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Pamela y la licenciada Márquez, y el sol ranchero y los birretes de graduación
Pamela and the “licenciada Márquez”, and the rancher sun and the graduation growns
Nóesis. Revista de Ciencias Sociales y Humanidades, vol. 26, núm. 51, pp. 108-116, 2017
Universidad Autónoma de Ciudad Juárez


Recepción: 01 Noviembre 2015

Aprobación: 08 Diciembre 2015

DOI: https://doi.org/http://dx.doi.org/10.20983/noesis.2017.1.7

Resumen: Usando la narrativa propia de la región del noroeste de Chihuahua se presenta en el texto un caso de resiliencia; el de una joven graduada de la División Multidisciplinaria de la Universidad Autónoma de Ciudad Juárez en Cuauhtémoc. El caso es emblemático de la complejidad del desafío que viven los estudiantes del nivel superior, provenientes de las comunidades rurales en el norte de México, y posibilita la reflexión con respecto a cómo se posicionan estos estudiantes para dar respuesta a estos desafíos y cómo la experiencia de estudiar les supone asumir nuevas actitudes ante la vida fuera del aula universitaria.

Palabras clave: Resiliencia, educación superior y contexto rural, Cuauhtémoc, Chihuahua.

Abstract: Using the narrative style of the northwest region of Chihuahua, the text presents a case of resilience: the case of a young graduate of the Multidisciplinary Division of the Universidad Autónoma de Ciudad Juárez in Cuauhtemoc. The case is emblematic of the complexity of the challenges that the students from rural communities are facing, and allows the reflection about how these students are positioned to respond to these challenges, and about how the experience to study, allows them to take new attitudes to life, outside the university classroom.

Keywords: Resilience, upper studies and rural context, Cuauhtémoc, Chihuahua.

Había un matiz en los posibles futuros para la chavalada en el Ojo: estaban reservados casi siempre para los hombres. Ellos sí podían ser narquillos incipientes y efímeros, o mojados agotados, o trabajar en la labor; pero para las mujeres el destino era casi unívoco. Podían estudiar la secundaria, tal vez la prepa, y luego colgar su propio futuro de algún hombre. No era cierto que la escuela les abría las puertas a la independencia, y las escuelas superiores estaban hasta Cuauhtémoc. El camino era casarse, o al menos juntarse con algún chamaco de por aquellos rumbos. luego hacer la vida: trabajar y trabajar, lavar la ropa, secarla en los tendederos asoleados, criar a los hijos, hacer pan, ir a la iglesia o al templo, visitar a los padres, aventar el frijol, separar la semilla del maíz, hacer queso, coser. Ir viviendo los días en la intensidad del trabajo y en las cadencias del marido y de la familia.

Con el último de los suspiros de la noche llega la consciencia, medio abrazada todavía por la modorra sostenida en la tibieza de la habitación. Es un cuarto oscuro, más oscuro por las cortinas de popelina que le niegan el paso a la luz anaranjada del sol ranchero que sale cada mañanita en el Ojo de Agua.

Con la llegada del sol ranchero la vida empieza a articularse: las vecinas salen a barrer el frente de la casa, y -¡buenos días!; -¡buenos días don Gerardo! Y Manuelito, el chavalo vago que vive a dos cuadras de la primaria se zampa en el copete un témpano de gel Copal en lo que su mamá le guisa dos huevos con frijoles refritos. El Ojo empieza a oler a café Combate y a concentrado para las gallinas. A lo lejos se escucha un motor tosiendo, protestando ofendido por la desmañanada, y el kikirikí de un gallo sin reloj despertador que anuncia el amanecer media hora después. Las líneas tibias del sol con guaripa se deslizan tranquilas por las calles de tierra, por los tejados de lámina, e insisten en meterse al cuarto de Pamela, pero las cortinas son intransigentes.

De a poco, en episodios de su cuerpo, Pamela se percibe despierta, y asoma los ojos papujados por encima de las sábanas. Todo es quietud en el ambiente de café con leche de su habitación. Sabe que su mamá se despertó hace rato –no necesita verla ni escucharla, pero lo sabe-, y percibe el ronroneo suspendido que antecede a la actividad que inundará sus espacios en unos momentos más. Dentro de poco su hermana Liz, que reposa abandonada al sueño en una cama al lado, abrirá los ojos, y empezará su espectáculo de artilugios de adolescente para estar lista para ir a la escuela: baño, maquillaje discreto, cabello cepillado, uniforme. Para Pamela la época en la que ella misma iba a la secundaria ha quedado muy lejana, aunque es mentira: este año ella cumplirá veintiún años, y los celebrará convirtiéndose en licenciada.

La gente mayor del Ojo se acuerda cuando los licenciados eran escasos. A veces iban al rancho trajeados, y arreglaban asuntos de las tierras o de papeles de herencias, o de derechos de agua, o problemas con el ejido. Siempre hablaban muy reborujado, y casi siempre eran de Cuauhtémoc o de Chihuahua. Para ser licenciado había que irse a estudiar fuera; ni pensar que alguien del Ojo o de Tepórachi o de Los Álamos pudiera hacerlo. Ahí había pura raza maltrazada y buena para la labor y para las tortillas de harina y las harinillas, pero hasta ahí. Los hombres al arado y las mujeres a cuidar a la ristra de lepes que iba brotando de las casitas de adobe con ventanas pequeñas de marco de madera.

Luego pasó el tiempo y se abrieron otros futuros posibles para la chavalada en el Ojo: la gente nueva se podía ir al otro lado por un tiempo, a Denver, a Albuquerque, a dejarse las espaldas en jornadas desalmadas clavando tejas en los mediodías californianos, o conduciendo arroyos de concreto fresco por las formas de construcción en esa mancha insaciable que significan los desarrollos habitacionales y comerciales gringos. Muchos jóvenes del Ojo se fueron, pocos se quedaron. La mayoría se regresó al tiempo con multitud de recuerdos y charras para las tardes de semillitas maiztejas y con un rollito de dólares escondido en las entrañas de los calzones que se acababa en una troca seminueva o en la semilla para el año entrante. El trabajo en el chíngo o en el rúfin, o la labor de los formeros dejaba lana –seis dólares la hora parecía para los del Ojo una fortuna-, pero era tremenda. Además había que dormir en tráilas o en departamentos rentados en los que se apeñuscaban diez o quince mojados en el caldo de calcetines sucios y latas de cerveza Bud light. Al final el rancho llamaba, y allá van para atrás los del Ojo y los de toda la constelación de ranchos regados en el llano de Chihuahua; a la labor, o a repasar el sueño de poner un negocito, o a ver qué sale más adelante.

Había un camino más para la gente nueva del Ojo. En Carichí y en Cuauhtémoc había gente pesada que ofrecía trabajo muy bien pagado y rápido. A uno lo podían matar, pero por lo pronto solo había que decir: -“estoy puesto señor, a la orden”, y bajar una troca con la caja tapada desde las arrugas de la sierra, o llevar un paquete a Cuauhtémoc, o cuidar una laborcita por ahí disimulada en algún recodo. Luego venía la recompensa: billetones de a quinientos en las manos, escucuchando a los Dareyes con la profundidad de los bajos enormes tras los asientos de la Ram Limited sin placas; las cheves y el whiksy, y no se me raje primo, y chínguele cabrón, en madrugadas con sabor a mariguana y pechos de mujer, siempre acariciando la escuadra, siempre con las orejas arriba, el espinazo contraído por el miedo oculto pero siempre presente. Del Ojo pocos se fueron a ese futuro, y menos regresaron. Algunos terminaron en el arroyo de Cusihuiriachi, con el cuerpo desmadejado y con los ojos abiertos, perplejos, pasmados por la sorpresa de la muerte. Los demás quién sabe, solo Dios sabe.

Había un matiz en los posibles futuros para la chavalada en el Ojo: estaban reservados casi siempre para los hombres. Ellos sí podían ser narquillos incipientes y efímeros, o mojados agotados, o trabajar en la labor; pero para las mujeres el destino era casi unívoco. Podían estudiar la secundaria, tal vez la prepa, y luego colgar su propio futuro de algún hombre. No era cierto que la escuela les abría las puertas a la independencia, y las escuelas superiores estaban hasta Cuauhtémoc. El camino era casarse, o al menos juntarse con algún chamaco de por aquellos rumbos. luego hacer la vida: trabajar y trabajar, lavar la ropa, secarla en los tendederos asoleados, criar a los hijos, hacer pan, ir a la iglesia o al templo, visitar a los padres, aventar el frijol, separar la semilla del maíz, hacer queso, coser. Ir viviendo los días en la intensidad del trabajo y en las cadencias del marido y de la familia.

Pamela no era hombre, y no sabía hacer queso. Además su brazo izquierdo se había desarrollado distinto: en vez de crecer como los de las demás chiquillas se había detenido a la altura del antebrazo, y en donde hubiera nacido una mano le habían retoñado dos deditos. Cuando Miguel y Olga Alicia la vieron por primera vez en el hospital, le entregaron su corazón. Era su primogénita, y era perfecta. Su bracito diferente no importaba: era la bebita más bella que hubiera existido jamás.

Pamela no era hombre, tenía un brazo diferente y odiaba coser ropa. No podía irse de mojada a levantar muros de madera en Wyoming, ni podía ser narquilla rascuache. No le atraía la idea de pasarse la vida con las pestañas enharinadas por la paja de frijol. Algo había que hacer, por eso decidió hacerse licenciada. El primer paso lo dio hace años, el último lo va a dar hoy. Ahí en el ropero del fondo de la habitación está lo que necesita: su toga de satín negro y su birrete ridículo en una bolsa; su estola dorada que dice su nombre completo y el nombre de su carrera bajo la frase UNIVERSIDAD AUTÓNOMA DE CIUDAD JUÁREZ: “Licenciada en Humanidades”. Pamela no la siente suya. A pesar de todo lo que le ha significado terminar la carrera no siente aún que la palabra licenciada pueda acompañar su nombre con naturalidad. Le parece extraño pensar en la idea de la “licenciada Márquez”. Se siente aún cómoda pensándose riendo en la cafetería de la Universidad, o en las butacas de sus salones. Aunque ya firmó su título y ensayó para su graduación aún le falta redefinirse completamente en éste nuevo capítulo que quién sabe que aventuras traerá. Por lo pronto la tibieza de las cobijas se siente mejor que cualquier licenciatura, y mientras se llega la hora de recibir del Rector de la Universidad su reconocimiento hay que arrebujarse en ese vientre cálido que huele a Suavitel. Lo mismo opina Drake, el perro latoso y chiple de Pamela que acurrucado en los pies de su dueña toma exactamente la misma determinación: abandonarse otro rato a soñar. La que no opina lo mismo es Olga Alicia, que de súbito abre la puerta de la habitación anunciando que es la hora de levantarse. Entonces todo cambia: Liz da los buenos días y se apresura a monopolizar el baño antes de que se lo ganen; Pamela se incorpora en la cama y busca sus huaraches; Olga abre las cortinas de popelina y el sol ranchero entra cabal al cuarto, disolviendo la modorra; a Drake le vale gorro todo, y sin abrir los ojillos excava más profundo en las cobijas, negando la contundencia del final de la noche.




A Pamela le hubiera gustado quedarse muchas mañanas así como Drake: metida en las cobijas, percibiendo los cambios en la temperatura de su habitación con el caminar de la mañana. Escuchando los ruidos articulados del rancho: el mugir lejano de las vacas de don Antonio, la matraca de los tractores volteando la tierra en la labor, pero en sus veinte largos años de vida habían sido pocas. Normalmente había que levantarse temprano, ir a esperar el camión a la carretera rumbo a Cuauhtémoc, hacer el viaje, tomar un camión urbano, llegar a la Universidad, y luego desandar el camino. El Ojo no está lejos de la ciudad, se hacen unos cuarenta minutos a buen paso, pero tampoco está cerca como para ir y venir. Era uno de más de esos desafíos que Pamela había tenido toda la vida: dificultades en el camino, rodeos para llegar a un objetivo, pérdidas. Muchas habían tenido que ver con su condición de mujer. Con ese falso destino que reservaban para las chamacas las calles polvosas del Ojo.

No había tonalidades trágicas en la manera en la que Pamela enfrentaba esos desafíos. Su posición no estaba instalada en el dramatismo. Un día un chamaco con mirada de miel se le metió en el corazón a punta de mensajes de chat, y Pamela empezó a imaginar la curva de su cuerpo entornada en la figura flaca de su casi novio: atardeceres de la mano, el crujir suave de las hojas secas sobre los pies descalzos. Luego una tarde lo encontró en una foto en el feis, abrazado de una güera narizona y con el pico coloreteado. Fin del sueño. Una sacudida a la blusa y adelante. No había espacio para el melodrama.

Así había sido con la mayoría de las piedras en el camino de Pamela. Mujer, con un bracito diferente, y lo que le esperaba. La cosa no era un asunto específico de las teorías de género que luego aprendería en la Universidad; la mayoría entendían a la mujer como una víctima irremediable de su propia condición; la diana de la violencia de los hombres por destino. Pamela entendía que esas eran tonterías: la violencia va y viene, y hay hombres violentados por las mujeres. Todo se resume en el calor cotidiano de las relaciones interpersonales, en el día a día en el que es más cabrón traga más pinole, sea hombre o mujer. Tampoco se relacionaba con su brazo diferente. De hecho Pamela no se percató de su propia alteridad hasta bien entrada en la primaria. Era simplemente el ritmo de la vida y sus curvas, cargadas de recodos insospechados. Así había aprendido que no había situaciones definitivas, ni garantías ni condenas necesariamente perpetuas. Por eso ser licenciada no significaba una película de Disney: no era vivieron felices para siempre, príncipe azul en corcel blanco; era una estación más en el camino de la vida. Una muy buena esta vez, pero al final una estación. Había que seguir adelante.

En todo eso piensa Pamela mientras saca la leche del refrigerador. Ya bañada y pintada para su graduación. La ceremonia será hasta las once, pero ella había desarrollado la costumbre de levantarse temprano, bañarse y estar lista para lo que trajera el día. Leche en un tazón y un sobre de avena instantánea sabor a fresas, una brizna de polvo de canela. Otro tazón igual para Liz, que se lo apresura por la garganta para no perder el autobús que la llevará a la escuela. Olga lava unos trastes que quedaron de anoche mientras le pregunta a su hija mayor los detalles de lo que ocurrirá en un rato: a qué hora hay que estar, quién va a presidir, si habrá misa… Pamela platica con su madre mientras imagina cómo irán a ser los eventos de ese día; cómo será su última experiencia como estudiante universitaria. Siempre se sintió a gusto en su papel de alumna, sobre todo en la pequeña preparatoria de tres aulas del Ojo, en donde era la estrella de los concursos de declamación y de oratoria, tanto que cuando llegó a la Universidad tuvo serios problemas para abandonar su estilo grandilocuente de hablar en público cuando los catedráticos la ponían a exponer frente a sus compañeros. Luego la Universidad la había cobijado, y se sentía como en casa en aquellos pasillos de cristal y metal. Hoy termina ese periodo sin la menor idea de qué era lo que seguía. Hoy es la graduación, más tarde la cena y el baile. Mañana quién sabe. En su cabeza hay varias ideas para ese mañana, pero ninguna concreta. Hay que trabajar o estudiar, o hacer algo, pero hay que seguirse moviendo. No siente que le haya llegado el momento de buscar a ese chavalo ranchero y renunciar a su sueño de escapar del destino que el Ojo le reitera con los ejemplos de la mayoría de sus amigas y excompañeras de escuela: ya casadas o arrejuntadas, con dos o tres lepes con los cachetes colorados. No es aún su momento para eso; ella necesita algo más. De pronto en un instante Drake presenta corriendo su impertinencia entre las piernas de su madre, y la avena da un brinco: la canela se entromete en la naricilla y en los ojos de Pamela, que empieza a moquear. En realidad no sabe si es por su graduación, o por lo que vino o por lo que viene. Es solo el sentimiento irresistible que se le instala a codazos en el pecho y que le saca a fuerzas dos lagrimones silenciosos que le bajan por las mejillas morenas. Drake la observa pidiéndole avena con los ojos negros.

Luego del desayuno vinieron los últimos toques al maquillaje sencillo, y la bendición de Olga y sus últimas recomendaciones, y la caminata hasta la carretera para esperar el camión, y ahí está Pamela con sus zapatillas negras y el bolsón transparente que guarda su toga y su estola, y ahí está también el recuerdo de Miguel, su padre, que se hubiera hinchado de orgullo de ver a su primogénita hecha licenciada. Su ausencia se nota profunda y amplia en la vida de Pamela: se fue muy temprano en la biografía de aquella chica menuda de ojos grandotes y peleoneros. Un mal día Miguel se ausentó de la casa, y pasaron más días seguidos de otros. Luego una tarde llegó la noticia con sus colmillos helados a morder a la familia: ahora la familia solo era de tres. El golpe fue impactante en todos los sentidos: a la ausencia de Miguel se sumó la urgencia de seguir viviendo, y ahí va Olga a trabajar en lo que saliera. Salió limpiar los baños de la primaria del rancho, y ayudar en la cocina comunitaria, sin ningún contrato ni prestaciones, pero con mucha necesidad, así que a sacar adelante a sus dos chamacas. Pamela apenas empezaba la carrera, y Liz terminaba la secundaria. Pamela sintió la muerte de su padre como un zumbido que aturde y que no se va. Se calma, pero nunca se va.

Llega Pamela al Teatro en el que se va a graduar. Todo es un murmullo que va creciendo, y sonrisas y fotografías. En el proscenio la enorme manta verde con detalles en lapislázuli anuncia los detalles de la ceremonia. Últimas pruebas de sonido, aromas de gerberas, edecanes nerviosas y los primeros graduandos enfundados en sus brillantes togas de reflejos oscuros en la medialuz del recinto. Los funcionarios universitarios, impecables en traje y corbata, se palmean las espaldas. De pronto Pamela repara en que dejó el birrete sobre la cama en su prisa por alcanzar el autobús. Para cuando regrese a casa Drake lo habrá convertido minuciosamente en pedazos. En realidad no le importa; le importa que Olga la vea recoger su reconocimiento de manos del rector; la sensación de logro cumplido al bajar por las escaleras del escenario; la posibilidad de encontrar más: más vida, más sonrisas, más aventuras luego de la Universidad. Ya a la hora de pasar al frente verá que hacer sin birrete. En tanto el teatro se llena cada vez más, se completa el contingente de papás y mamás con los rostros colorados de orgullo, de tíos con arreglos de globos de cincuenta pesos (los venden afuera del teatro), de hermanos y hermanas que aprovecharon la graduación para faltar a sus escuelas, de primitas de tres años que se deshilachan de los brazos de sus padres para irse corriendo por los pasillos del teatro enseñando los calzones con holanes color pastel. Pamela voltea a las puertas del Teatro, pero Olga aún no aparece. Le dijo que tenía primero que ir al trabajo a presentarse, y luego la alcanzaría en la ceremonia, y en ese pensamiento se encima otro más, el de cuando la misma Olga le dio la bendición para que siguiera estudiando en la ciudad. Sin su padre el desafío que implicaba su aferramiento a hacerse licenciada se multiplicó, amplió sus alcances, sobre todo porque implicaba un doble, triple esfuerzo de Olga. Con todo y eso Pamela sabía que era su único camino para salir del Ojo en otras condiciones, más libres, más plenas. No fue fácil agarrarle el modo a la ciudad. Todo se vivía ahí con más intensidad, con más malicia: un carrusel interminable de rostros y carros y trocas en el ritmo permanente de sus motores y estéreos conspicuos. Había que planear las distancias y los tiempos, porque no había rato para quedarse a platicar con la vecina sobre la época de aguas, o sobre la novela de anoche. La ciudad le representó desde el principio un estropicio seductor que la llamaba a vivirla con intensidad. Pronto adaptó sus ritmos a los de la urbe, y a los de su Universidad: levantarse temprano, pasar el día en la escuela, y regresar por la noche. Lavar su propia ropa, cocinarse y sobre todo administrar el gasto cuidadoso de cada centavo, literalmente. Cada peso contaba para imprimir una hoja, para comprar una sopa de harina, un agua, todo cuidado, en honor a las friegas que llevaba Olga tallando el sarro de las tazas infames de los baños en la escuela, o meneando los tazones de arroz en la cocina comunitaria. También fue para Pamela una época de tramitar becas, de aprovechar cualquier apoyo, cualquier ayuda para poder mantener en marcha el sueño de la licenciatura.

Arranca la graduación. Saludo a la Bandera. Presentación de las autoridades. Todo es oropel en almidones, con placas a los mejores estudiantes y reconocimientos en pergaminos enrollados con coquetos listones dorados. Pamela siente una mirada en la nuca, y es Olga que la mira como la miraba cuando se presentaba a declamar frente a todo el pueblo, con esa mirada que estrenó cuando la conoció en el hospital, hace veinte años. Es una mirada llena de amor y de gratitud hacia su hija, que es mujer, que no sabe hacer tortillas de harina, y que hoy se convierte en licenciada. A su hija que a punta de esfuerzo pudo viajar aprovechando las oportunidades de la Universidad, y aprender y conocer nuevos lugares, nuevos rostros, nuevas formas de pensar. Nadie en el Ojo había llegado tan lejos, hasta donde ha llegado la casi licenciada Pamela Márquez. Su hermano mayor se fue hace muchos años a Estados Unidos, y luego las maromas de la vida lo llevaron hasta Oaxaca, en donde se quedó para siempre, sin embargo ni él ni nadie más del Ojo había complementado su vida como Pamela lo está haciendo.

De pronto llega el turno del grupo de Pamela de pasar por sus reconocimientos. En la pantalla luminosa del teatro aparece el listado los doce nombres a punto de consagrarse al mundo profesional, a punto de pisar esa tierra dorada que significa un título, que la mayoría asocia con la realización personal definitiva. Pocos, Pamela entre ellos, comprenden a cabalidad la dimensión del logro, que no es poco pero que no es suficiente para poder alcanzar todos los sueños de ese puño de veinteañeros en toga. Entre la fila Pamela resalta con su cabellera negra, libre, sin birrete, cuando un maestro repara en ello y le zampa en la cabeza uno prestado. Luego los nombres, uno por uno en el sonido grave del teatro, alfabéticos, acompañados por aplausos y vivas, y pronto llega la eme, y allá va Pamela por las escaleras, su nombre y su foto en la imagen de la pantalla digital, y Olga en un grito ahogando las lágrimas de orgullo, con las palmas de las manos adoloridas de aplaudirle tan fuerte a su chamaca.

Y aquí está Pamela, con el corazón en vilo apretando la mano del Rector, que le susurra al oído unas palabras de aliento, se llegó el momento de coronar el esfuerzo de Olga, pero sobre todo el de ella misma, y de reojo en el camino hacia el extremo del proscenio la licenciada Márquez observa el teatro, pletórico y entregado a su reconocimiento. Y aunque sabe que no es el fin del camino, el final feliz de la película de la vida, ese momento es suyo, y en un instante desaparece el miedo profundo de quedarse en el Ojo, porque ahora el pueblo cobra otra dimensión; no es una cárcel, sino un nido. Es un lugar que hay que dejar para regresar con otros colores y otras ideas, con una Pamela diferente.

La licenciada Márquez baja con cuidado los peldaños en el extremo del escenario, y entrega el birrete prestado con una sonrisa. No sabe zurcir una bastilla, y es mujer, y ha lididado con lo que vino y por lo que vendrá, pero tiene la convicción íntima y personal de que su vocación y sentido es ser feliz, abrir las alas, completarse finalmente.




Notas de autor

1 Grado: Doctor en educación

Área de especialización: Formación de profesores, práctica docente y educación para la calidad de vida



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