamorosos ni mantones de manila.

Es terca

sabe que nadie notará sus idas y venidas tan solo las madres

que creen que el alma regresa pero a Juárez nadie regresa.

La justicia solo se ocupa de las niñas blancas

¡en las casas como fortalezas! (2006: 76).

Metafóricamente, la muerte se personaliza en el poema, va y viene libre, sin ataduras, por las calles de Ciudad Juárez (¿acaso no ocurrió también en Calama o Copiapó cuando la Caravana de la Muerte?10). Este poema delinea una ciudad cuya estructura se divide entre las casas de los poderosos, resguardadas, y las de los pobres, expuestas al mal perverso, sincronizado con la impunidad, con el polvo del desierto impregnando las casuchas míseras. Un verso refuerza la idea de ese adonde nadie regresa, la muerte ronda el desierto y atrapa a la incauta joven, trabajadora de la maquila. “En la ciudad de los muertos supe que […], aunque me vendasen los ojos, llegaría descalza o sonámbula a su regazo, a sus atardeceres y al sueño tibio de los muertos” (Agosín, 1994: 135-136).

Indudablemente, la poesía está filtrada con historias de trauma, secuelas del dolor de la violencia (política, económica, social) que se ejerce sobre las familias más humildes de Ciudad Juárez, y que se hace cercana a Chile. Sensibilizada por los casos de tortura y por la represión durante la dictadura de Pinochet –“El día que terminé mis entrevistas con un grupo de familiares de detenidos desaparecidos en Chile, en 1983 algo en mí cambió de manera fundamental” (en Lazzara, 2007: 188)–, Agosín queda cautiva entre las desapariciones y los crímenes en la ciudad mexicana y el duelo por el cuerpo ausente, sin sepultura, en su país de nacimiento: “De María de Jesús González nada queda/ su madre cobija las prendas,/ el vestido de percal perforado/ los cabellos despavoridos./ De María de Jesús tan solo vestigios/ prendas distantes de lo que fue/ un vestido y una blusa” (2006: 46).

Llama la atención en este poema el nombre “María de Jesús”. La descripción evoca a “La Piedad” de Miguel Ángel (la Virgen María sostiene en sus brazos el cadáver de su hijo Jesús, el redentor del mundo). Pero “de María de Jesús González nada queda”: la violencia se ha ensañado con su cuerpo, mientras que la madre-Virgen atestigua el resto, lo que queda. No hay casualidad, sí premeditación, “el límite no está fuera del lenguaje: se compone de visiones y de audiciones no lingüísticas, pero que solo el lenguaje hace posibles” ( Jelin y Langland, 1993: 1). La poeta entiende que debe traducir estos restos, otorgarle voz al horror de la desaparición, evitando la anulación absoluta.

De acuerdo, entonces, con Gilles Deleuze y Félix Guattari (2002) cuando mostraron como gesto de exclusión el arrojo de una víctima en el desierto árido. Desierto que se traga cualquier vestigio, envuelto en un silencio avasallante, y donde persiste una sensación de inermidad: “En el desierto/ las palabras eran/ antes del silencio,/ antes del lenguaje.” (39), poetiza la propia Agosín en “El génesis del Sinaí” de Lluvia en el desierto (1999). Esto rememora a la Caravana de la Muerte cuando recorrió el desierto de Atacama, con su estela de cadáveres y fosas comunes. Aparentemente inamovible, mas profundamente orgánico, el desierto conserva el estadio de alguien entre la vida y la muerte. desierto–desaparecido= limbo.

En el poema “Silencio”, el desierto muta a “mar seco”: “Y el paisaje fue silencio de noche larga/ donde no había ni origen ni vacío/ tan solo la muerte seduciendo un lugar sin horas,/ tan solo los latidos imaginarios de una mujer/ a la orilla de la vida/ con una estrella de mar seco/ entre las manos” (Agosín, 2006: 120). Territorio que pega el silencio a la noche, terreno fácil para el acoso de la violencia. La muerte habita bajo el manto de la imposibilidad del regreso. Largas las noches en Ciudad Juárez (también las de Antofagasta y las de otras poblaciones chilenas adonde llegó la Caravana) para las madres que confían en el regreso de sus hijas. “Agosín define su identidad de poeta […] apelando a lo familiar, sobre todo como un tropo para generar esos lazos que desde la distancia se añoran” (León, 2007: 103).

Doble exilio, doble condición de la mujer hablante, envuelta en la melancolía que no desmerita el compromiso; y se vale de la comparación de historias desiguales pero con factores en común: la exigencia por restablecer el cuerpo desaparecido y la impunidad ante la violencia:

El día que terminé mis entrevistas con un grupo de familiares de detenidos desaparecidos en Chile, […] [e]ra una tarde brumosa, como la mayoría de las tardes en Santiago, y un grupo de mujeres se me acercó llevando pequeñas fotografías, recuerdos y ropas de sus hijos. Eran regalos para mí de fantasmas que se encontraban fuera del tiempo y del espacio. Sentí mi cuerpo cubierto de heridas y supe que mi desafío era hacer hablar a los muertos, no elaborar un espacio vacío, no elaborar la ausencia de los desaparecidos (Lazzara, 2007: 188).

Cuando con la poesía se representan el dolor y el trauma se supone la existencia de un algo anterior, inicial, lo re-presentado. Cabe preguntarse cómo darle forma a lo que no está, como las desaparecidas. El ensayista venezolano Rafael Castillo Zapata (2010) halla una salida a estas difíciles interrogantes y sostiene que “el aliento de la palabra poética es capaz de resucitar lo que está muerto” (58). Para él, “la poesía opera en el vacío, opera en el desierto de lo no poblado o despoblado, de lo decrecido o atrasado, de lo no hablado o mal hablado (no nombrado, o dicho), como una fuerza de impulsión que proviene de la potencia animadora, vivificadora del aliento, de la voz” (Ídem); y se sujeta a esta voz, a su potencia, para verbalizar lo indecible. De ahí la figuración poética como redención del vacío y del enigma, que en Agosín se diluye con la palabra testimonio de una herencia de huerfanía y de pliegos escritos desde la memoria: “El río es un salto de vida/ una mirada de agua/ refugio/ emboscada/ memoria obstinada” (2006: 102).

Tanto como pretenden romper el silencio –con todo lo que implica: desde la casa vacía hasta el mutismo despreciativo de las autoridades–, ella y los familiares de las víctimas añoran recuperar el cuerpo ausente, la primera mediante una operación restitutiva de la palabra; los segundos con una información, un dato que aliente, un huesecillo; mas la poeta sabe que solo como huérfana (del país natal, de la tierra de sus ancestros expulsados por los nazis, de cualquier identidad que la enraíce), puede traducir a quienes permanecen en ese estado: “De sus muertes tan/ solo la muerte/ espectacular vacío/ ausencia ahuecada/ silencios pérfidos/ de sus muertes tan/ solo interrogantes,/ rezos (2006: 24).

Valiéndose de herramientas como la metonimia, Agosín provoca que el lector sienta lo sido: la desaparición, esa figura que sugiere y a la vez no nombra “la muerte ni el lugar de los cuerpos sustraídos a los ritos del reconocimiento” (Arfuch, 2000: 81). Como en el poema “Los ruidos de la muerte”: “Nunca antes sentí/ los ruidos de la muerte/ una lechuza agonizando/ en un cielo rojizo/ una mudez más allá/ de todas las mudezas/ el cielo vacío/ la tierra ansiosa” (Agosín, 2006: 92), donde ostenta las formas que utiliza la muerte para camuflarse: una lechuza, ave nocturna, “Ángel de la muerte”, “Diosa de la noche”; y resalta sentimientos ocultos para enlazarlos con la imagen de la oscuridad predecible por la muerte inminente. La tierra está ansiosa, pero Ciudad Juárez resulta una ciudad en sordina, sigilosa; también ella se instituye como resto, el gran resto, coágulo de la violencia.

El despojo o los elementos asociados con la ausencia manifiestan efectos semánticos, “gestos que producen un sentido nuevo en el momento de cada nueva aparición” (Todorov, 1996: 110). A través del cuerpo desaparecido, Agosín articula un trabajo de restitución pormenorizada de lo que no pueden sonorizar las muertas y traduce la borradura que instala el desierto con palabras secas, a semejanza de él: “Habla como un río/ ama como ese río que ahora/ es garganta seca/ lecho inquieto sin voz/ y es el río, la voz detrás/ de la otra voz” (2006: 102); además, aprehende el clamor de las madres, su sufrimiento más profundo, la herida que punza la memoria:

La madre canta

la hija es el rehén que escucha

[…]

Y al regresar del río

cuando la noche se hace áspera y la quietud desolada late

como el reloj de todos los tiempos extraviados.

Ella

la madre

lleva a su almohada piedrecillas del río que mecen su sueño

que son piedras tutelares

piedras que en la noche enmascarada le cuentan cosas de la niña

perdida en el río (2006: 102).

Lo expuesto permite pensar con Avelar (2001) que el proceso de duelo siempre descarga “vestigios” que los vivos lloran como parte ceremonial de la sobrevivencia y que se asocia con ciertas “somatizaciones del trauma, espectrales baúles recordatorios de los desaparecidos, siniestros retornos de lo reprimido […] remembranza de la pérdida” (33), como en los versos anteriores: “La madre lleva a su almohada piedrecillas del río”; estas piedras húmedas como lágrimas cuentan las etapas de la pérdida mientras la madre reposa su cabeza sobre la almohada, porque “Es, […], crucial fijar la traza de la muerte con una cama vacía, un retrato, un nombre grabado, una cruz, una estela” (Déotte, 2000: 94). El poema conversa con el texto de Avelar cuando sostiene que, En estado de la memoria (guiño a la novela de la argentina Tununa Mercado), no existe retrospección que se active por el duelo. El reloj extravía el tiempo en la guardia de la madre quien “no acepta ninguna compensación, ninguna fácil curación, ninguna elusión del duelo” (34). Agosín diseña la urgencia de contar, sin regodeos, la labor memoriosa del duelo:

La justicia ante la muerte

elegía a sus almas

prefería a las muchachas rubias y blancas

aquéllas de los suburbios

y de padres obedientes en el orden de los deberes

padres de ocupaciones obsesivas amadores de todo tipo de posesiones inclinados a solo palpar al mundo

a través de las imágenes.

Y la justicia

protegía a la niña millonaria vestida de mujer

o a la religiosa de Iowa

o a las niñas que tenían

historias de amor con políticos (2006: 74).

La poeta sobreexpone a esta mujer víctima de la violencia y la inequidad política en Ciudad Juárez. Para esto rastrea los signos de la diferencia, coloca a las muchachas rubias y blancas por encima de las otras, las de piel más oscura, las víctimas-en-potencia, a quienes la justicia nunca compensa, ocupada en proteger al poder, a aquellos que tienen ocupaciones obsesivas, como las políticas o las religiosas.

Según Ricoeur (1999), la memoria garantiza la continuidad temporal del ser humano. En el caso de Ciudad Juárez y de tantos locus universales del trauma y el horror (desde Auschwitz y Siberia hasta Centroamérica y el Cono Sur latinoamericano), la memoria se posesiona como el único bien, la preciada diadema de los familiares de las víctimas. Mientras los asesinatos y las desapariciones continúen, la memoria traumática forzará al lenguaje a buscar (otras) maneras para articularse. “La memoria es el único testigo que/ recuerda a las mujeres de Juárez/ ahora estatuas/ ahora huesos derramados/ cabezas y orejitas” (Agosín, 2006: 64); luego completa:

En cambio, las desaparecidas de Juárez son pobres sus vidas son oscuras, como su piel

vienen de lugares extraños de la zona de Chihuahua algunas de Durango

son delgadas y jóvenes sin caras de porcelana.

Nadie conoce sus apellidos:

Lozano, Pérez, Fernández

nadie desea conmemorar sus muertes.

Las señoritas extraviadas de Juárez no tienen dinero

mejor no hablar de ellas.

Cada noche alguna muerte

y en el amanecer es una prisión de miedo en las ciudades fronterizas es posible

no llegar nunca a ninguna frontera (48).

En este poema, no se explicita la violencia, mas las mujeres pierden el juego, terminan inmoladas cual corderos. Sí, la ciudad fronteriza arma un camino: hacia el “matadero”, hacia el ara del sacrificio. Lo vimos con Bolaño: en Ciudad Juárez, el cuerpo femenino se vulnera constantemente. El narcotráfico, la lucha de pandillas organizadas (“De acuerdo con estimaciones hechas por autoridades de la policía municipal de Juárez, en la ciudad pululan por lo menos 500 pandillas, entre ellas los grupos delictivos considerados de mayor poder, como los mexicles y los aztecas” [Washington, 2005: 365]), la corrupción de la fuerza pública, tienen matices particulares. En esta zona fronteriza, alcanzada por el sueño (más bien por la pesadilla) de la globalización, se muestra un claro nexo entre el capital y la muerte. Como apuntó Oyarzún, “la globalización coincide con la mayor dispersión de las formas tradicionales de la familia” (2001: 24).

Y Agosín presta su voz para relatar sobre esta distorsión familiar y sobre lo banal del sistema que la engendra:

Y de pronto la ciudad se convirtió en una sola luz en una sola mirada en una sola historia. Las voces eran rugidos, murmullos, como un terciopelo desgarrado, y eran voces claras como los espejos del agua y eran voces que no dejaban de preguntar y susurrar y llamaban en el idioma del amor y llamaban en el idioma de la memoria (2006: 36).

Una sola historia, ciertamente. La violencia como una sola historia de desgarramientos desde Chile hasta Ciudad Juárez y en diversos contextos geopolíticos de América Latina y del mundo tocados por la experiencia humana de lo atroz. Los sujetos de sociedades que han experimentado guerras prolongadas, postconflictos o recuperaciones psicosociales, piden por el no olvido. No hay que perder de vista que “una sociedad no es un cuerpo unitario en el que se ejerza un poder y solamente uno, sino que en realidad es una yuxtaposición, un enlace, una coordinación y también una jerarquía de diferentes poderes [...] Así pues, la sociedad es un archipiélago de poderes diferentes” (Foucault, 1999: 239).

Volviendo a Lazzara, él sostiene que los poemas de Agosín “son simplemente gritos que los fantasmas lanzan a los vivos (...) Los espectros quieren un lugar donde morar; desean que sus nombre sean pronunciados, porque solo a través del discurso (del ser nombrados) es posible el recuerdo” (2007: 194) y apunta la transformación en residencia temporal de las muertas, una sepultura provisoria, “un improvisado hogar para espectros abandonados y a la deriva en la corriente de la historia” (Ídem). A las víctimas

Las he visto antes

en la antesala de mis sueños

en la despiadada Plaza de Mayo en las murallas de Dubrovnik

y todas ellas

tienen el rostro turbio

la mirada piadosa (Agosín, 2006: 71).

Unida por memorias nacionales traumáticas, generadoras, por supuesto, de relatos y culturas que “llevan una intriga argumentativa a una voz y esta voz a la manifestación de un cuerpo” (Rancière, 2006: 23), América Latina ha sido atravesada por las desapariciones y la violencia, lleve el adjetivo de política, urbana, social o cualquier otro, y ha posibilitado la elaboración una gran memoria, la memoria del horror, con una comarca subjetiva más importantísima de imaginarios (Baczko, 1991 y Zizěk, 2009).

A esto, Agosín le suma la realidad de Dubrovnik en Croacia y la de Rusia, para inscribir a través de la poesía un inmenso escenario universal de la memoria, con énfasis en el trauma y el estigma (Cánovas, 2011), que, obviamente, rebasa a Ciudad Juárez y a Chile, y el cual se ocupa de preservar la reminiscencia, el fragmento, el vocablo rescatado, de las mujeres que sufren, de las mujeres vulneradas, de las mujeres cuyos cuerpos se violentaron por las prácticas de un determinado poder; así lo integra en “Noticieros”:

El noticiero de Ciudad Juárez anuncia otra muerte

parece que es la misma mujer dice el niño

todas las mujeres ésas son iguales responde el padre la madre desgrana alientos

se reconoce en esas mujeres el noticiero sigue

anuncian los ganadores del torneo de fútbol el niño pregunta a su mamá que por qué siempre matan a la misma mujer

la madre tiene una voz de extranjera una voz de niña

y se hace un pozo de silencio en su boca triste (2006: 82).

¿Quién sino Agosín detrás de esta madre con voz extranjera y también con voz de niña? Ha cedido su palabra para zaherir con ella la desmemoria, para romper el pozo de silencio que enmarca su boca triste. La poeta intuye que su mirada (su verso) sobrevivirá al cuerpo ausente de Ciudad Juárez, al torturado de Villa Grimaldi, al golpeado de la narcoguerra en El Meta colombiano… Como en su poema “Ana Frank y nosotras” de An Absence of Shadows (1998), la dueña de estos cuerpos, viva o desaparecida, la “visita con frecuencia/ lleva/ mirada de lluvia y algas/ y sus ojos se posan inquietos dentro/ de los míos para que mi mirada/ la sobreviva, la cuente/ o la haga”(156). De esto último se trata, precisamente.

Concluyendo: Juaritos no “todo pasó”, no “todo acabó”

El cuerpo de las asesinadas y las desaparecidas de Ciudad Juárez se convirtió en estrategia de la representación narrativa y poética de Roberto Bolaño y de Marjorie Agosín, respectivamente; la de Bolaño frontal, descarnada, la de Agosín oblicua, metafórica, ambas permitiendo una restitución de la corporalidad ausente mediante el resto que sobrevive a la violencia como enunciado imborrable (Agamben, 2000).

“La parte de los crímenes” de 2666 y Secretos en la arena: las mujeres jóvenes de Ciudad Juárez instituyen a las ausentes frente al olvido, visibilizando algún segmento de la materialidad física que ya no está. De una forma alegórica (¿acaso no se sirve de esta la literatura?), estos autores critican la impunidad en los estratos de poder de la sociedad juarense y le dan consistencia a las voces de las víctimas de los dispositivos del discurso político y económico que siempre las sobrepasaron, inclusive cuando existían.

Bolaño articula la crueldad que se ejerce sobre el cuerpo del sujeto. Para esto recurre a la violencia cruda, sin ambages –“El cuerpo presentaba […] heridas punzantes de arma blanca (un policía se entretuvo en contarlas y se aburrió al llegar a la herida número treintaicinco), ninguna de las cuales, […], dañó o penetró ningún órgano vital” (Bolaño, 2004a: 724)–, signo de la catástrofe y la destrucción de una sociedad “aparentemente” globalizada, con grandes industrias y maquilas, y con procesos de producción que engrapan un progreso entrecomillado

donde el tiempo dejó de correr y el gran relato de la modernización parece haberse detenido en torno a un único acontecimiento que se repite incesantemente, un círculo infernal en el que violan y matan impersonal y brutalmente cientos de mujeres que, en algún sentido, son siempre la misma (Rodríguez, 2014: 100).

Una sociedad contaminada por los basureros, el desierto y la tortura, códigos que se leen a través del cuerpo de la mujer de Santa Teresa (Ciudad Juárez), corporeidades en avanzado estado de descomposición, simples desechos, objetos de castigo y/o placer sádico, sujetos prensados por “crímenes corporativos” (término de Rita Laura Segato en Washington, 2005: 379).

En tanto Agosín entrega su voz para impedir la desmaterialización total del cuerpo desaparecido. Su poesía entrelaza la violencia en Ciudad Juárez con la del contexto pinochetista del Chile militar, para lo cual remueve las fronteras geográficas de la muerte, conjurando el espanto de ésta, de los cuerpos ultrajados y abandonados en el desierto, en los eriales, en los basureros, en el mar... o en la nada.

Por último, recalcamos en ambos autores el trabajo con el fragmento, con lo que resta de las mujeres aplastadas por las dinámicas del poder, no solo del Estado mexicano o de una dictadura sureña, también del narcotráfico, esa potente parafuerza. Víctimas de la violencia urbana y social derivada de una demografía de hacinamiento y pobreza, con límites de vida intolerables, principalmente para aquéllas que trabajan en las maquilas juarenses; víctimas también de la violencia política que se enquista con su “voluntad de verdad” y con sus “procedimientos de exclusión” (Foucault, 1993). Hasta ahora, en este presente del siglo XXI más neoliberal que nunca, –o, quién quita y no todo pertenezca a un “reality show perpetuo” (Baudrillard, 2000: 45), incluida la globalización–, “No [ha] pasa[do] nada. […]. Nada. Como el silencio del desierto. Nada. Como los huesos de las víctimas dispersos en la noche. [Nada]” (González Rodríguez, 2002: 231).

Referencias

Agamben, Giorgio. 2000. Lo que queda de Auschwitz. El archivo y el testigo. Valencia, España: Pre Textos.

Agosín, Marjorie. 1986. Silencio e imaginación: Metáforas de la escritura. México: Katún.

——. 1994. Sagrada memoria. Reminiscencias de una niña judía en Chile. Santiago de Chile: Cuarto Propio.

——. 1998. An absence of shadows. Fredonia, New York: White Pine Press.

——. 1999. Desert rain/Lluvia en el desierto. New Mexico: Sherman Asher Publishing. (edición bilingüe)

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Notas

1 El desierto de Sonora empieza en el suroeste de California, atraviesa el sur de Arizona y parte de Nuevo México. Políticamente, divide a México de los Estados Unidos. Es uno de los desiertos más calurosos y grandes del mundo, pues cubre un área de 311 000 km² y en algunas regiones, la sequía impera durante cuatro o cinco años. A través de la (auto) biografía construida por Reina Roffé, el escritor Juan Rulfo introduce una visión de Sonora y su violencia:

(…) casi toda la tierra caliente del país es violenta (…). Pero antes, Michoacán, Jalisco, otros estados, los sitios por donde cruza la tierra caliente, eran zonas de mucho conflicto. Hay explicaciones. En primer lugar, son zonas muy aisladas. La tierra caliente le da una característica a la persona muy especial, en donde importa muy poco la vida. (…) Son tipos que no les importa que los maten en cualquier momento. […]. Y el calor, el bochorno, la misma miseria que sufre esa gente, pues creo que causan el carácter violento. (1992: 12-13).

2 El ochenta por ciento de estas fábricas son de propiedad norteamericana y producen para las principales corporaciones de Estados Unidos, entre estas: Lear, Amway, TDK, Honeywell, General Electric, 3M, DuPont y Kenwood
3 Washington Valdez, Diana. “FBI suspects serial killers in Juárez deaths”, en El Paso Times, 31 de enero de 2002, s/p.
4 Algunos ejemplos significativos: Washington Valdez, Diana. 2005. Cosecha de mujeres. Safari en el desierto mexicano. México: Océano; Portillo, Lourdes. 2001. “Señorita extraviada”, en http://www.youtube.com/watch?v=84NbsvUfAuw; y Humberto Robles. 2012. “Mujeres de arena: Testimonios de mujeres en Ciudad Juárez”, en http://muje- resdearenateatro.blogspot.com/
6 Ya en su libro Cosecha de mujeres. Safari en el desierto mexicano (2005), Washington había planteado: “En 1998, por órdenes de un traficante residente en El Paso, tres hombres de esa ciudad fueron secuestrados en el Club Kentucky por policías mexicanos. Nunca se les volvió a ver con vida. En esa misma década en que muchas mujeres fueron asesinadas con impunidad, docenas de hombres se esfumaron de Juárez de la misma manera que los tres paseños; hombres armados que portaban uniformes e insignias policíacas los secuestraron. Se calcula que entre seiscientos y mil hombres han desaparecido en esta ciudad fronteriza desde 1993” (30-31).
7 Al escribir “La parte de los crímenes” Bolaño estuvo en contacto diario con Sergio González Rodríguez, periodista y autor de Huesos en el desierto (2002), libro dedicado a la investigación de asesinatos y desapariciones de mujeres en Ciudad Juárez, quien le aportaba los datos forenses.
8 Coincidimos con Diana Washington en su extensa y reveladora investigación Cosecha de mujeres. Safari en el desierto mexicano (2005): “los asesinatos de las mujeres no podían ser aislados o separados de la influencia de la delincuencia organizada. A causa del cártel y la corrupción policíaca, no progresaban las investigaciones sobre asesinatos. Es más, el cártel proporcionaba el escaparate perfecto para encubrir a los asesinos en serie, imitadores, pandillas, traficantes y hombres prominentes cuyo blanco eran precisamente las mujeres jóvenes. Era evidente que los sicarios, incluso los policías, estaban involucrados en los asesinatos de mujeres” (278).
9 Como cuenta la periodista chilena Nancy Guzmán, “Pinochet prefirió no correr riesgos y aceptó el ‘Plan Contreras’, obra de un militar de menor rango, que le sería completamente leal dada su jerarquía inferior y su ambición desmedida. Contreras y su proyecto de inteligencia, la DINA, fueron la salvación de Pinochet.

[…] Contó con la asesoría de especialistas en torturas –brasileños, argentinos– y con los mejores hombres en materia de inteligencia y métodos coercitivos en la obtención de información por parte de la CIA” (2014: 52).

10 Apenas diecinueve días después del golpe militar, Augusto Pinochet ordenó la primera matanza masiva de opositores a la dictadura: esa fue la Caravana de la Muerte […].

El 30 de septiembre de 1973, un helicóptero Puma del Comando de Aviación del Ejército partió desde el aeródromo de Tobalaba, en Santiago, con rumbo al sur. A bordo viajaban nueve oficiales y dos suboficiales del Ejército, al mando del general Sergio Arellano Stark. […] Para el exterior, la misión de este operativo era la de aterrizar en regimientos de distintas ciudades del sur y el norte para agilizar los procesos de prisioneros que estaban en cuarteles militares o en cárceles locales […].

Para el interior más restringido del alto mando del Ejército, la misión era simplemente matar prisioneros sin juicio previo” (Escalante, Jorge; Guzmán, Nancy; Rebolledo, Javier; y Vega, Pedro, 2013: 73).

Notas de autor

1 Nacionalidad: Venezolana. Grado: Doctora en Humanidades. Especialización: narrativa y poesía latinoamericana contemporánea, representaciones literarias y visuales de la violencia, y narrativa y poesía de Roberto Bolaño. Adscripción: Universidad de Playa Ancha, Valparaíso, Chile. Correo electrónico: daniuska.gonzalez@upla.cl

2 Nacionalidad: Venezolana. Grado: Magíster en Literatura Latinoamericana. Especialización: Medios de comunicación y globalización. Adscripción: Universidad Simón Bolívar, Caracas, Venezuela y Telesur. Correo electrónico: ana.quilarque@gmail.com



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