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Una lectura parcial de 2666: "La parte de los crímenes" (Ensayo sobre el cuarto capítulo de la novela póstuma de Roberto Bolaño)
A partial reading of 2666: “the crimes’ section” (an essay on the fourth chapter of Roberto Bolaño’s posthumous novel)
Chihuahua Hoy, vol. 16, núm. 16, pp. 469-481, 2018
Universidad Autónoma de Ciudad Juárez

Reseñas

Chihuahua Hoy
Universidad Autónoma de Ciudad Juárez, México
ISSN: 2448-8259
ISSN-e: 2448-7759
Periodicidad: Anual
vol. 16, núm. 16, 2018

Recepción: 20 Marzo 2018

Aprobación: 01 Junio 2018

UACJ

Esta obra está bajo una Licencia Creative Commons Atribución-NoComercial-CompartirIgual 4.0 Internacional.

Bolaño Roberto. 2666. 2004. Barcelona. Anagrama. 1119pp.

Resumen: El cuarto capítulo de 2666 ofrece, entre sus varias historias, una serie interminable de crímenes cometidos contra mujeres, todos ocurridos en un lugar ficticio: Santa Teresa, trasunto de Ciudad Juárez, México. En el presente ensayo, que es parte de uno más amplio, se comenta brevemente la obra a la luz de varios enfoques: la realidad virtual, el poscolonialismo y la percepción personal. Hay un juego libre, en el comentario, entre el disfrute literario y el tema social.

Palabras clave: Roberto Bolaño, 2666, Ciudad Juárez, la parte de los crímenes.

Abstract: The fourth chapter of 2666 offers, among its several stories within, an endless series of crimes perpetrated against women, all of them occurred at a fictional place: Santa Teresa, likeness of Ciudad Juárez, Mexico. In this essay, which is a part of a broader one, the author briefly comments the novel under the light of diverse points of view: virtual reality, post colonialism, and a personal perception. There is a free play, in the essay, that goes from literary pleasure to social themes.

Advertencia y prefacio

Empecé, hace un par de semanas, la lectura de 2666, obra póstuma de Roberto Bolaño (abril 28, 1953-julio 15, 2003), escritor chileno que ha venido a refrescar el universo de la literatura en español y cuya narrativa cobra una relevancia creciente.

Ya Julio Cortázar nos había presentado, con Rayuela, la opción de leer en el orden que fuera del agrado del lector: su novela que es novela-mundo, novela-mosaico, novela-plagio y “modelo para armar” al antojo y gusto de cada quien, inauguró una libertad que seguramente ya ejercían los más anárquicos disfrutadores de la literatura.

Siguiendo ese impulso, comencé a leer 2666 por el centro, aproximadamente. No es que yo aconseje leer así la novela: con todo su caos aparente, esta puede ser captada en la cabalidad de su sentido cuando uno ha reunido todas las partes. Esto, sin detrimento del carácter abierto de la obra, pues entre sus virtudes está la de constituir un discurso total, un abarcamiento de quehaceres y preocupaciones humanos que no pueden encerrarse en los límites de una anécdota. ¿De qué trata esta novela? De mil cosas: literatura, sociedad, amor, los accidentes de la condición humana, los sótanos del crimen... Es una novela-mosaico, historia en forma de rompecabezas que se disfruta en el proceso de jugar (y sufrir) con sus piezas, aunque, al final, al completar la lectura o inferir la relación entre sus elementos aún quede uno con preguntas. Más que al principio. Serán preguntas sobre uno mismo, sobre la política y la vida, y sobre muchas otras cosas.

Por todo lo anterior, especialmente por la libertad que inauguró Cortázar y que Bolaño lleva hasta el extremo tanto en esta como en otras de sus obras, hablaré a ustedes de un capítulo (y, créanme, no es poca cosa), el titulado “La parte de los crímenes”. No negaré que, en parte, la causa de esa elección reside en esta coincidencia: el capítulo tiene como telón de fondo el feminicidio que ha tenido en la vergüenza mundial, no a los habitantes de Ciudad Juárez, mi ciudad, sino a sus autoridades ejecutivas y judiciales, además de las autoridades federales que fallaron en su obligación de intervenir cuando la justicia local fue incapaz de resolver el tristísimo problema.

El marco de referencia que utilizaré para comentar “La parte de los crímenes”, además de mi recepción personal, será en algunos momentos el tema de la realidad virtual que, partiendo de la informática y emparentada con la física cuántica, permea todos los ámbitos de la vida actual y tiene influencia en prácticamente todas las manifestaciones del arte, entre las cuales la literatura destaca por derecho propio.

El texto presente forma parte de un trabajo algo más extenso y es un primer tanteo en el intento de comentar la novela íntegra, si 2666 no excede mis fuerzas.

Realidad virtual y realidad real

Cuando se dice que la escuela deforma nuestra manera de ver las cosas, hago un regreso a mi lejana infancia y veo las diferencias. El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha, leído a los doce o trece años, me parecía un juego larguísimo con las palabras, un juego cuya intención era provocar la risa. Luego, en la escuela me hicieron ver que no había tantas palabras chistosas: el español antiguo me sonaba extraño por los siglos de distancia y yo debía entender que se trataba de una obra seria. Desde ese momento dejé de leer el, ahora, soberbio ladrillo de papel. Tomé conciencia de su insufrible extensión y de las dificultades que el tiempo había agregado al sonido y los giros del idioma.

Ahora, y puedo decir: por fortuna, debo regresar a mi antigua manera de leer. Dejarme llevar por el texto sin ponerle las etiquetas de la teoría literaria; navegar entre las páginas y, con sinceridad, decir cuáles son las reacciones emotivas, afectivas e intelectivas que la lectura me provoca en lo personal. Interpretar. Falta saber si yo entiendo cómo se hace, qué es la interpretación de un texto, a pesar de la aparente obviedad, pues estamos en el camino de un desaprendizaje y un comienzo desde cero. Además, la novela de Bolaño, es decir, este capítulo llamado “La parte de los crímenes”, se me presenta con la bruma de la cercanía. Me entenderá quien sepa lo que es presbicia. Los hechos que se relatan, puesto que se trata de una novela, son ficticios, pero no resultan tan ficticios para un juarense, quizá para nadie que haya seguido con alguna curiosidad el curso de ese feminicidio que quizá no ha terminado. Por lo menos, creo que es un capítulo (el de la vida real, de la muerte real) cuya clausura está aún lejana. Quizá, sin embargo, esa misma cercanía, esa sensación de que me están diciendo lo cercano a mí, mencionando tal vez a personas con quienes llegué a conversar alguna vez, me dará la clave de una interpretación a la luz de los conceptos propuestos como encuadre o marco referencial para este ejercicio de interpretación. Lo que parece realidad hasta el punto de confundirse con ella (o confundirnos y hacernos perder la certeza respecto a qué es verdad y a qué llamaremos ficción): he aquí una de las definiciones de virtualidad. Para ofrecer una explicación menos simple, cito a Román Gubert (2003):

La realidad virtual sustituye la contemplación pasiva tradicional por la participación en tiempo real […] pues la contemplación aparece reemplazada por la acción (o pseudoacción) del sujeto espectador (operador) y la narración es sustituida por la iniciativa personal, en la que el impacto de la sensorialidad eclipsa la estructura lógica o el relato articulado. De manera que tienden a confundirse los roles del espectador, del actor y del autor (p. 171).

Vayamos por partes: Román Gubert se refiere, en su artículo, a la experiencia de virtualidad inducida por una computadora y accesorios como el casco virtual y otros aditamentos que ayudan a conseguir las sensaciones descritas en su libro Del bisonte a la realidad virtual. De lo que hablamos aquí es de las coincidencias del quehacer literario actual con el mundo conceptual de la virtualidad.

¿Cómo definir un «mundo» o «entorno virtual»? —se pregunta Philippe Quéau— Un mundo virtual es una base de datos gráficos interactivos, explorable y visualizable en tiempo real en forma de imágenes tridimensionales de síntesis capaces de provocar una sensación de inmersión en la imagen (Quéau, 1995, p. 15).

La coincidencia principal está en ese empeño del arte en copiar la realidad, en parecerse cada vez más a ella. El concepto aristotélico de mimesis y la alegoría platónica de la caverna constituyen, tal vez, los primeros acercamientos, los primeros intentos de conseguir esa ilusión (aunque por caminos inversos: Aristóteles veía en el teatro una imitación o representación de la realidad; Platón creía que la realidad es ilusoria y representa imperfectamente el mundo superior de los arquetipos). Ahora bien, ¿me lleva, la novela de Bolaño, a esa ilusión? En un principio confesé que el relato es demasiado cercano para verlo críticamente; pero no es cercano, sino solo de manera ilusoria. El método de consignar hechos ficticios de manera similar a como se consignaban, en la prensa y los partes policiacos, los acontecimientos que le pueden ser paralelos en la realidad, les da carácter de imagen-mundo en el que estamos inmersos. Esto es así al grado de que leo los hechos y, por si acaso, meto en el buscador de Google algunos de los nombres que aparecen en las páginas. Desde luego, una y otra vez me desengaño, pero es difícil no olvidar que se trata de novela, no de noticia y ni siquiera de parodia. Dice Quéau (1995) que las imágenes de la ilusión virtual son explorables y perceptibles en tiempo real, en forma de imágenes tridimensionales. Cierto que la literatura no es una fuente de imágenes visuales. No en el sentido estricto, pero sí hay pasajes textuales que pueden estimular a imaginación y llevarnos de un lugar a otro de la escena, de un personaje a otro. Aquí establecemos tanto una coincidencia como una diferencia importante: la realidad virtual permite escoger, de entre los lugares y objetos programados, los que decidamos para interactuar con ellos. Con una actitud rigorista, diríamos que la literatura nos lleva solo a lugares fijos y bien determinados. No obstante, es aquí donde interviene un factor cada vez más evidente en la narrativa actual: la apertura de muchas grandes obras no hace sino permitirnos más de una opción de lectura. En realidad no es posible, hoy, hacer lecturas unívocas; no existe el discurso elocuente que fije el carácter y el significado de una obra en modo tal que todos lo acepten de igual forma. Menos fácil será que una interpretación se imponga y perdure a través del tiempo, porque, como hemos visto líneas arriba en palabras de Gubert (2003), “la narración es sustituida por la iniciativa personal”, y cada lector participa con su propia iniciativa, con su propia interpretación del texto. Bastante conocido es el cuento de Borges (1956), “Pierre Menard, autor del Quijote”, donde nos hace ver en su conciso y elegante lenguaje las posibilidades cambiantes de la lectura:

No hay ejercicio intelectual que no sea finalmente inútil. Una doctrina es al principio una descripción verosímil del universo; giran los años y es un mero capítulo —cuando no un párrafo o un nombre— de la historia de la filosofía. En la literatura, esa caducidad es aún más notoria.

En 2666, esa virtualidad reside, parcialmente, en la apertura de la obra, evidente en la falta de juicios explícitos, por parte del narrador, sobre los actores del relato. Y tenemos el hecho claro de que esta obra es muchas obras a la vez y que su estructura no permite fijar el centro anecdótico de la novela en un solo lugar.

Antes de continuar, me parece pertinente ubicar el capítulo del que intento ofrecer una interpretación. “La parte de los crímenes” es uno de los nudos argumentales de 2666: aquí es donde se urden algunos de los desenlaces de las historias que conforman la novela. Una de las figuras más interesantes es el alemán Klaus Haas, quien está encarcelado bajo el cargo de, primero, haber asesinado a una joven. Más tarde le intentarán cargar la culpa de otros cuatro crímenes y, finalmente, lo condenarán a treinta años de cárcel por la muerte de solo una muchacha. Este hombre tiene su contraparte en la vida real. Se trata del famoso “Egipcio”, Karem Abdel Latif Sharif Sharif, quien murió en la cárcel apenas el año pasado, a los 59 años de edad.

Klaus Haas resulta (como el Egipcio) una pieza clave en el misterio de los asesinatos, porque reveló, en ruedas de prensa y en declaraciones independientes a los periodistas, datos acerca de los posibles autores. Cito un párrafo entero que ilustra muy bien esto que digo:

¿Y tú qué pruebas tienes, Klaus, para afirmar que los Uribe son los asesinos en serie?, dijo la periodista de El Independiente de Phoenix. En la cárcel todo se sabe, dijo Haas. Algunos periodistas hicieron gestos afirmativos con la cabeza. La periodista de Phoenix dijo que eso era imposible. Sólo es una leyenda, Klaus. Una leyenda inventada por los reclusos. Un sustituto falaz de la libertad. En la cárcel uno sabe lo que llega a la cárcel, sólo eso. Haas la miró con rabia. He querido decir, dijo, que en la cárcel se sabe todo lo que pasa en los márgenes de la ley. Eso no es verdad, Klaus, dijo la periodista. Es cierto, dijo Haas. No, no lo es, dijo la periodista. Eso es una leyenda urbana, un invento de las películas. A la abogada le rechinaron los dientes. Chuy Pimentel la fotografió: el pelo negro, teñido, cubriéndole el rostro, el contorno de la nariz levemente aguileña, los párpados silueteados con lápiz. Si de ella hubiera dependido todos los que la rodeaban, las sombras en los márgenes de la foto, habrían desaparecido en el acto, y también la habitación aquella, y la cárcel, con carceleros y encarcelados, los muros centenarios de Santa Teresa, y de todo no hubiera quedado sino un cráter, y en el cráter sólo hubiera habido silencio y la presencia vaga de ella y de Haas, aherrojados en la sima (2666, pp. 737-738).

De este fragmento puedo inferir el esfuerzo de Bolaño por mantenerse fuera del género panfletario. En lugar de señalar y denunciar bajo el influjo de la conmoción de esta realidad, que es dura incluso como realidad ficcional, abre el abanico de relaciones presentes en la rueda de prensa, cambia el foco de atención y elige la puerta de esta otra posibilidad: el amor de la abogada por el acusado Haas. Amor intensificado por esta situación de aparente injusticia, que se comentó siempre, acá en la vida real, como una fractura más en el edificio de la justicia.

En algún momento de su obra, Román Gubert (2003) afirma: “En pocas palabras, en la RV desaparece la figura y la función del narrador, tanto como desaparece la figura y la función del público unificado” (p. 172). Y, más adelante:

¿Estamos asistiendo a una verdadera revolución cultural, además de tecnológica? En realidad, las nuevas tecnologías de la imagen, como el holograma o la RV, son nuevas respuestas a un interrogante viejísimo en la cultura occidental, a la cuestión de la mimesis y de la ilusión referencial, a la aspiración a la producción de duplicados perceptivos perfectos de las apariencias del mundo (p. 177).

Aunque Gubert no se ha referido aquí directamente a la literatura, emplea, sin embargo, términos que le son propios (aunque no exclusivos) o se emplean con frecuencia en el análisis literario: mimesis, narrador, figura y función. No cabe duda de que aún pueden surgir muchos estudios que aborden la escritura artística desde los conceptos de la virtualidad. Un tema relacionado con ello, por ejemplo, es el del laberinto: los ambientes visuales informáticos suelen ofrecer opciones arborescentes, puertas que llevan a otras puertas en secuencia tal vez infinita o circular. Pues la novela de Bolaño es eso, ni más ni menos, un laberinto. Pero recordemos que el laberinto no solo puede ser visto como un sitio donde perderse, sino también lo contrario, un camino múltiple para encontrarse y encontrar opciones variadas (al gusto e interés del literonauta) e incluso un centro que, en su dificultad de ser alcanzado, vale más como proceso de búsqueda, como norte virtual que guía mi brújula. ¿Cuál es el centro inalcanzable o imaginado de 2666? ¿Cuál es el de “La parte de los crímenes”, laberinto de historias donde siempre se respira violencia, degradación humana y necesidad de tablas de salvación, aunque sean mínimas, para poder seguir la lectura o para creer que esa navegación llamada vida o lectura tiene algún sentido? Creo que ese centro indeterminado es la posibilidad de que el humano haga frecuentes cambios de foco, así como es recurrente en la narración de esta novela (y en el cine): el humano debe voltear a ver al otro; y luego debe ser capaz de verse a sí mismo y regresar, en un movimiento intermitente, al otro y a sí mismo, hasta que consiga asimilarse, asimilarnos como suma dinámica de mil distintos puntos de vista. Sobre todo, deberíamos ver que nunca es suficiente un punto de vista, por ejemplo el mío, el propio. Así lo creí en la lectura de un pasaje donde el periodista Sergio González, mientras conversa con una compañera de cama, cae en la cuenta de que es un error poner una etiqueta homogénea a las víctimas de Santa Teresa. Así lo hace saber su amante ocasional, una prostituta, en la página 585: “…tal como él le había contado la historia, las que estaban muriendo eran obreras, no putas”.

Novela social vs. arte para iniciados

En una conversación con el doctor Enrique Minjares, tocábamos el punto de la responsabilidad social y humana de la literatura. Los conceptos vertidos por el maestro me llevaron a reflexionar sobre el carácter elitista de una parte importante de la creación artística. El maestro citó esta frase del director Luis de Tavira: “yo hago teatro para iniciados”, y su comentario a la frase fue que, si el arte se hacía para iniciados, eso implicaría una vuelta al ritual. Como sabemos, en el ritual religioso o místico se ha identificado el origen del arte, especialmente del teatro. En efecto, un arte cuya representación o lectura solo sea vital para aquellos que están dentro de la comunidad de creadores llevaría a una reducción cada vez mayor del público, que es a quien, desde la tragedia griega, estaba dirigido el arte. Los misterios de la antigua Eleusis eran secretos y participaban en ellos unos pocos iniciados. No había más espectadores que ellos mismos. Cierto que hay rituales para toda la tribu en África e indo-América, pero siguen siendo espectáculos restringidos a una comunidad cerrada. Incluso, creo que el término espectáculo no es el que mejor les conviene, sino que se trata en esos casos, más bien, de celebración o liturgia; el público al que se dirigen es invisible: es un acto dedicado a las divinidades. La tragedia y la comedia sacaron esas prácticas al foro abierto de los teatros. Distinto de esto es el llamado “arte por el arte” preconizado por las vanguardias de principios del siglo XX, porque había razones políticas, éticas, para sus pronunciamientos. En fin, el teatro antiguo estaba dirigido a la sociedad (a los ciudadanos, por lo menos) y no hubiera tenido caso representarlo, por ejemplo, a una familia patricia en su domicilio particular. Algo de ese carácter social, de ese llamado a la autorrevisión con que los humanos necesitamos cuestionarnos todo el tiempo para mejorarnos en tanto humanos y en tanto comunidades, está en las grandes obras de la literatura. Esta clase de obra es 2666, por cierto, y parece que hay un consenso cada vez mayor en este sentido. Desde luego, los temas del libro están tratados de manera que obligan al autocuestionamiento y a la crítica social. Sin embargo, su apertura trasciende todo maniqueísmo porque hace intervenir con igual oportunidad a las múltiples voces implicadas. Es posible una lectura del texto como gran panorama de cuestiones éticas y morales, tanto desde el punto de vista humano individual como en el de la política, que es el terreno por excelencia de los problemas éticos.

El discurso poscolonialista

Dice Jean-Paul Sartre, en el “Prefacio” a Los condenados de la tierra, de Frantz Fanon (1972):

Fanon explica a sus hermanos cómo somos, les descubre el mecanismo de nuestras enajenaciones: aprovéchenlo para revelarse ustedes mismos en su verdad de objetos. Nuestras víctimas nos conocen por sus heridas y por sus cadenas: eso hace irrefutable su testimonio (p. 13).

En esta cita se resume una parte importantísima del discurso poscolonialista: la develación del opresor, la capacidad de hacer visible su rostro como primer paso en la comprensión del logos que habrá de ser criticado, desconstruido hasta su debilitamiento definitivo. Rastros de esa actitud advierto en “La parte de los crímenes”: está en el retrato que obtenemos del sheriff Harry Magaña, quien vino a vengar la muerte de una norteamericana asesinada. Este hombre llega y con toda impunidad interroga y tortura brutalmente a hombres y mujeres en la búsqueda de su compatriota. Su intención de hacer justicia por propia mano jamás se ve estorbada por las autoridades, sino, en alguna ocasión, incluso auxiliada. Tiene que ser el mismo bajo mundo del crimen el que detenga los abusos del sheriff (y su vida, seguramente) cuando los amigos del matón a quien busca le tienden una fácil trampa. En sus actitudes, en su prepotencia y autosuficiencia están los trazos fisonómicos del colono: vemos su rostro, el rostro de la dominación. Vemos también su debilidad, radicada en el mismo exceso de confianza del sheriff. Eso lo pierde.

Sin embargo, los rasgos poscolonialistas más importantes de la obra los encontraremos en la forma de narrar, en el producto literario que no se ajusta de ninguna manera a las exigencias del mercantilismo editorial. Ni, por cierto, a las normas de una falsa moralidad que, sin duda, tendrían la tentación de censurar, por múltiples motivos, el texto, tanto en su lenguaje como en su estructura inusual (ya veremos, con el tiempo, algunas críticas negativas con ese respecto).

Y no hay que olvidar el mundo social del relato: la mención de empresas transnacionales (maquiladoras) es abundante; muchas veces, las muchachas asesinadas eran empleadas de alguna fábrica maquiladora. No hace falta mucha reflexión para deducir que la presencia masiva de plantas fabriles en Santa Teresa, con el flujo inmenso de mujeres llegadas del centro del país, es una de las causas indirectas del problema. No de los asesinatos mismos, sino de la situación vulnerable en que se han visto colocadas todas esas mujeres: sus viajes en la madrugada, de ida o regreso, al trabajo; sus largas caminatas por lugares solitarios y oscuros, pues la mayoría no ganan como para comprar coche y el sistema de transporte es deficiente. Gran parte de las obreras juarenses, para poner un ejemplo conocido, son madres solteras, es decir, se las arreglan solas para resolver sus problemas económicos y de todo tipo, en parte porque llegaron de lugares lejanos y aquí no tienen familiares que las apoyen. Esa condición vulnerable no se ha modificado: es parte de nuestra realidad cotidiana y se manifiesta en múltiples problemas como, por ejemplo, eso que llaman en los medios “violencia intrafamiliar”.

La cada vez más estrecha relación comercial con Estados Unidos también favorece mayor acercamiento en cuestiones políticas y policiacas, y así lo vemos contado en la visita del superpolicía gringo a quien invitan sus colegas mexicanos para que nos venga a enseñar cómo se hace una investigación, con el consiguiente gasto que habría de endosarse a la sociedad:

¿Quién invita a Albert Kessler?, se preguntaron los periodistas. ¿Quién va a pagar por los servicios del señor Kessler? ¿Y cuánto? ¿La ciudad de Santa Teresa, el estado de Sonora? ¿De dónde va a salir el dinero de los honorarios del señor Kessler? ¿De la Universidad de Santa Teresa, de los fondos negros de la policía del estado? ¿Hay dinero de particulares en el asunto? ¿Hay algún mecenas detrás de la visita del eminente investigador norteamericano? ¿Y por qué ahora, justo ahora, traen a un experto en asesinos en serie y no antes? ¿Y es que en México no hay criminólogos capaces de colaborar con la policía? ¿El profesor Silverio García Correa, por ejemplo, no es lo suficientemente bueno? ¿No fue acaso el mejor psicólogo de su promoción en la UNAM? ¿No obtuvo un master en criminología por la Universidad de Nueva York y otro master por la universidad de Stanford? ¿No hubiera salido más barato contratar al profesor García Correa? ¿No hubiera sido más patriótico encargarle un asunto mexicano a un mexicano que a un norteamericano? (2666, p. 720).

Pero, me pregunto, ¿y el rostro del asesino o los asesinos? La novela no se dedica a resolver enigmas y queda abierta la pregunta: ¿quién mata a las mujeres de Santa Teresa, trasunto de Ciudad Juárez? Creo lo más honesto responder con otra pregunta: ¿es la sociedad, con su tolerancia hacia el menosprecio de la mujer? ¿Es el silencio cómplice? ¿Es un sistema de relaciones que permiten y propician el estado vulnerable y desigual de la mujer?

¿Quién nos autoriza, por otra parte, a practicar una sociología de la novela? Nos otorga dicha autorización, quizá, la libertad de que hablaba en un principio y, si vamos más allá, la interrelación que une a las distintas disciplinas, signo de nuestro tiempo.

Bibliografía

Bolaño, R. (2004). 2666. Barcelona: Anagrama, 1119 pp.

Borges, J. L. (1956). Pierre Menard, autor del Quijote. Ficciones. Argentina: Emecé Editores.

Fanon, F. (1972). Los condenados de la tierra (3.ª reimpresión; trad. Julieta Campos; prefacio de Jean-Paul Sartre). México: FCE, 293 pp. [1.ª edición francesa: 1961; 1.ª edición en español: 1963].

Gubert, R. (2003). Del bisonte a la realidad virtual. La escena y el laberinto (3.ª ed). Barcelona: Anagrama.

Quéau, P. (1995). Lo virtual. Virtudes y vértigos (trad. Patrick Ducher). Barcelona: Paidós, 207 pp.

Said, E. (2004). El mundo, el texto y el crítico. Ensayos selectos (trad. Fátima Andreu; Cuadernos de los seminarios permanentes). México: UNAM, 74 pp. [Este cuadernillo contiene la introducción y el primer capítulo del libro, cuyo título original es The World, the Text and the Critic].



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